viernes, 5 de enero de 2018

En elogio del Periférico

Para quienes hemos rebasado los cincuenta años, el Periférico fue uno de los acontecimientos urbanos más singulares que nos deparó el hecho de vivir en la ciudad de México. Los que lo conocimos al poco de estrenarse y nos hicimos adultos cruzándolo (como decíamos) con frecuencia hasta tres o cuatro veces al día, no sólo conservamos en la memoria un extraordinario suceso arquitectónico sino que recibimos una profunda lección de sabiduría y buen gusto aplicados al espacio público.
Por lo menos para el niño que yo fui, criado en un pequeño departamento de la colonia Anzures, una de las mayores aventuras que reservaba la ciudad era la de lanzarse por aquella vía rápida que rodeaba una parte del Valle, camino del fascinante sur. La meta era la casa de mis primos, que vivían desde hacía no mucho en el Pedregal de San Ángel; el propósito, la comida familiar de los domingos. Si nuestra familia era uno de esos grupos humanos un tanto confusos, hechos de tíos incontables y palpitantes masas de sobrinos, la casa, que había sido proyectada y construida por mi padre y uno de sus cuñados, no desmerecía como escenario –y quizás hasta ayudaba a aclarar algo las cosas, con sus espacios dibujados con generosidad, su gran antecomedor y sus jardineras interiores, su salón de juegos y su sala hundida
Mis hermanos José María y Covadonga, y yo,
con uno de nuestros tíos, Pepe Luis. Octubre de 1969. Foto: FFB
Los domingos de la primera mitad de la década de 1970 representaban una aventura no sólo por la promesa del día al aire libre, el monte aledaño y el sol eterno, y la complicidad de unos primos bastante menos inhibidos que nosotros, sino porque la ruta hacia aquel paraíso en la tierra era una vía trazada con amplitud entre inmensos parajes vacíos. 
Quizás entonces yo no lo percibiera conscientemente, pero ahora, cuando vuelvo la mirada hacia aquellos días inocentes y felices, me doy cuenta de que una de las primeras impresiones que acuden a mi recuerdo, por cierto bien cargado de sensaciones, es la imagen del largo Periférico. Había que ser ciego o carecer completamente de sensibilidad para no darse cuenta de aquel despliegue de líneas rectas y curvas de un gris amable que atravesaban el espacio que para nada correspondían al plano con frecuencia cartesiano, o esa versión mexicana de lo cartesiano todo excepciones y puntas romas y abolladuras de las colonias céntricas.
Aquella autopista a escala, de cemento, asfalto y cielo grande, a cuyo nombre original, Anillo Periférico, el habla común había eliminado casi en automático el sustantivo para referirse a él solamente con el adjetivo, lo que hacía que el nombre fuera más inmediato y expresivo, y por lo tanto más verdadero, tenía ya esas salidas, como también las llamábamos, de nombres que a lo largo de muchísimos lustros, e incluso hoy mismo, a pesar de la proliferación y confusión ambientes, fueron los de un rosario que nadie podía sino saberse de memoria y en orden: San Antonio, Mixcoac, Las Flores, Barranca del Muerto, Altavista, Avenida Toluca, San Jerónimo, etc.
Pero lo más hermoso del trayecto, por lo menos hasta la llegada a la salida de Picacho, en donde el Periférico viraba suave pero decididamente hacia la izquierda, era la danza que hacía con el Ajusco a partir del momento en que el macizo montañoso se divisaba por vez primera en el horizonte, quizás desde Tacubaya, lo que le daba a aquella vía la calidad de objeto arquitectónico vivo. El trazo de las rectas y las curvas estaba hecho para adaptarse a las pequeñas o grandes peculiaridades orográficas que iban saliéndole al paso, pero también para jugar con el referente que ofrecía aquella mole azul en la distancia, al fondo de ese lado del Valle hacia el que las rectas y las curvas se dirigían, las unas con temeraria decisión, las otras con delicada parsimonia. 
De esa forma, el Ajusco aparecía de un lado o del otro del punto de vista con un ritmo acompasado y gracioso según entráramos en una curva o saliéramos de ella, como manifestando su alborozo de que el conductor se encaminara hacia el sur temperamental, o quedaba enmarcado en el centro del panorama, tal como ocurría por ejemplo en la recta de San Antonio. Esa recta era tan larga como para apreciar la visión sin arriesgar la vida, y hasta para darse el gusto de recordar la página de La sombra del caudillo en la que una muchacha afirma que el Ajusco, a diferencia de los volcanes del Valle de México, posee una belleza varonil, más incluso que el apuesto miliar que la enamoraba.
Quien trazó el Periférico hizo las veces de delicado paisajista: el marco, es decir la vía misma y sus parajes limítrofes, era espléndido, y el motivo principal, el protagónico, el centro inamovible de una danza perfectamente armónica, quiero decir el Ajusco, lucía con el mayor número de perspectivas y ángulos posibles, más sobrio y más hermoso que nunca. (En días claros, una vez alcanzada la bajada que deja a la izquierda el Pedregal y a la derecha la salida a Insurgentes, la función referencial la adoptaban los volcanes, en especial el Iztaccíhuatl, aunque por un efecto visual incomprensible la sierra nevada apareciera a nuestros ojos algo encajada y hasta hundida, a la izquierda del geométrico Popocatépetl.)
