domingo, 27 de octubre de 2013

La trasfiguración


Quizás lo más admirable sea su estructura, la manera (quiero decir) en la que están dispuestas las frases que lo componen, y que van sucediéndose en perfecta armonía, pero lo que a mí más me gusta de este poema de Luis Rosales que tanto me impresionaba hace veinte años es que parece resuelto de un solo impulso creativo. 
No importa que los puntos y las comas lo organicen en oraciones claras e independientes: el aliento que lleva de la primera palabra a la última es uno solo, lo que hace que se lea como en una inspiración. Parte de ello se explica, me parece a mí, por el sabio uso de los recursos de la escritura poética: la propia versificación natural, es cierto, pero también los cortes abruptos y los encabalgamientos –e incluso la sorpresiva partición de una palabra– que le otorgan flexibilidad, y al mismo tiempo contienen, equilibran e incluso contrarrestan su flujo imperioso.
La calma al inicio del poema, en que una pareja copula suavemente, da paso a la actividad que conduce al orgasmo; conforme se acercan a él, la extensión de las frases va en aumento: la primera es más corta que la segunda, la segunda es más corta que la tercera y así sucesivamente hasta llegar a la última de ellas, que es la más larga de todas. 
La secuencia de oraciones cada vez más largas obliga a una lectura de velocidad creciente, como creciente es el ritmo del acto amoroso cuando se aproxima el clímax. Igual que me pasaba hace dos décadas (cuando leía una y otra vez “La trasfiguración” con enorme deleite) me gusta el uso de algunas expresiones, como el “ascua fresca” y la “frescura súbita como una llamarada”. También me gusta la que se refiere a la lentitud y la dulzura con las que la pareja está unida en el arranque del poema (“por un puente de miel lenta y silábica”), tanto por lo menos como a finales del siglo pasado, cuando me permití copiarla textualmente en “Raya”, el poema largo que ocupa el lugar central de Ora la pluma (El Tucán de Virginia, 1999, pág. 51).

La trasfiguración
Por Luis Rosales

Siento tu cuerpo entero junto al mío.
Tu carne
               es
                    como un ascua,
fresca e imprescindible,
que está fluyendo hacia
mi cuerpo, por un puente
de miel lenta y silábica.
Hay un solo momento en que se junta
el cuerpo con el alma,
y se sienten recíprocos,
                                        y viven
su trasfiguración,
                             y se adelantan
el uno al otro en una misma entrega,
desde su mismo origen deseada.
Siento tus labios en mis labios, siento
tu piel desnuda y ávida,
y siento,
              ¡al fin!
                         esa frescura súbita
como una llamarada
de eternidad, en que la carne deja
de serlo y se desata,
se dispersa en el vuelo,
                                       y va cayendo
en la tierra sonámbula
de tu cuerpo que cede interminable
mente cediendo,
                           hasta
que el vuelo acaba y ya la carne queda
quieta, milagreada,
y me devuelve al cuerpo,
                                         y todo ha sido
un pasmo, un rebrillar y luego nada.

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Copio el poema de Rosales (Granada, 1910 - Madrid, 1992) del ejemplar de mi biblioteca de Rimas y La casa encendida. Selecciones Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1979, con prólogos de Dámaso Alonso y Julián Marías. El retrato del poeta lo tomo prestado de la red.

Este texto es la novena entrega de una serie que ha ido apareciendo en este blog con algunos de mis poemas preferidos. Aquí los demás:
1. De Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL  
2.  De Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U 
3. De Juan Ramón, http://bit.ly/aoVJM3
4. De Fernández de Andrada, http://bit.ly/9xgKZQ
5. De Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
6. De César Vallejo, http://bit.ly/yNbYFH
7. De Fonollosa, http://bit.ly/SNtIEE
8. De Ángel González, http://bit.ly/12273vS

