domingo, 30 de septiembre de 2012

Un signo tuyo busco en todas las otras


Si nunca he sido un lector apasionado de Neruda, jamás he dejado de leerlo —de manera desordenada y arbitraria, si se quiere, de época en época y libro en libro—. Mi último gran descubrimiento fueron las Odas elementales, por las que pasé por vez primera hace un cuarto de siglo sin apreciarlas como se debe. Hace no mucho conocí sus Cien sonetos de amor. Coincido con la crítica que afirma que esa centena de poemas, que rondan las características del soneto, resultan casi siempre olvidables. 
Sin embargo, como no puede ser de otra manera, hay en ellos versos conseguidos, algunas buenas estrofas y dos o tres poemas magníficos. Me parece que en general producen esa sensación característica de una parte considerable de su poesía: son obra de su grandísimo talento, que va de paso. Sobre todo a partir de cierto momento de su cronología, la velocidad de su escritura —que algo tiene de improvisación y accidente— logra algunos de sus mejores poemas. Sin embargo, quizás también sea ella lo que explica que haya acumulado tanta literatura prescindible, como si una cosa fuera el precio de la otra. Como sea, no es desagradable echarles nuevamente un ojo. Tanto es así que ahora que quiero ejemplificar con algunos versos que marqué la primera vez que anduve entre ellos (“… reina del apio y de la artesa, / pequeña leoparda del hilo y la cebolla”, “de la transmigración del sueño a la ensalada”, etc.), encuentro que no todos me encantan, y en cambio me gustan otros en cuya belleza no reparé entonces (“como un puma en la soledad de Quitratúe”).
Vayamos al poema que motiva este post. Es el que prefiero del conjunto y el que más disfruto volver a leer. Una cierta irregularidad formal ejemplifica bien la del resto de la serie (con excepciones, sonetos alejandrinos sin rima). El primer verso tiene un metro peculiar; los demás son de catorce sílabas, con excepción del tercero, que es endecasílabo. Me hace gracia pensar, desde luego que un poco en sorna, que el poema es la perfecta justificación del mujeriego: te busco, dice el poeta, en las otras mujeres; estás disgregada en las demás y vivo entregado a la búsqueda de tus partes, que largamente encarnan en ellas. En algún lugar ensayé yo mismo, es cierto que con distinto enfoque, y (mucho) peores resultados, una variante del tema de la búsqueda de una mujer en otra u otras (“Vida de Lysi en Flérida”, Ora la pluma, página 17). El terceto final resuelve el problema de una forma acabada y convincente. Copio a continuación el poema y más abajo expongo las razones por las que me gusta tanto.

Soneto XLIII
Un signo tuyo busco en todas las otras,
en el brusco, ondulante río de las mujeres,
trenzas, ojos apenas sumergidos,
pies claros que resbalan navegando en la espuma.

De pronto me parece que diviso tus uñas
oblongas, fugitivas, sobrinas de un cerezo,
y otra vez es tu pelo que pasa y me parece
ver arder en el agua tu retrato de hoguera.

Miré, pero ninguna llevaba tu latido,
tu luz, la greda oscura que trajiste del bosque,
ninguna tuvo tus diminutas orejas.

Tú eres total y breve, de todas eres una,
y así contigo voy recorriendo y amando
un ancho Mississippi de estuario femenino.

1. Más arriba previne sobre el asunto de la rima. En efecto, los sonetos no riman de manera tradicional, quiero decir que consonante, ordenada y periódica. Pero de acuerdo a los usos de la poesía moderna, están salpicados de rimas no previstas, muchas de ellas interiores, colocadas según el antojo y el oído del poeta, hallazgos que el poeta hace mientras pasa. Desde el arranque, el poema ofrece un ejemplo particularmente logrado: la rima interna que hay en ú-o entre el binomio “tuyo-busco” del primer verso y la palabra “brusco” del segundo, que da la impresión de ondulación del "río de las mujeres" a que se refiere el par de líneas iniciales:
Un signo tuyo busco en todas las otras,
en el brusco, ondulante río de las mujeres

2. La misma felicidad que me produce la primera línea (“Un signo tuyo busco en todas las otras”) es la que encuentro en otros versos iniciales de estrofa, planteados con la misma autoridad y belleza. “De pronto me parece que diviso tus uñas”, por ejemplo, frase que tiene algo de inusitado —lo que se subraya por ser inicio de período: las uñas, que no se ven sino se “divisan” como que si fueran algo remoto y difícil de discernir. Es cierto que me gusta menos la calificación de “sobrinas de un cerezo”, que no me dice nada. Otro arranque feliz es éste, también inicio de estrofa: “Miré pero ninguna llevaba tu latido”.

