domingo, 28 de julio de 2013

Un deporte feliz


A mediados de junio, mi amigo asturiano Xabel Llano me pidió que le recomendara una librería en México en la que pudieran conseguirse los libros de Alfonso Camín.
En la misma carta me preguntaba cuál es la mejor biografía de Pancho Villa y me compartía la noticia de que acababa de nacer su primer hijo (lo que ocurrió, se apresuró a decirme, “el día de América y la República”). Además de felicitarlo, le contesté que lo mejor que hay sobre Villa, al menos hasta donde yo alcanzo, es el estudio del historiador austriaco Friedrich Katz, publicado en español por la editorial ERA en dos tomos. Sobre los libros de Camín, le dije que no hay otro remedio que buscarlos en la calle de las librerías de viejo de la ciudad de México.
Aunque es difícil señalar una librería en particular, la búsqueda de los libros del poeta de La Peñuca en Donceles es lo más parecido a un deporte feliz. Por varias razones: los largos años que vivió en nuestro país, la cantidad de volúmenes que publicó (invariablemente financiados por él mismo o sus amigos) y quizás sobre todo por el casi absoluto desinterés que hoy provoca su obra.
Nunca deja de vivirse algún hallazgo, de mayor o menor calado, y los precios son casi siempre irrisorios. Por si fuera poco, con cierta frecuencia los ejemplares están firmados por él. El problema está en ubicarlos en las librerías porque su definición genérica no resulta siempre clara, o al menos no para los responsables de su clasificación.
Los de poemas son mayoría y el apartado que les corresponde suele encontrarse fácilmente; lo difícil está en los otros, que son quizás los más interesantes: los que dedicó a algunos personajes del descubrimiento y la conquista, por ejemplo, o los que reúnen los materiales con los que José Luis García Martín (http://bit.ly/c8qVVS) armó su indispensable antología Entrevistas literarias (Llibros del Pexe, Gijón, 1998).
Y, por encima de todos, sus memorias. Para escribir el artículo en el que exploré la relación entre Camín y López Velarde (el enlace, abajo), tuve que reconstruir de manera hipotética Entre nopales, el libro de memorias mexicanas que el escritor asturiano dejó inconcluso pero cuyos borradores pueden consultarse en la Biblioteca del Fontán de Oviedo.
El primero de la serie memorística, Entre manzanos, es uno de los libros más hermosos que se hayan escrito sobre la infancia en tierras asturianas, ese hecho existencial que los emigrantes en América llevaban dentro de sí como un valiosísimo patrimonio espiritual. Una de mis mayores alegrías doncelianas se produjo cuando di con un ejemplar del segundo volumen de la serie, Entre palmeras, el que reúne sus recuerdos de Cuba; publicado en 1958 con una hermosa portada de Germán Horacio, artista gijonés exiliado en México, ese libro es una de las piezas de caza más valiosas para los escasos lectores de Camín.
Casi sin darme cuenta, a lo largo de los últimos seis o siete años he ido confeccionando una pequeña biblioteca caminiana. ¿Quién es capaz de resistir sus precios? ¿Quién tiene el corazón de volver a casa sin esos libros de portadas tan hermosas? La idea de este post es reproducir las que más me gustan, acompañadas de sus fichas bibliográficas. Pienso naturalmente en mi amigo Xabel Llano, a quien está dedicada esta entrega de Siglo en la brisa, y al que sólo me resta invitar a darse una vuelta por México, cuyas librerías de viejo son el lugar idóneo para encontrarse con el poeta de la emigración asturiana a América.

Xóchitl y otros poemas (Motivos mexicanos). Compañía Ibero-Americana de Publicaciones. Madrid, 1928.


Cien sonetos (Obras completas). Editorial de la Revista Norte. Madrid, 1932. (Ejemplar dedicado por su autor).


El retorno a la tierra (Nuevos poemas asturianos). Prólogo de Rafael Altamira. Impresora Azteca. México, 1948.