domingo, 20 de octubre de 2013

Koshka


No puedo decir que la haya tocado siquiera, más allá de algún roce con la punta de los dedos, lo suficiente para saber que tenía el pelaje sedoso. A lo lejos, debajo de la mesa hasta la que corrió para ocultarse, me miró un instante con ojos desdeñosos y ofendidos de esmeralda. 
Su dueño desde siempre la había llamado Koshka, palabra que quiere decir “gata” en ruso, pero con los años, conforme ella fue engordando, empezó a llamarla Kruzhka, que es como se dice “botija” en esa misma lengua. A finales de los años ochenta, Almela le añadió un apellido acorde con los tiempos y cada vez que podía contaba con una sonrisa satisfecha que el nombre completo de su compañera felina era Koshka Kruhzka Perestroika.
La pequeña gatita atigrada llegó a su casa en una caja de zapatos una noche de 1985. Se la habían regalado aquel mismo día a su hija Laura, a la que le dijeron que fue recogida en el camellón de Insurgentes, a la altura del Rélox. Almela me cuenta que pasó esa tarde en la caja de zapatos en el camerino universitario en el que ensayó Laura, una de las grandes actrices teatrales mexicanas. Ella se la fue a llevar al poeta, que no quiso quedársela, sigue contándome, porque creyó que había que darse a la latosa tarea de conseguir aserrín para hacerle un cajón de baño, que es como se hacía en los tiempos de su infancia (no tenía noticia de las modernas arenas, a las que siempre se ha referido con la palabra “grava”), así que esa misma noche padre e hija se la llevaron a su vez a la madre de él, al departamento en Insurgentes Sur, arriba del restaurante Playa Bruja, en donde vivía aquella temperamental señora del exilio español que tenía debilidad por los gatos. 
No mucho después, Emilia Castell viuda de Almela se mudó a vivir con una hermana suya y se instaló en una casa con jardín cerca del Viaducto del lado de la colonia del Valle1, en donde la gatita de nombre ruso tuvo una juventud llena de peripecias y aventuras nocturnas no todas confesables. De ahí, Koshka saltó por fin al domicilio de San Antonio 36-6, en donde pasó prácticamente el resto de su vida, entre las estanterías metálicas retacadas de libros científicos en diversos idiomas entre los que vivía Deniz, y bajo los retratos de Dumézil y Bartók, en aquel departamento oscuro y tirando a frío (y más bien gélido en los meses invernales) en el que hablé por primera vez con el memorioso poeta, traductor y lector de galeras la noche de un viernes de 1988.

La relación entre amo y gata se prolongó en total durante unos quince años. Yo vi a Koshka en innumerables ocasiones y siempre me pareció una gata hermosa, es verdad, pero huraña, que solía desaparecer durante el tiempo que permanecieran las visitas. En general no quería tratos con nadie que no fuera su dueño humano. De cuando en cuando, es verdad, se acercaba a oler la punta del dedo que, con gatuna experiencia propia, yo le ofrecía a la distancia, e incluso alguna vez (como pasa tantas veces con los gatos) ella llegó a rozar mi dedo con la nariz húmeda una fracción de segundo para invariablemente salir disparada y ponerse a resguardo de cualquier intento de acercamiento.

A Almela le gusta contar anécdotas de su convivencia con ella, como la vez que regresó de la calle con un disco transparente de plástico, de aquéllos que sirven para amplificar las cosas que se miran a través de él, quizás distorsionándolas. Cuando ella y su amo se vieron delante de aquel objeto puesto entre los dos, él pasó la uña de manera transversal por sus surcos produciendo un ruido chirriante y a continuación Koshka hizo lo mismo y lo miró a él como diciéndole: “Admirable. Pero ¿para qué sirve?” 2
En 1992, cuando el poeta preparaba el testimonio sobre el exilio que leyó la única vez que regresó a España, y quiso probar que lo que había escrito se decía en los veinte minutos de lectura que le habían solicitado, procedió a leerlo en voz alta. Lo hizo sentado en su sillón de siempre, dándole la espalda al ventanal que asomaba a San Antonio. Al comprobar que por razones absolutamente incomprensibles para ella por primera vez desde que estaban juntos él echaba a hablar a solas, Koshka se alteró muchísimo: se le subió a las piernas, nerviosa, y lo inspeccionó de cerca, una y otra vez, como preguntándose si estaba en sus cabales… 3