3. Me parece deliciosa la aliteración que hay en el verso “y otra vez es tu pelo que pasa y me parece” aunque no tanto por sí misma sino por la manera en que se cumple dentro del terceto del que forma parte, es decir en relación con el verso que lo antecede y el que viene a continuación. Además de la aliteración de la letra “p” (pelo, pasa, parece), la hermosa sonoridad de estos versos está en las rimas asonantes internas que hay entre las palabras “cerezo y pelo” y “pasa y agua”. Lo mejor es escuchar nuevamente la estrofa, para apreciar mejor a qué me refiero:
… oblongas, fugitivas, sobrinas de un cerezo,
y otra vez es tu pelo que pasa y me parece
ver arder en el agua tu retrato de hoguera.

4. El uso de la preciosa palabra “greda”, que se refiere a un género de arcilla, y que sin duda tenía fascinado al Neruda de aquellos días si se juzga por su aparición de hasta ocho veces en el libro: en el soneto V: “eres la greda oscura que conozco”; en el soneto XXVI: “como si greda o trigo, guitarras o racimos”, y en el que llama la atención la agradable repetición del sonido de la erre; en el soneto XXIX, en el que aparece hasta tres veces en el mismo número de versos consecutivos: “… nos dieron la lección de la vida en la greda. // Eres un caballito de greda negra, un beso / de barro oscuro, amor, amapola de greda”: en el soneto XXXIV: “… tienes propiedades profundas / que en ti se juntan como las leyes de la greda”; y en el LXXVI, en el que por cierto se habla de un retrato hecho por Diego Rivera: “y sobre los dos rostros dorados de la greda”. 
De todos los usos de esa palabra, el mejor es el que hace en el soneto que me interesa, quizás sobre todo por su contraste con la “luz” que aparece en el mismo verso. Quizás también por esa forma verbal, “trajiste”, tan castellana y en cierto modo tan difícil de usar con fortuna: “tu luz, la greda oscura que trajiste del bosque”.

5. Por último, desde luego, el encantador verso final: el desplazamiento de la palabra “estuario” —“desembocadura de un río caudaloso en el mar”— del Mississippi, al que corresponde, a la amplia y numerosa feminidad. En una mujer, nos dice el poeta, se cumple su pasión por todas las mujeres. Podríamos hacer una glosa de ese verso pero es tan atinado que, me parece, no es necesario decir nada más.

_____________________
La foto de Neruda joven es anterior a la adopción de su seudónimo, por eso podemos leer en ella "Ricardo Reyes", una de las posibles combinaciones de su verdadero nombre. En la imagen de grupo vemos al poeta con su compañera Matilde Urrutia, a quien están dedicados los Cien sonetos de amor. Cierra el post el retrato de ella pintado por Diego Rivera, al que supongo que se refiere el soneto LXXVI.

Más poemas preferidos en este blog:
 “¿Serás amor un largo adiós…” de Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL
 “El viaje definitivo” de Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
 “No a todo alcanza amor” de Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
Trilce, XXXIV, de César Vallejo, http://bit.ly/PYrv8k
Un poema de Wendell Berry, http://bit.ly/Qmlyjl