Entre manzanos (niñez por duros caminos). Mis memorias. Revista Norte. México, 1952. (Hay una reedición de 1978.)


La danza prima y nuevos poemas. Impresora Azteca. México, 1954.
(Ejemplar dedicado por su autor).


Entre palmeras (Vidas emigrantes). Mis memorias. Revista Norte. México, 1958.
(Ejemplar autografiado por su autor).


La ruta y nuevos poemas. Revista Norte. México, 1965.
(Ejemplar dedicado por su autor).

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El retrato de Xabel Llano lo tomo prestado de su página en Facebook. El de Camín aparece en las primeras páginas de su libro Quousque Tandem...? (México, 1920), del que también conservo un ejemplar. El Ex-Libris que ilustra esta nota es el que usaba Camín, generalmente en la contraportada de sus libros.

Mi artículo sobre la relación entre Camín y Ramón López Velarde (“Entre el canario y el murciélago. El amigo asturiano de López Velarde”) fue publicado en el número 71, de enero de 2010, de la Revista de la Universidad. Puede leerse en http://bit.ly/b1iBm5.

Más sobre el poeta asturiano en este blog:
En el entierro de López Velarde, http://bit.ly/zTeyKq
En el Campo de San Francisco de Oviedo, http://bit.ly/ZadTJx

domingo, 21 de julio de 2013

Aberraciones de la calle en la que vivo


Vivo en una pequeña calle céntrica que no alcanza siquiera un kilómetro de extensión. Atravesada por otras tres de importancias diversas, empieza en una vía rápida de movimiento incesante —una de esas arterias animadas veinticuatro horas del día por el fluir de coches y camiones— y acaba en una de las avenidas más importantes y hermosas de la ciudad. A pesar de que en ambos lados de la calle hay árboles (colorines, liquidámbares, jacarandas, truenos), es difícil encontrar individuos que no presenten muestras de algún género de agresión.
Un mediodía de hace dos años, a la puerta misma de mi casa, me tocó presenciar una “poda” —por llamarla de alguna manera— y la triste experiencia quedó plasmada en un informe sobre la estupidez que publiqué en este espacio (http://bit.ly/15caa0i).
Hace menos de quince días me di cuenta con ojos verdaderamente atónitos que echaban abajo un bellísimo hule a sólo unas cuantas cuadras de mi casa. Ahora que remuevo entre mis fotos descubro que tengo una imagen de cómo era el árbol en octubre de 2010.
A plena luz del día y a lo largo de dos jornadas de trabajo (el jueves y el domingo de una misma semana), un grupo de supuestos jardineros que parecían más bien trabajadores de la industria pesada agredieron a hachazos al corpulento ficus elastica hasta convertirlo en un lamentable montón de leña. En la imagen que reproduzco a continuación, y que fue conseguida por mi hermano Jose la tarde misma que le dieron la puntilla, puede verse cómo lo dejaron.
Lo peor de todo es que los vecinos no sólo no se opusieron al derribo del árbol sino que, en cuanto se dio por terminada la funesta tarea, con repugnante rapacidad corrieron a llevarse a sus casas los pedazos más grandes de su tronco y los troncos secundarios, ya no sólo como meros testigos impasibles de la aberración. Véase lo que quedó del árbol en esta fotografía que tomé hoy mismo:
Como casi cualquier otra calle de la colonia en la que vivo, la mía resulta un muestrario bastante rico de agresiones contra los árboles. Es verdad que aquí y allá se ve algún apretado follaje que puede hacer pensar que exagero. 
Pero no debemos engañarnos: se trata de esos grupos de ficus que quién sabe por qué razones se escapan del machete municipal y logran formar pequeñas masas de follaje contra el absurdo imperante, pero que, necesitados de la poda inteligente que nunca han tenido, no consiguen sino ejemplificar la estupidez desde el extremo opuesto. Basta con ajustar un poco la mirada para descubrir heridas profundas, crecimientos absurdos, troncos truncos, a todo lo largo de la calle.
Las formas de los árboles son con frecuencia inexplicables o ridículas: acusadamente oblongos, con alopecias a distintas alturas, a veces sin ramajes intermedios. Hacia la mitad de la calle hay una gran oficina pública y delante de ella es donde el error de la política gubernamental es más burdo: dos jacarandas plantadas delante de su fachada, que bien pudieron dar a ese tramo de la calle la sombra y la belleza que le faltan, han sido castigadas sistemáticamente hasta hacerlas cada vez más imposibles y monstruosas: el resultado es un par de troncos telescópicos y débiles que prácticamente no tienen nada que ostentar. 
Durante la pasada primavera, por los días en que sus congéneres a lo largo y ancho de la ciudad de México destacaban por su floración, me pareció más que nunca que carecían de razón de vivir, y aun así, con una increíble nobleza y contra todo pronóstico, todavía alcanzaron a expectorar unos cuantos ramilletes de flores raquíticas.
Por si fuera poco, no hay una cuadra que no tenga muestras de tala: me refiero a esos dramáticos enanos extrañamente llamados tocones. Según el diccionario, “tocón” viene de “tueco” —palabra que se forma de la onomatopeya “toc, tuc”, seguramente el ruido que se produce al golpear el tronco del árbol. 
El tocón es el pie muerto de un árbol que ha sido talado por la parte inferior, es decir la parte visible de la raíz que ha quedado enterrada en el suelo a profundidades variables. Mi calle, por más que sea pequeña, abunda en ellos, a veces disimulados entre el pasto que crece en las jardineras de las banquetas.
Casi desde que llegué a vivir a la pequeña calle se me ocurrió hacer un levantamiento fotográfico de las agresiones contra sus árboles. Por fin en octubre del año pasado, al volver en taxi de una comida a la que había llevado mi cámara, procedí a documentarlas. 
Sin embargo, cuando llegué a la puerta de mi casa, caminadas las dos terceras partes del trayecto, decidí concluir la tarea cualquier otro día. No pudo ser: dos meses más tarde, nada menos que la noche del 24 de diciembre, mi cámara, que era relativamente nueva, se descompuso sin remedio. Algunas de las fotos que ilustran este post son una selección mínima de las que conseguí hacer aquella tarde. No reproducen todas las aberraciones que hay en la calle pero dan bastante idea de ellas.
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Informe sobre la estupidez, http://bit.ly/oSklUj