La gatita tenía una notoria hernia en el vientre, secuela de una deficiente convalecencia de la operación con que la esterilizaron, pero no fue eso lo que acabó con su vida sino un bulto feo que le salió en el lomo arriba, debajo de la nuca, y que le fue creciendo sin aparente sufrimiento para ella. El veterinario diagnosticó un cáncer y manifestó su sorpresa de que no la hiciera aullar de dolor, lo que, según él, iba a empezar a ocurrir en cualquier momento.
No mucho antes, Almela se había mudado a un departamento en el tercer piso de un edificio en la calle de Torreón, de nuevo en los linderos del Viaducto pero esta vez del lado de la colonia Roma Sur, donde Koshka, que en su vida madura había vivido prácticamente en las sombras, se reencontró con el sol. El poeta contaba que era muy conmovedor cómo todas las mañanas ella se lanzaba de la cama que siempre compartieron, como una amante joven que va en busca de la satisfacción de su deseo, para asistir con delectación al glorioso espectáculo del amanecer. No abandonaba aquel rincón durante el tiempo en que lo luz la bañaba, y allí permanecía tumbada bajo su rayo directo hasta prácticamente chamuscarse.
Por la época en que escribió “Congéneres”, el poema que Almela le dedicó y que no en vano ocupa la última página de su poesía casi completa —copio al calce un link que lleva a una grabación del poeta leyéndolo—, ya hacía tiempo que venía diciendo, con frase nada patética que hace mucho perdió la naturalidad del comentario espontáneo para convertirse en una suerte de lema existencial, que Koshka fue el ser vivo con el que mejor se llevó durante más tiempo en su vida.
Por suerte, hay fotos de ella; las domésticas que el propio Almela le tomó pero también las que le hicieron algunos fotógrafos profesionales, en las ocasiones en que fueron a retratarlo a él. Por lo menos que yo sepa, están las de Roberto Portillo y Nicola Lorusso, con las que acompaño este post; ambos acudieron al departamento de la calle de San Antonio, que estaba a unos metros de las oficinas de Viceversa, para hacerle fotos para diversas necesidades de la revista. Vayan estas líneas y esas imágenes para evocar a la gatita de silueta de botija que acompañó al poeta a lo largo de tres lustros de vida creativa y solitaria.

1 “Un jardín relativo y descuidado, con un árbol en medio y bardas”. (Conversación telefónica, sábado 19 de octubre de 2013).
2 “Uno de esos discos que no sé para qué sirven, una hoja de tamaño carta de plástico traslúcido, con un lado finamente rayado. Le pasas una uña y suena como un disco de 33. Me lo regalaron, seguramente dándolo como lupa, en la Biblioteca de México. Dejé mis pertenencias sobre la mesa, como hacía siempre al llegar de la calle (nunca era nada de comer, en absoluto) y ella tenía que olerlo todo: libros, papeles, fotocopias. Sin decir nada, con la uña hice ptrrrrrr y se fascinó. Se me quedó mirando, mirando y entonces extendió la derechita. Luego ya no lo hizo nunca más, aunque lo intenté varias veces…”. (Misma referencia).
3 “… Sin ponerme un traje de brujo, estando sentado como de costumbre en mi sillita, me puse a hablar solo. Se inquietó mucho: se me acercó y se me subió en las piernas, a olerme la boca, como diciendo ‘¿Estás bien?’” (Misma referencia).

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El poema “Congéneres” puede escucharse, leído por su autor, en https://soundcloud.com/oralapluma/23-cong-neres

Las fotos en blanco y negro de Koshka son de Roberto Portillo (de quien es también el retrato de Almela que aparece al principio de este post), con excepción de las dos en las que la gata aparece con su dueño, que son de Nicola Lorusso. El resto de las imágenes, incluida la foto de Koshka a colores y la de una de sus lecturas en España, y en la que aparece acompañado de su amigo Eduardo Mateo Gambarte, pertenecen al archivo personal de Juan Almela.