domingo, 23 de septiembre de 2012

Conversación con Arahal


Pepe Luis me llama desde su hotel granadino para preguntarme los datos de los parientes que nos quedan en Arahal. Según me deja dicho en la grabadora de mi teléfono, necesita la información porque planea hacer una visita a la casa de aquellos Fernández sevillanos de los que tanto hemos hablado. Como todos los años por estas fechas, el hermano de mi padre que vive en Australia pasa unos días en España. 
Por una llamada anterior sé que estuvo en la isla de Ibiza, pero no en la zona turística en la que vacacionan los ingleses —según me aclaró con la agudeza entusiasta de sus mejores descubrimientos— sino en una hermosa zona de casas rurales. Luego estuvo en Valencia y Alicante. Todavía antes de viajar a Asturias, a donde nunca deja de ir en su paso por la Península, ha decidido volver a ver algunos lugares andaluces. Hoy, por ejemplo, estuvo en La Alhambra y visitó el Patio de los Leones, reabierto al público después de más de diez años de restauración.
Le escribo lo que tengo: el nombre de una prima de mi abuelo que hace seis años era la última sobreviviente de aquella familia, una solterona que había rebasado los ochenta años y que vivía sola y sin parientes visibles. También le copio la dirección de la fantástica casa, ubicada en el arranque de la antigua carretera a Morón, dotada de dos patios, pozo, aljibe y soberados que tuve la fortuna de visitar en un par de ocasiones entre 2005 y 2006.
Sin embargo, y se lo digo a Pepe Luis, me parece que es muy posible que Carmen Fernández —que es como se llamaba aquella mujer— ya haya muerto, cosa que pienso no tanto por los noventa años que debería de tener a estas alturas sino porque hace más de un lustro, por los días en que conviví con ella, estaba ya muy desorientada. Aunque me recibió en su casa, hablé interminablemente con ella y paseé de su brazo por las calles del pueblo, me temo que nunca supo con exactitud quién era yo ni de dónde venía. 
Se despistaba con facilidad y su plática giraba en torno a dos o tres asuntos recurrentes e idénticos. Por eso le digo a mi tío que debería de buscar más bien a la hija de unos vecinos de nuestros parientes, y sobre todo quizás a su marido, nada menos que el cronista oficial de El Arahal, una agradable pareja con la que hice amistad en mi paso por el pueblo.
Y le ofrezco la nota que motiva este post. Es la página de un cuaderno de mayo de 2005 en la que, nada más colgar, escribí el contenido de la primera llamada telefónica que hice desde Asturias a aquella anciana prima hermana de mi abuelo. Eso ocurrió poco después de localizar su dirección e intercambiar con ella un par de cartas, siguiendo la pista que alguien me dio en Cabrales. 
El apunte da cuenta de las primeras noticias que obtuve de aquellos misteriosos norteños trasplantados a la luz de la campiña sevillana, con perfecto apego a lo que oí de su última sobreviviente en esa conversación. Para otra vez quedará el relato de las dos visitas que le hice y mis aventuras en El Arahal. Naturalmente, dedico esta entrada de Siglo en la brisa a Pepe Luis, invaluable interlocutor de estas minucias biográficas, a quien por cierto ya he pedido las observaciones y las imágenes que haga él mismo esta semana para una entrega futura de este blog.

