viernes, 2 de septiembre de 2016

Ocho estampas de agosto (en tanto huye)


De manera repentina, sin darme cuenta cómo, llegó agosto; a continuación, sin un instante para meditarlo, septiembre. Algo parecido me sucedió con enero y junio; no así, por cierto, con el áspero febrero de este año. Los días pasan volando y cada vez más aprisa… A veces también, por supuesto, con un filón de angustia. Recientemente, en una comida en su casa, le pregunté a Fernando Vallejo si tenía alguna teoría sobre las razones por las que nos parece que, conforme nos vamos haciendo viejos, el tiempo pasa con más velocidad. El novelista colombiano contestó que era cuestión ardua pero que él pensaba que se debía a que, cuando somos pequeños, no hemos vivido sino un tiempo breve y todo el que transcurre es siempre una parte importante de aquel de nuestra vida que ya es pasado: un año, en un niño de cuatro, es una cuarta parte del total de su existencia, es mucho. Para un hombre de cincuenta como yo, o de setenta como él, ¿qué es un año sino un respiro apenas, una exhalación?
¿Y qué hacer ante la fuga de la edad, como dirían los clásicos? (¡qué imagen más gráfica!: que el tiempo se fugue, huya…) Creo que la mejor respuesta la he leído en Séneca. He creído leerla, digo, porque cuando volví a sus palabras con el propósito de repasarlas, me ocurrió lo que en otras ocasiones con otros autores y libros: que en ellas no está lo que yo había creído ver. En mi libro Contra la fotografía de paisaje conté el proceso de desaparición de mi memoria de un aspecto determinante de El barón rampante, la novela de Calvino, así que, al menos en el aspecto memorioso, de mí ya sé que sólo puede esperarse lo peor.
A pesar de eso, el desencuentro con Séneca ha sido de lo más provechoso porque me ha permitido aclarar alguna cosa, aunque aún hoy esté lejos de poner en práctica las conclusiones que vinieron con esa (llamémosla) parcial claridad. Pronto publicaré un post al respecto.
De momento, me he detenido, siquiera un instante fugacísimo, en el tramo final de agosto. Mi propósito: echar un vistazo a mi alrededor. Fue el sábado pasado: me forcé a hacer un alto en la descontrolada carrera hacia el domingo, y hacia septiembre de este año, y hacia 2017, y me dediqué a retratar algunos detalles que me rodean. 
Aquí el resultado. Se trata de ocho estaciones de paso, si puedo describirlas así. Ocho rincones o detalles que funcionan como referentes, como señales en el camino, en tanto paso entre ellas. Paso yo, pasan mis días repletos de actividades, pasan mis horas y mis días. Como estos rincones y detalles hablan de quien soy, incluso de una manera natural y elocuente, supongo que puedo decir que ellos, a su vez, me retratan a mí en el instante en que me detengo a contemplarlos. Los ocho tienen algo solar, de resplandor solar quiero decir: porque me dan su luz, en apariencia detenida, pero también, sin tanta prisa como lo hago yo, igual que el sol, corren apresuradas hacia un desconocido lugar.


Vista parcial de las letras P-O de mi librero. A la izquierda, un ejercicio caligráfico del Señor Pensil con un fragmento de un heterónimo de Pessoa; a la derecha, el cofre con los restos de Yamita, a la espera de mejor paradero.

Librero donde está Borges; a la derecha, un volcán en ebullición de Ernesto Alcántara.

Piedras y concha de diversas procedencias; retrato de Santos, pocos años después de establecerse en México. Los venados, por supuesto, son huicholes y se los compré a un artesano que apareció en la película Flores en el desierto de José Santos.

Portallaves promocional de ALSA, regalo de José María. Compré el llavero de colores en Cuetzalan, a donde viajé recientemente con mi amigo, el editor y maestro universitario Miguel Ángel de la Calleja.

El volumen que está entre el estudio sobre Vermeer y la edición de los sonetos de Shakespeare traducidos por Marrufo es La mano del teñidor, la preciosa colección de ensayos sobre poesía y música de Auden en la edición de Adriana Hidalgo, que leí y releí el año pasado.

Retrato del natural, 1968.

La postal vino de los Museos de Harvard, en donde estuve recientemente con mi amigo Xavi siguiendo las indicaciones de la historiadora de la ciencia Miruna Achim. Uno de los libros que pueden reconocerse es Sobre la brevedad de la vida de Séneca, al que me referí más arriba; el otro es Medieval Cats, préstamo de mi amiga rumana.

A la izquierda, con Juan Almela en el Zócalo, en una foto de 1991; a la derecha, el retrato más célebre de Stendhal, de Olof Johan Södermark (1840) en un póster que me regaló Sergio Vela hace largos años.

Madrina, un tanto escéptica de mis esfuerzos por retratar la fugacidad.
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Más historias de objetos en Siglo en la brisa:
Refrigerador, http://bit.ly/1VCtlzl
Cosas que se van, http://bit.ly/hh6mG9
Viaje alrededor de mi escritorio, http://bit.ly/dWllU5
Las notas de Malena, http://bit.ly/2bz47Al

Más sobre Contra la fotografía de paisaje en este blog:
El contenido del libro, http://bit.ly/1C4lc9C
¿Por qué se llama de esa manera?, http://bit.ly/1xS2jpo
El señor y la señora Andrews de Thomas Gainsborough, http://bit.ly/1y36XEd

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