Más sobre árboles en este blog:
Casas en los árboles, http://bit.ly/WwVYhL
La casita en el árbol, http://bit.ly/115KVjn
El árbol de Giovanna, http://bit.ly/WwW7BI
El tejo de Bermiego (en la foto de la derecha), http://bit.ly/9NE36k

lunes, 15 de julio de 2013

Borges en la Sala Ollin Yoliztli


En la mesa largamente dispuesta a lo ancho del escenario podía reconocerse a algunos poetas famosos. En medio de ellos, resplandeciente, con el rostro erguido y una inamovible sonrisa, estaba Borges. Aquella noche de agosto de 1981 yo tenía 17 años y hacía no mucho había descubierto al gran escritor argentino. Es verdad que antes que sus libros me llamaron la atención su entrañable figura de anciano ciego, su sentido del humor y la originalidad de sus opiniones, y ya entonces me dedicaba a perseguir todo lo que tuviera que ver con él: desde poemas y relatos sueltos hasta aquellas notas periodísticas que daban cuenta de sus inusitadas declaraciones y sus andanzas por países exóticos. 
La mañana de aquel día mi padre había interrumpido su desayuno frente al Excélsior desplegado en la mesa de la cocina para enseñarme lo increíble: un anuncio que decía que Borges iba a participar aquella misma noche en una lectura pública en la Sala Ollin Yoliztli. Casi de inmediato nos lanzamos Periférico arriba con la seria preocupación de que se hubieran acabado los boletos.
Fuimos de los últimos en comprar un par de entradas pero unas cuantas horas más tarde éramos los primeros en entrar al auditorio, por lo que pudimos sentarnos muy cerca del escenario, quizás en la quinta o la sexta fila. Cuando todo estaba listo para que empezara la lectura y un creciente rumor de expectativa se elevaba de todos los rincones, un organizador vino a pedirnos que nos moviéramos un asiento a nuestra derecha, hacia el pasillo central de la Sala, porque en el extremo izquierdo de esa misma fila iba a sentarse María Kodama. Torcí el cuello y allá vi a la futura viuda del poeta, encorvándose como para hacerse más pequeñita y meterse en el lugar que acababan de conseguirle.
En medio de un aplauso atronador, Borges apareció llevado del brazo de alguien, encabezando un grupo de escritores entre los que estaban Günter Grass, Allen Ginsberg, Vasko Popa y Octavio Paz, y fue conducido hasta su lugar en la mesa. Nada más acomodarse en su sitio, el poeta beat, que llevaba en las manos una misteriosa caja de madera, encajó no sé de qué forma una varita de incienso y le dio fuego.
De aspecto más bien hosco, Grass miraba hacia el público con ese gesto característico suyo que se fue acentuando con los años, y que da la impresión de que su integridad depende de la fuerza con la que aprieta el tupido bigote con todos los músculos de la cara. Es curioso pero de Paz, salvo que estaba en la mesa, no tengo ningún recuerdo de aquel día. Los otros poetas eran Joao Cabral de Melo Neto, Andrei Voznesenski y Homero Aridjis (el más joven del grupo, quien me temo que se arrogó el derecho de participar en la magna lectura por ser uno de los organizadores).
Tampoco recuerdo quién dio la bienvenida a nombre de las instituciones que convocaban a aquella “Noche Internacional de Poesía”, como fue llamada, o si más bien lo hizo Beatriz Sheridan, contratada para leer las traducciones de los poetas que no eran hispanoparlantes, pero recuerdo perfectamente que fue la actriz quien, cansada de que el público aplaudiera cada intervención de cada uno de los poetas y luego volviera a hacerlo cuando ella leía, solicitó con acritud al respetable que no aplaudiera sino una sola vez por poema. No sólo se llevó una sonora rechifla, sino que consiguió que a partir de entonces el público rompiera en aplausos ruidosamente todas las veces que le vino en gana.