Conversación con Arahal (nota del 13 de mayo de 2005)
Cerca de las ocho de la noche del 13 de mayo hablé durante media hora por teléfono desde Asturias con Carmen Fernández Romero, prima carnal de mi abuelo Santos. Es hija de Pedro Fernández Berridi, tío de mi abuelo, y Amparo Romero Peñaloza. Tiene 83 años y vive en El Arahal, Sevilla, en la casa paterna. 
Cerrado acento andaluz. Un deje, no puedo evitarlo, que me suena antillano. Las finales de los plurales elididos. Vive sola, me cuenta, en esa casa inmensa. La acompañan algunas mujeres, dice, de día y de noche, sobre todo de noche que es cuando más lo necesita. Sólo va a misa, pero ahora ni siquiera eso porque está algo mala: tiene “un poquito de asúca en la sangre”, por lo que va al médico a Sevilla. No, no está lejos Sevilla, no puede decirme los kilómetros pero no está lejos. 
Fueron seis hermanos: cuatro hombres que se llamaban Antonio, Manuel, Pepe y Ángel, y dos “hembras”, dice, que se llamaban Carmen y Amparo. Sólo se casaron Antonio y Pepe, con muchachas de allí mismo, de Arahal, pero no tuvieron hijos. Ninguno. Y ahora que todos se han muerto, ella está sola. No, no tiene quien le haga compañía. Tuvieron, dice, muy mala suerte al no tener hijos.
Le pregunto que si estuvieron muchos años casados sus hermanos y me contesta que sí. Se refiere con especial cariño a Ángel; de Ángel habla un par de veces: “era un ángel, tenía ángel y era un santo”. Trabajaba, dice, empleado de un almacén de aceitunas, “en el escritorio”. Varias veces me repite que en el escritorio. También repite que todos han muerto, menos ella. Murió Amparo y a los tres meses murió Manolo y al año siguiente Ángel. Todos murieron en unos pocos años. Le queda sólo una prima del lado de su madre, también soltera.
Su padre se llamaba Pedro y era de Asturias. Fue a Sevilla y se empleó en el negocio, una tienda grande de la que no puede decirme el nombre, de un tío suyo, cree que del lado Fernández, que era soltero. Al morir el tío, le dejó la tienda. Cuando le pregunto si su padre era cojo como sus dos hermanos me dice que no, que era muy guapo. “¡Tenía una bigotito!” Y añade: “A última hora se lo quitó”. Su madre tenía dos hermanas, solteras, con las que ellos crecieron. Dice: “Ellas nos han criado”. Nunca nadie vino a verlos de Asturias, menos Pepa [se refiere a Pepina Mier, prima de Santos a lo que yo había tratado brevemente antes de su muerte en un asilo en Cangas de Onís]. 
Ella sí que fue varias veces y era alegre y cariñosa. Todos los demás por los que le pregunto no sabe ni quiénes son. Le digo que en el pueblo le queda un primo carnal, Enriquín el de la Tía Arsenia, pero ella me interrumpe y me dice que nunca fue por allí. Cree que su padre no tenía mala relación con su propio padre pero nunca volvió por allá.
Me pregunta una y otra vez si estoy solo. Que dónde vivo. Que si tengo hermanas. Se ríe cuando le pregunto si tiene los ojos claros de todos los Fernández. Sí, los tiene. Todos tenían los ojos claros, menos Manolo y Pepe, añade. Le pregunto si tiene fotos y me dice que sí pero que no quiere “soltarlas”. 
Yo le digo que yo sólo querría verlas. Luego se queja porque dice que está sola y cuando se muera no va a tener a quién dejárselas. Dice que tiene fotos de su padre, joven. Le digo que algún día iré a verla. Le ofrezco mi número telefónico pero no hace nada por coger un lápiz por lo que entiendo, y le digo, que ya le mandaré mi número por carta y ella me dice que sí, que por carta.
No, nunca estuvo en Asturias. Cuando le pregunto por Asiego [Asiego de Cabrales, quiero decir, el pueblo donde nacieron su padre y mi abuelo] me parece que no me entiende, al grado de que tengo la impresión de que nunca ha oído esa palabra. En cambio insiste en que está sola, que no tiene a nadie, salvo una amiga que se llama Consuelo, que tiene varios hijos pero que está mala. Viven en la misma calle.
Así que soltero yo también. Vuelve a preguntarme si estoy solo. Le digo que sí pero que me siento bien. Me temo que siente de lástima de mí. Dice que me debo arreglar solo. Yo insisto en que estoy bien. Y ella, insiste a su vez, está sola. “Sola”, vuelve a decir, “sola y esto está tan lejos”. Lejos, yo le pregunto, ¿de qué? Ella no responde.

_____________________________
Las fotos que ilustran este artículo las hice en mis dos visitas a El Arahal, Sevilla, la primera de ellas los últimos días de 2005 y la segunda en abril de 2006. La de Enriquín el de la Tía Arsenia es de abril de 2005, y fue tomada en su Asiego de Cabrales natal. También de ese año es mi autorretrato en el atrio de la Mezquita de Córdoba.

El cronista oficial de El Arahal se llama Antonio Nieto Vega. En la segunda de mis estancias sevillanas se ofreció a servirme de guía para conocer Carmona y Osuna. El retrato que publico de él se lo hice en la Necrópolis romana que está a las afueras de la primera de esas ciudades. 

La niña que aparece destacada de la foto del grupo de los hermanos Fernández Romero, es Carmen.