Al acercarnos por fin al punto del camino en el que estábamos más cerca del Ajusco, podíamos ver con nitidez, y a una distancia algo más que adecuada, a la derecha del campo de visión, uno de los pliegues más extraños de la orografía del valle de México, el farallón de Coconetla, una pared que cae dramáticamente a plomo al que las construcciones que me niego a describir como arquitectónicas que en ese tramo de la ruta fueron clavándose en la frente del paisaje consiguieron finalmente ocultar.
Los primeros espejismos que vi en la vida me los ofreció el Periférico, en la recta más larga de todas, la que se abre entre la salida de Boulevard de la Luz y la curva que se ahonda en los dominios de Tlalpan, cuando entre los espacios vacíos en los que no había ni un solo edificio –unanimidad expuesta horizontalmente y sólo interrumpida de cuando en cuando por las esculturas de la Ruta de la Amistad–, podía jurarse que había agua sobre el asfalto, allá, a lo lejos, reverberando bajo el rutilante sol.
Pero eso ocurría un poco más allá, cuando pasábamos de largo porque nos encamináramos por excepción al Parque Asturias de la colonia El Reloj, o rarísima vez, tan rara que no recuerdo ni una sola, a Cuernavaca. La visión adelante y a la izquierda del cerro Zacatépetl anunciaba por fin que llegábamos al Pedregal y que pronto abandonaríamos el Periférico para entrar en el entramado más bien caprichoso de calles en las que se sucedían los terrenos de piedra volcánica y pirules que llevaban los nombres del agua y de la piedra, del cráter y del fuego, de la cascada y del risco, apelativos que iban bien con la naturaleza todavía elemental, como de mundo recién creado, de aquel enclave que se alzaba sobre las rocas porosas del color de la pizarra del Xitle. El Pedregal no era un “fraccionamiento”, como se decía con palabra demasiado técnica como para no colarse en nuestra habla sin excesiva extrañeza, sino un universo aparte.
Como un heraldo del fin, un día apareció un poco más allá de Picacho el espantoso hospital de Pemex, de planta circular y proporciones innobles; otro día se anunció que se abriría la primera sucursal en México de cierto restaurante gringo, y desde entonces todo se fue al garete. Ese trayecto del Periférico es ahora uno de esos lugares ruines de la ciudad en los que la apretada connivencia de edificios cada uno más feo que el otro, sin ningún orden ni concierto, celebra el matrimonio entre la avidez y la corrupción a que ha venido a parar prácticamente el país entero.
Pero no sólo ahí: también algunos kilómetros antes y en todas las estaciones de la ruta: en Tacubaya, en las inmediaciones del Viaducto, en la salida de la calle Diez, en Molinos: aquí y allá se echa de menos el que no se hubiera planeado sino para aquella actualidad que ahora ha quedado remota, sin dedicar ni una sola reflexión al tiempo futuro. Es verdad que eso lo puedo ver hoy, cuando he rebasado el medio siglo, y nunca entonces. El moderno y algo melancólico paisajista que trazó el Periférico cometió algunos errores y quizás el mayor de ellos haya sido el no haber previsto más holgura para el entorno por el que transcurría el camino. Además, los accesos suelen ser abruptos y carecen de la amplitud necesaria, lo que hace que los conductores penetren en el interior de la vía rápida con grave riesgo de su integridad, si no es que de su vida.
Tampoco consideró dejar zonas verdes; como el gobierno expropió los terrenos por donde pasaría el Anillo Periférico, bien pudo preverlo y actuar en consecuencia. Más tarde se debió de impedir que se construyera sobre la vía misma, como se hizo, lo que produce, al recorrerlo, una sensación de asfixia y contaminación en la mayor parte de la ruta. Para colmo, esa arquitectura no se reglamentó, y si se hizo el reglamento no fue respetado: no hay un límite de alturas ni un uso de suelo definido y apropiado, por lo que encontramos lo mismo viviendas que comercios, bodegas o escuelas, e incluso hasta alguna funeraria.
Es verdad que durante años se habló del Segundo Piso pero siempre como una broma extravagante, nunca como algo que no fuera una sino insensatez risible, una estúpida caricatura. La broma ni siquiera tenía la gracia contradictoria de los ejemplos con que se ilustran las grandes aberraciones de los tiranos del realismo mágico. Cuesta creer que alguien pensara que un despropósito semejante pudiera hacerse realidad hasta que llegó un tontuelo capaz de las peores ocurrencias, embebido de ignorancia y soberbia. Entonces se sacrificó el Periférico.
Su enorme nobleza, que si bien ha sido destruida como gran parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad, todavía ha permitido que se le ponga encima esa descomunal estructura carente de cualquier orden o proporción y sin el mínimo respeto por el entorno, para quedar sepultado para siempre como un monumento arquitectónico más que no fuimos capaces de conservar. Es cierto que quien circule por allá arriba podrá atisbar de nuevo el esplendor del Valle, e incluso será posible que practique un simulacro de movimiento acompasado tomando como referencia al Ajusco, pero lo hará en un plano sin escala y con excesivos riesgos, perdida para siempre la sensación de armonía y seguridad que eran parte de la definición del Periférico.

