sábado, 28 de abril de 2018

Un segundo de plenitud

¿A qué gozo secreto se asoma fugazmente el niño que aparece en la foto? ¿A cuál pensamiento agradable o intenso sabor? ¿Qué avistarán sus ojos echados hacia adentro en el instante que capta el fotógrafo? La fecha, octubre de 1969; el sitio, el pequeño parque público que con el tiempo acabará llamándose Plaza de Uruguay, y a la que Efraín Huerta, nada menos, que vivía a unas calles, dedicó un poema (“Plaza Uruguay. Zamba lenta pero esperanzada”, en Poesía completa, FCE, segunda edición, México, 1995, pág. 392). 
Si abrimos un poco la imagen, comprobaremos que prácticamente no había árboles siquiera; las fuentes de las cuatro esquinas del rectángulo que forman las calles de Hegel, Lope de Vega y Horacio habían sido instaladas probablemente no hacía mucho, y todavía no estaba la fuente central, el horroroso mazacote de concreto que ha terminado por gustarnos por costumbre o cansancio. De hecho, la pequeña calle que cierra el rectángulo por el sur aún no había sido bautizada como Juana de Ibarbourou, como ocurrió en cuanto alguien decidió que el pequeño jardín dirigiera sus fuerzas simbólicas a servir de gesto amistoso a la hermana república del Uruguay
La foto es, por eso, muy anterior a los tiempos en que trajeran la estatua de Artigas, que estuvo primero en la esquina de Masarik y Arquímedes, y la colocaran en el frente principal del parque, el que da a Horacio, sobre un zócalo lleno de inscripciones con frases suyas (“La causa de los pueblos no admite la menor demora”, “No venderé el rico patrimonio de los orientales al bajo precio de la necesidad”, etc.).
De ese modo, la pequeña calle sobre la que estaba la casa de mis abuelos entonces no tenía el nombre de Juana de América y aún se llamaba Pascal, que es como aparece mencionada, por cierto, en el poema de Efraín. Y así, Pascal, la casa de Pascal, es como todo mundo llamaba a la casa de mis abuelos, que estuvo frente al joven parque, cuando vivieron un tiempo en ese sitio, por los días exactos en que yo aprendí a caminar.
Como hemos abierto el cuadro, hemos descubierto al resto de los personajes de la estampa que atrapa la foto: primero Pepe Luis, nuestro tío trotamundos, sempiterno pasajero de los aeropuertos y las estaciones de trenes y autobuses de los cinco continentes, antiguo funcionario público especializado en aerolíneas y puertos aéreos, que se toma un respiro en su infatigable ir y venir por el orbe conocido para posar un momento con los tres hijos de su hermano Fernando. Para el otoño de 1969, cuando se hace la foto, luce aquellos bigotes y esas patillas que son la marca de la época, pero que en su caso testimonian también su voluntad de libertad y singularización dentro del férreo marco familiar, características que han determinado algunos actos significativos de su vida. Hijo y nieto de emigrantes, Pepe Luis terminará echando raíces lejos de México, en Australia, en la remota Oceanía. La camisa amplia, de grandes cuellos; el anillo de oro, que le nada un poco en el dedo; la mano posada en el globoY esa vitalidad y empatía tan suyas que hacen difícil, si no es que imposible, captarlo en un momento de serenidad, cuando no esté aportando alguna aguda observación, haciendo una broma o contando un chiste.
Y mis hermanos: José María, quien, a juzgar por el color de sus mejillas, acaba de pegar una carrera de punta a punta del parque, o ha vivido algún género de pasión, o ha hecho un pequeño disgusto doméstico. Los ojos enormes y hermosos de sus tres años y medio son los mismos con los que me mira el día de hoy, casi medio siglo más tarde, siempre con algo de candor y de sorpresa, cuando le extiendo la fotografía y lo invito a que la vea conmigo. Covadonga, que tiene poco más de un año, está en el arduo proceso de conocer el mundo llevándoselo a la boca, tal y como se espera de su edad, y prueba a probar el cabo del hilo de uno de esos globos un poco tristes que alegraron nuestra infancia, recubiertos de plástico, que no saben subir ni flotar, que acaban de regalarle.
Al fondo, sobre la calle de Hegel, aquel auto de láminas largas que se ve entre nosotros, ¿es el Impala familiar? ¿Por qué está estacionado en sentido contrario? Si es nuestro coche, no deben de quedarle muchos días antes de que otro coche lo alcance con violencia por el lado izquierdo, precisamente el que vemos en la imagen, a unas cuadras apenas de donde estamos retratados, sobre Horacio, unas calles hacia Mariano Escobedo, en la esquina con Sudermann, un mediodía al volver del supermercado con todos a bordo y mi madre al volante, aun cuando nosotros circulemos a velocidad moderada por la avenida principal, la que tiene camellón, y por lo tanto tengamospreferencia”, como se decía entonces.
El niño que aparece en el extremo derecho de la foto, digamos que se interna ¿en qué cosa? El gesto es inequívoco: el de quien se deleita con un agudo placer o experimenta una feliz inspiración. La luz cenital que lo baña parece confirmarnos que vive un segundo de plenitud. En el momento en que mi padre hace click, sus ojos se cierran un instante, asomados no sabemos a cuál disfrute secreto, un gozo que la foto comunica, y que, sin tener ni la más remota idea de qué se trata, podemos apreciar con una extraordinaria precisión.

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