Más sobre Asturias en este blog:
Autógrafos remotos, http://bit.ly/UHfZ3d
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8
Alfonso Camín en el Campo San Francisco, http://bit.ly/IRN4qV
La calle Paraíso de Oviedo, http://bit.ly/rRi3Cu

domingo, 16 de septiembre de 2012

Luis Mario Schneider


A finales de 1989, Luis Mario Schneider y Sofía Urrutia me pidieron una plaquette para los Cuadernos de Malinalco, la serie de pequeños cuadernos que estaban planeando por entonces. Yo tenía veinticinco años, era becario del Centro Mexicano de Escritores y nunca había publicado mis poemas, no al menos reunidos en una sola entrega editorial. 
A Sofía me la había presentado Gonzalo Celorio. Con Luis Mario las cosas ocurrieron de otra manera. Un par de años antes, cenando una noche con un amigo en la Fonda Santa Anita de Insurgentes, llegó al restaurante un nutrido grupo de maestros universitarios que ocupó una mesa alargada, cerca de la puerta. Al poco rato, cuando nos levantamos para irnos, mi amigo se acercó a saludar a uno de ellos, creo que José Pascual Buxó. Yo llevaba ejemplares de Alejandría, la revista que por esa época hacía con algunos compañeros de la Facultad, por lo que aproveché para repartirla entre aquellos académicos. Luis Mario Schneider reaccionó de una manera distinta a todos los demás y desde el primer instante se presentó a mis ojos como siempre lo vi: un hombre particularmente accesible, de aguda inteligencia y verdadera generosidad. 
Aunque nunca lo había visto en persona, yo estaba bien al tanto del trabajo de aquel investigador de origen argentino que se había especializado en la literatura mexicana del siglo XX, y para entonces en mi biblioteca ya estaban algunos de sus libros: México y el surrealismo (Arte y libros, 1978), El Estridentismo (UNAM, 1985), incluso su novela La resurrección de Clotilde Goñi (Joaquín Mortiz, 1977)… Más tarde, se uniría a ellos su precioso Álbum de López Velarde (varios editores, segunda edición corregida, 2000), hecho en colaboración con Elisa García Barragán. Luis Mario hojeó la revista con nerviosismo característico y a continuación, con su inolvidable sonrisa, lanzó su primer ofrecimiento: nada menos que unos dibujos inéditos de Xavier Villaurrutia para ilustrar un número próximo de la revista. No le importó que Alejandría se hiciera a máquina de escribir y todo su aspecto no fuera sino el de una publicación amateur.
Nunca conocí otro Luis Mario que aquel hombre luminoso del primer encuentro. Lo visité en algunas ocasiones en Malinalco y hasta dormí alguna noche acompañado de una amiga en su casa, junto a aquella fabulosa biblioteca que los devotos que iban rumbo a Chalma confundían con una capilla y que tal como exigía el espíritu de peregrinación que los animaba, le pedían permiso para entrar a rezar en ella. 
En otra ocasión pasamos la tarde bebiendo en una de las cantinas del pueblo. Al final, el dueño del bar echó la cortina metálica y seguimos bebiendo a puerta cerrada, acompañados de unos quince o veinte vecinos, gente modesta y de oficios humildes con los que el prestigioso especialista literario se trataba con perfecta naturalidad. Como avanzara la noche, el cantinero no tuvo otra que echarnos a la calle, desde luego que con el respeto que unánimemente se le tenía al doctor Schneider en todos los rincones de Malinalco. Luis Mario invitó entonces a la concurrencia a tomar una última copa en su casa, y hasta allá fuimos, como peregrinos en medio de una noche que por un detalle que no viene a cuento recuerdo con toda certeza que estaba magníficamente estrellada.