Más sobre Almela / Deniz en Siglo en la brisa:
Cuadernos y dibujos infantiles, http://bit.ly/9dkSDa
Una entrevista de 1993, http://bit.ly/H9WMV5
Cartones políticoshttp://bit.ly/PiWZUl
Deniz en Viceversa, http://bit.ly/12RrW9H
“Noticias” recientes, http://bit.ly/V95VkF

Más sobre gatos en este blog:
Textos felinos, http://bit.ly/rJPY3s
Nagara, el gato de Octavio Paz, http://bit.ly/9BeKvm
El Maestro, http://bit.ly/P581fq
Un año de Yamita Monogatari, http://bit.ly/H7mSZB

domingo, 13 de octubre de 2013

El sueño de Baudelaire


Quizás nada mejor para recomendar la lectura del libro de Roberto Calasso sobre Baudelaire que reproducir nuevamente el célebre sueño que el poeta de Las flores del mal describió en una carta a su amigo Asselineau. Para Calasso, que lo transcribe y analiza con erudición e inteligencia, “este sueño es […] un cuento sorprendente, acaso el más audaz del siglo XIX”. “En comparación”, añade, “las Historias extraordinarias de Poe suenan antiguas y tímidas, las narraciones se revelan obsequiosas y ciertas cadencias obvias, además de [que tienen] una adjetivación altisonante. El sueño de Baudelaire es en cambio áspero y seco, la prosa atravesada de desvíos nerviosos y abruptos”.
El relato es tan insólito y rico que todo lo que se desprende de él sigue vibrando poderosamente después de su lectura, y por eso me tomo la libertad de reproducirlo para quienes siguen Siglo en la brisa. Copio el texto de la edición de Anagrama, donde he leído La Folie Baudelaire en traducción de Edgardo Dobry, aunque me he permitido hacer algunos pequeños cambios (“diligencias” por “recados”, “coger” por “follar”, “muchacha” por “chica”, etc.) para que impresione más nítidamente a los lectores de este blog, que en su mayoría son mexicanos.

Fragmento de la carta de Charles Baudelaire a Charles Asselineau
(jueves 13 de marzo de 1856) 
[Traducción de Edgardo Dobry]

