viernes, 2 de enero de 2015

El cuadro más ásperamente lírico de toda la historia del arte


Cuando el editor Gabriel Bernal Granados me ofreció la posibilidad de proponer yo mismo una imagen para la portada de Contra la fotografía de paisaje (Libros Magenta / DGP Conaculta, 2014), lo primero que vino a mi cabeza fue un óleo que me gusta muchísimo, El señor y la señora Andrews de Thomas Gainsborough. La obra puede verse en la National Gallery de Londres, la fantástica pinacoteca que visité todas las veces que pude mientras viví en Londres unos meses, a principios de la década pasada. ¿Cuántas veces caminé hasta el ala en que se agrupa la pintura de 1700 a 1900, exclusivamente para volver a ver la deliciosa tela?
Al final, aunque Bernal Granados siguió abierto a lo que yo opinara –y gracias a ello otra propuesta mía quedó en la portada del libro, una fotografía a la que ya dedicaré una entrega en esta página–, el óleo de Gainsborough terminó por no convencer a mi amigo editor. Al menos en lo que estuvo vigente como propuesta, la idea me permitió volver a estudiar el cuadro, si bien esta vez tuve que conformarme con las reproducciones que hay en la red y la ficha con que aparece en la guía del gran museo de la Plaza Trafalgar. Copio la ficha aquí, acompañada de la mejor reproducción que he podido encontrar en línea, para deleite de quienes se asoman a este blog.

Thomas Gainsborough (1727-1788). El señor y la señora Andrews. Hacia 1748-9. Óleo sobre lienzo, 70 x 119 cm.
Robert Andrews y Frances Mary, de soltera Carter, se casaron en 1748, no mucho antes de que Gainsborough pintara sus retratos y el de Auberies, su granja junto a Sadbury. La iglesia del fondo es San Pedro, en Sadbury. El pequeño retrato de cuerpo entero en un escenario campestre al aire libre es típico de las primeras obras de Gainsborough, pintadas a su regreso de Londres, en Suffolk, donde había nacido; la vista, perfectamente identificable, es poco frecuente, y quizás fue una sugerencia de los clientes. Sería ingenuo pensar que se sentaron juntos bajo un árbol mientras Gainsborough colocaba el caballete entre montones de maíz; probablemente pintó los trajes colocados en maniquíes, lo que contribuye a su apariencia de muñecos, e hizo el estudio del paisaje por separado.
Ese tipo de pintura, encargada por personas “que vivían en habitaciones limpias pero no espaciosas”, como dijo con gracia Ellis Waterhouse hablando de Arthur Davies, un contemporáneo de Gainsborough, era una especialidad de pintores que no estaban en lo más alto. Los retratados, o los maniquíes que ocupan su lugar, posan en “actitudes elegantes” tomadas de manuales de buenas maneras. El displicente señor Andrews, afortunado poseedor de un permiso de armas, lleva la escopeta bajo el brazo; la señora Andrews, tiesa como un palo y perfectamente compuesta, podría parecer que llevaba un libro en la mano o, como se ha sugerido también, un pájaro cazado por su marido. Al final, ningún objeto identificable vino a llenar el espacio que quedó sin pintar en su regazo.
Al margen de estos ingredientes convencionales, Gainsborough ha compuesto el cuadro más ásperamente lírico de toda la historia del arte. La satisfacción de Andrews por sus tierras bien cultivadas no es nada al lado de la intensidad de los sentimientos del pintor ante el oro y el verde de los campos y los bosquecillos, y las curvas delicadas de la tierra fértil que se junta con las nubes majestuosas. Ante esa espléndida y ordenada fecundidad, las figuras resultan frágiles. 
Qué maravilloso despliegue de la falda con aro, de un azul ácido, que casi rima con el respaldo curvo del banco, los zapatos puntiagudos de seda, astutamente emparejados con la pata del banco, mientras el calzado sólido del señor Andrés responde a las raíces. […] Otros ritmos y resonancias unen las líneas de la escopeta, las medias, el perro, la pantorrilla y la chaqueta; un pico de ésta hace eco con la cinta que cuelga del sombrero de la mujer; el gracioso tricornio del hombre enlaza con el extremo del ojo de su mujer. Un cariño profundo y un artificio ingenuo se unen para crear la representación más temprana y más lograda de un verdadero idilio inglés. (Tomado de la guía oficial de la National Gallery de Londres. Notas de Erika Langmuir. Páginas 284-285)

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