Lo frecuenté, en cambio, muy poco en sus años finales y me entristeció muchísimo su muerte a los sesenta y ocho años en 1999. Con el tiempo, se recrudeció aquella tristeza cuando cayó en mis manos una novela en la que me pareció reconocer su caricatura. Un amigo melómano que también la leyó me dice que el contenido especializado de la narración, en la que se sustituye el mundo de la literatura por el de la música convirtiendo en intérpretes ejecutantes a los personajes que en la vida real eran gente de letras, no está exento de pifias y errores. La novela está planteada como una espiral que se va cerrando sobre el protagonista, me temo que un trasunto de Luis Mario que pontifica sobre música bebiendo whiskey en un sillón. Al final, cuando el lector espera —y en cierto sentido, desea— que la narradora acabe destruyéndolo, tal como viene anunciando de manera reiterativa y concéntrica, el texto pierde fuerza y se desinfla, como si a pesar de todo el personaje acabara siendo más poderoso que ella.
Unos diez años antes de su muerte, a finales de 1989, Luis Mario me pidió unos poemas para la colección de plaquettes que acababa de fundar con Sofía Urrutia. Nunca agradeceré suficientemente aquella petición, que me hizo reunir por vez primera algunos de mis textos para ser publicados, un momento importante en la vida de cualquier escritor. El cuaderno vio la luz en agosto de 1990 bajo el título de El ciclismo y los clásicos. Mi idea original era titularlo simplemente Poemas, palabra a la cual iba a añadir los años de 1986-1989, que eran los de su escritura, todo muy eficiente y escueto. Sin embargo alguien me convenció de aprovechar la ocasión para encontrar un mejor título. A los pocos días recordé algo que había leído en una publicación comercial española, de aquellas que al final tienen una sección de contactos entre particulares: en la descripción que una chava hacía de sí misma, así como otros se referían a los viajes o la comida, la fotografía o la filatelia, a la playa o el jazz, afirmaba que sus aficiones eran “el ciclismo y los clásicos”, sin ofrecer otros detalles ni especificar nada más. Naturalmente, quería decir cosas como que era seguidora de los grandes ciclistas europeos o del Tour de Francia, igual que tantos otros españoles a quienes les fascina ese deporte, y por el otro lado quizás de la obra de músicos como Beethoven o Mozart. A mí la frase me llevó largamente por otros rumbos. 
De entrada me provocó esa felicidad que con relativa frecuencia nos prodiga el habla coloquial, sea dicha o escrita, cuando cristaliza en frases afortunadas. También, desde luego, por la repetición, en dos palabras contrapuestas con eficacia —el “ciclismo” como una actividad específica contra la vaguedad de los “clásicos”—, de los sonidos del grupo consonántico “cl” antecediendo a una sílaba tónica. 
Por último, porque me pareció que los conceptos que se ponían en juego con aquel contraste en apariencia trivial describían algo que estaba en los poemas. Por aquellos años se hablaba de la muerte de las vanguardias y se hacía referencia al final de los “ismos”, por lo que me tentó al idea de participar yo mismo en la discusión un poco en burla con la propuesta de un ismo de siempre, acaso el más simpático y noble de todos, el que está en la palabra “ciclismo”. Pero el ciclismo ofrecía algo más: recordaba todo aquello que se daba por ciclos, al revés de lo que sucede con lo que está más allá de las vueltas del tiempo, es decir todo aquello que consideramos como clásico.
Si estos días he recordado con agradecimiento a Luis Mario Schneider y a Sofía Urritia es porque acaba de salir una nueva edición de El ciclismo y los clásicos, esta vez en la colección Fervores de la editorial Parentalia que dirige otro hombre generoso y amable, Miguel Ángel de la Calleja, poeta él mismo, maestro universitario y especialista en la literatura virreinal y del Siglo de Oro. Pienso que Luis Mario estaría de acuerdo en que los más de veinte años que han pasado de una edición de 350 ejemplares que prácticamente nadie vio, bien justifican su reaparición editorial. Ya habrá tiempo de destripar el pequeño librito y hasta de reproducir lo que algunos amigos dijeron de él.