Conservo el programa impreso de aquella noche así que puedo decir sin temor a equivocarme que los poetas participaron en este orden: Borges, Günter Grass, Aridjis y Ginsberg en la primera parte; después del intermedio, Popa, Cabral de Melo Neto y Voznesenski. Cerró Octavio Paz. Ya desde las primeras intervenciones pudo oírse que afuera de la Sala había mucha gente que se había quedado sin boleto. Ignoro si fue porque los organizadores no pudieron controlar la situación o porque decidieron actuar con tolerancia y abrir las puertas, pero el público desairado aprovechó el intermedio para irrumpir en la Sala, primero poco menos que jubilosamente, y luego, en cuanto vio conseguido su propósito, con un silencio que tenía algo de religioso, se fue acomodando en donde pudo hasta no dejar un milímetro de espacio libre.
Cuando llegó su turno, con un bellísimo gesto de iluminado, Allen Ginsberg, al lado siempre del discreto hilo de humo de su varita de incienso, tomó del piso el misterioso objeto con que había entrado, que resultó ser un armonio hindú, y se puso literalmente a cantar sus poemas. (En este enlace Ginsberg aparece tocando ese mismo instrumento o uno muy parecido: http://bit.ly/16CV1We.)
Si la mayoría de las miradas estaban clavadas en Borges, las mías no eran las menos intensas. Nunca volví a verlo en persona pero durante los años que siguieron vi su imagen infinitas veces, en todo género de reproducciones. Con el tiempo, unas imágenes se fueron sobreponiendo a las otras y por eso me explico que 32 años más tarde no recuerde con precisión mis impresiones de tenerlo delante más o menos una hora y media. Ya para entonces había escuchado un par cosas sobre su aspecto físico, como aquella frase que oí citar de una mujer argentina que había conversado con él y que lo encontró “limpio como una gota de agua”, y luego supe muchísimas más, como el detalle que cuenta me parece que María Esther Vázquez respecto a que Borges solía llevar consigo un pequeño peine que cabía oculto en la palma de la mano y de cuando en cuando se pasaba discretamente por la cabeza.
Con toda seguridad me impresionaron sus ojos, que solía dirigir hacia arriba en ese gesto característico de los ciegos, que parecían de color acuamarina y daban la impresión de ser traslúcidos. También su vacilante manera de referirse a las cosas más hermosas o sorprendentes con el gesto de quien no está seguro de la importancia y ni siquiera la verdad de lo que dice.
Como ya conté, él fue el primero en tomar la palabra. Casi con toda seguridad era el escritor más conocido de los que participaban en la velada. También el más viejo: 82 años (el que le seguía en edad era Paz, que era tres lustros más joven).
Salvo una inolvidable excepción, no recuerdo qué poemas dijo aquella noche aunque de hacer caso al programa debió de incluir “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”. (En este otro enlace los lectores de este blog pueden escuchar a Borges diciendo precisamente ese poema: http://bit.ly/lyzbFw.) Lo que nunca he olvidado es que acabó su intervención pronunciando estos versos que dijo empezando por el título, sin omitir la dedicatoria, y que desde entonces me sé de memoria:

La luna
A María Kodama
Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

Nadie previó lo que podía pasar al final de la lectura en la Sala Ollin Yoliztli, y en vez de hacer salir a los poetas como habían entrado, con la solemnidad y parsimonia que los pusiera a salvo de los entusiasmos de los asistentes, en cuanto se dio por concluida un buen número de personas treparon como pudieron al escenario y se abalanzaron sobre Borges, que de pronto quedó oculto tras una de esas espesas nubes de las que habla la mitología, que transportan por los ámbitos más inconcebibles a los escogidos de los dioses.

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La Noche Internacional de Poesía, que se llevó a cabo en agosto de 1981 en la Sala Ollin Yoliztli de la Ciudad de México fue organizada por el Festival Cervantino, el Fonapas y el Gobierno del Estado de Michoacán. Jorge Luis Borges estaba de visita en nuestro país invitado por el gobierno mexicano, que le otorgó uno de esos premios sexenales que responden a la ocurrencia de los funcionarios en turno, en aquel caso el llamado precisamente "Ollin Yoliztli". El año anterior había recaído en Octavio Paz.


Tomo prestada la foto que abre este post de http://bit.ly/1bG18fj, donde se da su crédito de autoría (y se dice que Borges fue Premio Nobel). La segunda imagen es de EFE. La tercera, en la que el poeta aparece con Paz y Kodama, fue tomada en el Palacio de Minería.

La desangelada y errática página en la red de la Fundación Borges exhibe fotos en una resolución que impide ya no divulgarlas apropiadamente sino apreciarlas siquiera. Muchas de esas fotos están mejor reproducidas en diversos lugares de la red. Esa misma fuente afirma que en septiembre de 1981 el poeta argentino recibió el Premio Oilin Joliztu [sic]. No sólo eso: dice también que Borges estuvo en México en 1976 —es decir que sus viajes a nuestro país fueron no tres sino cuatro— lo que no es cierto. Ya Miguel Capistrán contó cuál es el origen de la confusión (Borges en México, Lumen, México 2012, pág. 55-56) y es extraño que la fundación encargada de velar por el legado del poeta mantenga el error.

Más sobre Borges en este blog:
En los baños de San Ildefonso, http://bit.ly/9aenhb 
Borges y el prestigio del sistema decimal, http://bit.ly/17bOcNo
El gomero de la Plaza San Martín, http://bit.ly/12ON7aX