[…] Eran (en mi sueño) las dos o las tres de la madrugada, y paseaba solo por las calles. Me encuentro con Castille, que tenía, según creo, varias diligencias que hacer, y le digo que lo acompañaré y que aprovecharé el coche para hacer una diligencia personal. Tomamos, entonces, un coche de punto. Consideraba mi deber el regalar a la madama de un gran prostíbulo un libro mío que acababa de salir. Mirando el libro que tenía en [la] mano, resultó que era un libro obsceno, lo que me aclaró la necesidad de regalarlo aquella mujer. Además, en mi pensamiento, esa necesidad era en el fondo un pretexto, una ocasión de coger, al encontrármela allí, con una de las muchachas de la casa, y eso implicaba que, sin la necesidad de regalar un libro, nunca me hubiera atrevido a entrar en una casa de ese tipo. Nada de esto le digo a Castille, hago detener el coche frente a la puerta de esa casa y dejo a Castille en el coche, prometiéndome no hacerlo esperar demasiado. Inmediatamente después de haber llamado y entrado, me doy cuenta de que mi verga cuelga por la abertura de la bragueta abierta, y decido que es indecente presentarse así, incluso en un lugar como ése. Por otra parte, como siento los pies empapados, me doy cuenta de que voy descalzo, y que los he metido en un charco al pie de la escalera. ¡Bah!, me digo, me los lavaré antes de coger y antes de salir de la casa. Subo. A partir ese momento el libro ya no aparece.
Me encuentro en vastas galerías que se comunican entre sí, mal iluminadas, de aspecto triste y marchito, como los viejos cafés, los viejos gabinetes de lectura o las horribles casas de juego. Las chicas, dispersas por esas vastas galerías, conversan con hombres distintos entre los que veo a algunos colegiales. Me siento muy triste e intimidado; temo que me vean los pies. Los miro, me doy cuenta de que uno lleva un zapato. Un rato más tarde, me doy cuenta de que ambos están calzados.
Me choca el hecho de que las paredes de estas vastas galerías estén adornadas con dibujos de todo tipo, cada uno en su marco. No todos son obscenos. Hay también dibujos de arquitectura y figuras egipcias. Como me siento cada vez más intimidado y no me atrevo a abordar una chica, me divierto examinando minuciosamente todos los dibujos.
En un rincón apartado de una de estas galerías encuentro una serie muy singular. En una cantidad de pequeños marcos veo dibujos, miniaturas, pruebas de fotografía. Representan pájaros coloridos con plumajes muy brillantes, en los que el ojo está vivo. En algunos de ellos, no hay más que la mitad de un pájaro. Representan a veces imágenes de seres extravagantes, monstruosos, casi amorfos, como aerolitos. En un ángulo de cada dibujo hay una nota. La señorita tal de tantos años… ha dado a luz este feto en tal año; y otras notas por el estilo.
Me pongo a reflexionar en que este tipo de dibujos no está hecho para inspirar ideas de amor.
Otra reflexión es ésta: existe en verdad un único diario en el mundo, y es Le Siècle, que puede ser estúpido hasta el punto de abrir una casa de prostitución que sirva al mismo tiempo como una especie de museo de medicina. En efecto, me digo de pronto, ha sido Le Siècle el que ha financiado la especulación de este burdel, y el museo de medicina se explica con su manía del progreso, de la ciencia, de la difusión de las luces. Entonces pienso que la necedad y la tontería modernas tienen una utilidad misteriosa, y que con frecuencia, por obra de una mecánica espiritual, aquello que ha sido hecho por el mal se vuelve un bien.
Admiro en mí mismo la precisión del espíritu filosófico.
Pero en medio de todos esos seres hay uno que ha vivido. Es un monstruo nacido en la casa, y que está permanentemente sobre un pedestal. Aunque está vivo, forma parte del museo. No es feo. Su rostro es incluso gracioso, muy bronceado, de un color oriental. Hay en él mucho rosa y verde. Está en cuclillas, pero en una posición extravagante y forzada. Además tiene algo negruzco que da varias vueltas alrededor de sus miembros, como una gruesa serpiente. 
Le pregunto qué es y me responde que es un apéndice monstruoso que le sale de la cabeza, algo elástico como caucho, y tan largo, tan largo que si lo envolviese alrededor de la cabeza como una cola de caballo sería demasiado pesada y absolutamente imposible llevar, y por eso se ve obligado a enroscárselo en torno a los miembros, lo que por otra parte hace mejor efecto. Converso largamente con el monstruo. Me participa sus fastidios y penas. Hace ya varios años que se ve obligado a permanecer en esa sala, sobre el pedestal, para la curiosidad del público. Pero el principal fastidio es, para él, la hora de la cena. Como ser viviente, se ve constreñido a cenar con las muchachas de la casa, a caminar tambaleándose con su apéndice de caucho hasta la sala de la cena, y allí debe mantenerlo enrollado alrededor de sí o acomodarlo sobre una silla como un manojo de cuerdas, porque si lo deja arrastrar por el suelo le tiraría la cabeza hacia atrás. Además está obligado, siendo pequeño y regordete, a comer junto a una chica alta y esbelta. Por otra parte me da todas estas explicaciones sin amargura. No me atrevo a tocarlo, pero me intereso por él.
En ese momento (esto ya no es el sueño), mi mujer hace ruido con un mueble en su habitación y eso me despierta. Me despierto cansado, desganado, con la espalda, las piernas y los flancos molidos. Presumo que estaba durmiendo en la posición contorsionada del monstruo. […]
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El texto original francés completo de la carta de Baudelaire puede leerse en http://bit.ly/16DHX7h. Tomo prestada la imagen del ejemplar de Las flores del mal anotada por el poeta, de http://bit.ly/1axKfne; el resto de las imágenes pertenecen a diversas fuetes de internet. El post incluye dos imágenes de Charles Asselineau: un retrato a pluma hecho por Baudelaire (1850) y una foto de Nadar (que pertenece a los fondos de la Biblioteca Nacional de Francia). También de Nadar son los dos primeros retratos del poeta; el que acompaña estas líneas es de Carjat.

Más sobre Baudelaire en este blog:
Refrigerador, http://bit.ly/18dkJRW
A la puerta de Salvador Elizondo, http://bit.ly/1fsoQSz

Otro sueño en Siglo en la brisa:
Madero al teléfono, http://bit.ly/19zhUi2