______________________________
Las fotos de Luis Mario Schneider que aparecen en este post pertenecen al archivo de la doctora Elisa García Barragán, a quien doy cumplidamente las gracias por su préstamo. Según me explica ella misma, en la primera de ellas Luis Mario aparece retratado en San Luis Potosí por los días en que ambos estudiosos realizaban la investigación para su libro sobre López Velarde. La segunda, en la que aparece con su perro, fue tomada en Malinalco. A la izquierda de estas líneas, La resurrección de Clotilde Goñi. La imagen que ilustra la portada es de Francisco Toledo.

El retrato de Miguel Ángel de la Calleja lo hice yo mismo el día que me entregó los primeros ejemplares de la nueva edición de mi plaquette.

Luis Mario Schneider según su amigo el poeta León Guillermo Gutiérrez, http://bit.ly/S2ddFh
Luis Mario Schneider según el académico Adolfo Castañón, http://bit.ly/QeCf0d

Un esquema de su archivo personal, parte importante de su legado, puede verse en http://bit.ly/RfPeOs

Más sobre El ciclismo y los clásicos en este blog:
Cinco poemas comentados: http://bit.ly/NwnEzY
Dos poemas más: http://bit.ly/Ucscgb

domingo, 9 de septiembre de 2012

Un año de Yamita Monogatari


Una de las infinitas felicidades que me ha proporcionado nuestra convivencia de todos los días es que ha servido de modelo para mis ocios fotográficos. Yamita cumplió esta semana un año, lo que me da motivo para publicar una pequeña selección de las imágenes que he reunido de ella. Para otra vez quedará el relato pormenorizado de nuestra relación y las muchas observaciones que he hecho durante este tiempo. Las publico en el orden contrario a como las tomé: de esa forma, quien les eche un vistazo conocerá cómo es la gatita el día de hoy y poco a poco presenciará su rejuvenecimiento hasta alcanzar el aspecto que tenía cuando la vi por primera vez. (La última escala de este viaje a la semilla, por cierto, no es una foto sino algo más expresivo y conmovedor.) A lo largo de los últimos meses he tenido visibles algunas de estas fotos, ya sea como fondo de pantalla en mi computadora o como entradas en mi página de Facebook, así que publicarlas en conjunto es una manera de hacer un recuento de mi último año desde una perspectiva muy particular. Dedico este post a Fernanda y José Santos, en cuya casa nació Yamita en una camada de seis gatos el 3 de septiembre de 2011 —él fue quien la bautizó con ese nombre debido a la pequeña llama de color anaranjado que tiene en la frente—. Seis semanas después, la pusieron en mis manos. También, a Florencia Molfino, quien la trajo a mi casa entre las suyas, envuelta en un trapo de cocina, el tercer domingo de octubre del año pasado.







(Para ver el video, pulsa el signo de play)
________________________
Más sobre gatos en este blog:
Textos felinos, http://bit.ly/rJPY3s
Nagara, el gato de Octavio Paz,http://bit.ly/9BeKvm
El Maestro, http://bit.ly/P581fq


domingo, 2 de septiembre de 2012

Un poema de Wendell Berry


Tanto me gusta el poema que ahora que he vuelto a encontrármelo, como siempre buscando otra cosa, no he resistido la tentación de compartirlo con los lectores de Siglo en la brisa. Lo descubrí con mi amigo Xavier Pascual Aguilar hace poco más de veinte años, cuando pasábamos un par de semestres como profesores adjuntos del Departamento de Letras Modernas de la Universidad de Bucknell. 
¿Dónde lo vi por primera vez? Estoy casi seguro de que fue en uno de aquellos carteles que hacía el diseñador puertorriqueño Arnaldo José López, llenos de motivos prehispánicos y en papeles de diversas texturas y colores, que de cuando en cuando aparecían discretamente en las paredes de los edificios del campus. (Creo que si excavara un rato en mis archivos en la dirección correcta probablemente hasta daría con un ejemplar.) De inmediato le propuse a Xavi que lo tradujéramos para publicarlo en Milenio. Para reforzar la entrega, decidimos incluir la traducción de dos pequeños textos más de Wendell Berry que quizás aparecían también en el cartel del Arnaldo, un par fragmentos de sus “Oraciones y dichos del granjero loco” (“Prayers and Sayings of the Mad Farmer", del libro Farming: A Hand Book, de 1970). Los copio aquí a manera de preparación:

III
Si un hombre considera necesario comer basura,
debe resistir la tentación de considerarlo una delicadeza.

If a man finds it necessary to eat garbage, he should resist the
temptation to call it a delicacy.

IV
No pidas que la lluvia se detenga.
Pide buena suerte en la pesca
cuando el río está crecido.

