domingo, 15 de diciembre de 2013

Buñuel, memorista inolvidable


Treinta y un años después, releo las memorias del gran cineasta español y vuelvo a encontrarme con algunos pasajes que nunca se borraron de la mía. Eso sí: para leerlas nuevamente he debido de comprar un ejemplar de la edición que circula por estas fechas ya que la que me acompañó durante todo este tiempo, por cierto la primera mexicana —producida más que editada por Plaza y Janés, con el único objetivo de vender ejemplares—, toda rota, hace rato que debería de haberse ido a la basura. 
Todavía antes de convencerme de renovar su presencia en mi biblioteca, intenté volver a los recuerdos de Buñuel en la edición de mi primerísima juventud, y en dos o tres sesiones me vi rodeado de la pedacería sobreviviente haciendo verdaderos malabares para saber qué seguía a continuación de lo que estaba leyendo. 
Después de bendecir a Gutenberg, y de maldecir a los editores chapuceros, acabé resignándome y compré la edición de De Bolsillo, la cual en unos años, cuando transcurra el tiempo suficiente para que quiera volver a leerla, y que con toda seguridad no será tan largo, deberé de renovar otra vez. Aquel libro y éste pertenecen al género de ediciones que, con la venturosa llegada de las nuevas tecnologías, están condenadas a desaparecer.
Los episodios que nunca se fueron de mi memoria, y que por mero sentimentalismo copio de mi vieja edición descuadernada, son los aquellos en los que Buñuel recuerda el día que le preguntó a Lorca si era “maricón”, expone sus ideas sobre el arte blasfematorio, opina sobre la estética “prefabricada” de Gabriel Figueroa, revela un retrato francamente feo de Pedro Armendáriz y expresa su opinión sobre la figura pública de Borges —comentario que vale la pena sobre todo por la frase final. 
Para acabar, copio las últimas líneas del libro, tan buenas o más que los otros fragmentos, y en las que el viejo aragonés expresa un simpático deseo postrero. Una vez releído Mi último suspiro, me temo que la nueva cosecha de episodios memorables no cabría en diez o quince entradas de esta página. Este post recupera seis de los que conservé de mi primera lectura, de los que mi experiencia asegura que son, con toda certeza, inolvidables.

Mi último suspiro (Memorias) [seis pasajes]
Por Luis Buñuel

[Lorca, homosexual]
Alguien vino a decirme que un tal Martín Domínguez, un muchachote vasco, afirmaba que Lorca era homosexual. No podía creerlo. Por aquel entonces en Madrid no se conocía más que a dos o tres pederastas, y nada permitía suponer que Federico lo fuera.
Estábamos sentados en el refectorio, uno al lado del otro, frente a la mesa presidencial en la que aquel día comían Unamuno, Eugenio D’Ors y don Alberto, nuestro director. Después de la sopa, dije a Federico en voz baja:
—Vamos afuera, tengo que hablarte de algo muy grave.
Un poco sorprendido, accede. Nos levantamos.
Nos dan permiso para salir antes de terminar. Nos vamos a una taberna cercana. Una vez allí, digo a Federico que voy a batirme con Martín Domínguez, el vasco.
—¿Por qué?— me pregunta Lorca.
Yo vacilo un momento, no sé cómo expresarme y a quemarropa le pregunto:
—¿Es verdad que eres maricón?
Él se levanta, herido en lo más vivo, y me dice:
—Tú y yo hemos terminado.

[En que se señala las posibilidades blasfematorias del español]
El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que los juramentos y las blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español. 
En México, por ejemplo, donde sin embargo la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente. En España una buena blasfemia puede ocupar dos o tres líneas. Cuando las circunstancias lo exigen, puede, incluso, convertirse en una letanía al revés. […] Y, ya a que hablo de blasfemia, añadiré que la ciudades antiguas de España, en Toledo por ejemplo, se veía escrito en la puerta principal de acceso: Prohibido mendigar y blasfemar, y ello bajo pena de multa o de un breve período de arresto. Prueba de la fuerza y la omnipresencia de las exclamaciones blasfemas.

[Pedro Armendáriz y la pederastia]
Por regla general, regla que conoce felices excepciones, un actor mexicano no haría nunca en la pantalla lo que no haría en la vida.
Cuando yo rodaba El bruto, en 1954, Pedro Armendáriz, que disparaba de vez en cuando su revólver en el interior del estudio, se negaba enérgicamente llevar camisas de manga corta, las cuales, decía, están hechas para los pederastas.
Yo le veía aterrorizado ante la idea de que pudiera tomársele por un pederasta. En esta película, mientras es perseguido por unos matarifes, encuentra a una joven huérfana, le pone la mano en la boca para impedirle gritar y, luego cuando los perseguidores se alejan, como tiene un cuchillo clavado en la espalda, tiene que decirle:
—Arráncame eso que llevo ahí detrás.
Durante los ensayos, le oí de pronto enfurecerse y gritar: “¡Yo no digo detrás!”. Temía que el solo uso de la palabra “detrás” fuese fatal para su reputación. Palabra que yo suprimí sin ningún problema.

[Sobre la belleza "prefabricada" de Gabriel Figueroa]
Con Nazarín, rodada en 1958 en México y en varios bellísimos pueblos de la región de Cuautla, adapté por primera vez una novela de Galdós. Fue también durante ese rodaje cuando escandalicé a Gabriel Figueroa, que me había preparado el encuadre estéticamente irreprochable, con el Popocatépetl al fondo y las inevitables nubes blancas. 
Lo que hice fue, simplemente, dar media vuelta la cámara para encuadrar un paisaje trivial, pero que me pareció más verdadero, más próximo. Nunca me gustado la belleza cinematográfica prefabricada, que, con frecuencia, hace olvidar lo que la película quiere contar y que, personalmente, no me conmueve.

[Borges, presuntuoso y adorador de sí mismo]
Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, evidentemente, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Además, yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades. 
Y Jorge Luis Borges, con quien estuve dos o tres veces hace sesenta años, me parece bastante presuntuoso y adorador de sí mismo. En sus declaraciones percibo un algo de doctoral (sienta cátedra) y de exhibicionista. No me gusta el tono reaccionario de sus palabras ni tampoco su desprecio a España. Buen conversador como muchos ciegos, el Premio Nobel retorna siempre como una obsesión en sus respuestas a los periodistas. Está absolutamente claro que sueña con él. […] Naturalmente, si estuviese de nuevo con Borges, quizá cambiara totalmente mi opinión respecto a él.

[Después de la muerte]
Una cosa lamento: no saber lo que va pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.

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La imagen que ilustra el fragmento sobre Gabriel Figueroa es una foto fija que el gran cinefotógrafo mexicano hizo en 1933, durante la filmación de la película Enemigos de Chano Urueta, según informa la revista Artes de México (número 2, "El arte de Gabriel Figueroa", segunda edición, 1992). El retrato de Borges es de Rogelio Cuéllar. El resto de las imágenes, como la que abre este post, proceden de sitios en la red en los que lamentablemente no se aclara autoría.

Algunos artículos relacionados con esta entrega que pueden leerse sin salir de Siglo en la brisa:
El día que Compay sobrepujó a Federico, http://bit.ly/19JNxCV
Borges y el prestigio del sistema decimal, http://bit.ly/1fdQ6RC
Un personaje de John Ford apellidado Figueroa, http://bit.ly/1b5H5G9
Unas memorias de América, http://bit.ly/1ftYnBL

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