En tanto que he debido asomarme al día de hoy, han corrido las horas del domingo de mi imaginación, y la joven familia, compuesta por mis padres, mis hermanos y yo, quienes pasamos el día extraviados en la multitud de los tíos y los primos en una casa en el Pedregal desde cuyo jardín se veía el cerro Zacatépetl (un globo de cantolla en llamas perderá altura una tarde y terminará recalando entre los árboles, quemando un pequeño rincón del bosque), cruza ya de noche el Periférico, de regreso a los barrios céntricos de la ciudad, en el sentido contrario a como viajó aquella mañana.
Se acerca ya a su salida; a la izquierda no tardará en aparecer la Montaña Rusa. Después del tráfago lleno de rugidos de motores que para 1974 se habían quedado por lo menos una década atrasados, vestigios de una locomoción ancestral en todo anterior a nuestro nacimiento que aún rodaban por el brillante suelo de la vía rápida con lamentos de animal prehistórico, descenderemos de pronto por la cuesta súbita y pronunciada de Chivatito y nos hundiremos en un silencio absoluto tan repentino que nos veremos obligados a hacer algo para destaparnos los oídos. Todas las semanas viviremos esa misma exacta sensación, que representa el momento final del viaje. En ese lugar diremos adiós al domingo y de paso al Periférico.
Allí mismo le digo adiós, adiós.

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Las fotos del Periférico las tomo mayormente de la espléndida página de Facebook La ciudad de México en el tiempo

Más sobre la ciudad de México en este blog:
Guía de árboles de la ciudad de México, primera parte, http://bit.ly/2kSBh1d
Segunda parte, http://bit.ly/1f2AiCb
Paseo por Donceles, primera parte, http://bit.ly/2kRhDT8
Paseo por Donceles, segunda parte, http://bit.ly/2BJpp9N



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