Don’t pray for the rain to stop.
Pray for good luck fishing
when the river floods.

Cuando nos disponíamos a mandar las traducciones a México, pensamos que quien debía presentar al poeta era quien nos lo había presentado a nosotros, así que le pedimos a Arnaldo que escribiera una pequeña nota introductoria. 
Los fragmentos, el poema y la nota aparecieron en el número 9 de Milenio (mayo-junio de 1992), el penúltimo de aquella publicación que estaba a sólo seis meses de convertirse en Viceversa. Esta semana le escribí a nuestro viejo amigo puertorriqueño —avecinado desde hace largos años en Nueva York—, pidiéndole que revisara su nota de dos décadas atrás. Esto fue lo que me contestó:




"Querido Fernando: Me parece que guardo intacta la emoción de ver estos poemas traducidos al español en las páginas de tu revista. Recuerdo que me deslumbró la mudanza por lo bien lograda. Perduraba la voz del poeta, su humor y ternura, sus temas importantes: amor, disciplina, comunidad, matrimonio, el trabajo de la tierra. La obra de Wendell Berry ha crecido desde entonces pero sigue siendo todo eso y sus lealtades son constantes. Con los años aviva su denuncia contra la industrialización y el capitalismo acelerado, redobla su compromiso con la vivencia rural y la conservación, ahínca su fe en el balance y la gracia de un lugar y de la gente que lo habita. 
El lugar es Port Royal, un pueblito minúsculo en Henry County, Kentucky, cerca de la casa de sus padres y de la de sus abuelos. Ahí reside y trabaja junto a su esposa, Tanya Amyx Berry, desde 1964. De ahí salen sus veintitantos libros de poesía, dieciséis de ensayo y otra docena de novelas y libros de cuentos. Ahí reconectan los Berry con lo mejor de una tradición religiosa y púlpito bautista. Ahí crece su promulgada adhesión a la agricultura orgánica y sostenible. El año pasado establecieron un nuevo centro de investigación, estudio y fomento agrícola para la zona. No se cansan de imaginar otra época por venir. Yo se los aplaudo. Un fuerte abrazo. -Arnaldo".

Si Arnaldo piensa que la traducción de los textos está conseguida, me parece que eso se debe en gran parte a que pasan sin mayores problemas al español. El poema, por ejemplo, sin dejar de ser profundo, está resuelto con un trazo extraordinariamente sencillo, que se traduce con gran facilidad. Es fascinante la manera en la que transmite, también en nuestra lengua, ese ir y venir propio del baile, acentuando la logradísima comparación entre la danza y el amor —en los que el cambio, la rotación, la flexibilidad e incluso los otros que bailan, como parte del todo al que pertenecen los amantes, juegan un papel trascendental—. Eso se debe, desde luego, a lo que dicen sus versos pero también a la manera en la están dispuestos, con encantadores cortes y encabalgamientos que se mantienen incluso entre las estrofas. ¿Qué decir de los preciosos versos finales: “Y te amo / como amo al baile que te distingue / de la multitud / en la que vienes y vas”? Aquí, la traducción del poema. Quien prefiera conocerlo primero en persona, vaya al original —que reproduzco más abajo.

El baile
Wendell Berry
(Traducción de Xavier Pascual Aguilar y FF)

Yo haría a cada pareja girar,
unir y desunirse, perderse
en el gran giro
de las otras parejas, tejidas
en el círculo del baile,
mientras la canción antigua fluye

sobre ellas, para que entonces puedan volver,
girar de nuevo sobre sí mismas
por un deseo mayor que el suyo propio,
perteneciendo a todos, a cada uno,
al baile, a la canción
que los mueve a través de la noche.

¿Qué es la fidelidad? ¿En qué
se fundamenta? ¿El punto
de partida, o el camino sinuoso
que es partida y ausencia
y el camino a casa? Lo que somos
y lo que fuimos una vez

ya no se pertenecen. Para aquellos
que no cambian, el tiempo
es infidelidad. Pero nosotros estamos casados
hasta la muerte y estamos prometidos
al cambio. En silencio, así,
aprendo mi canción. Gano

mis campos soleados con ausencia, una vez
y para lo que venga. Y te amo
como amo al baile que te distingue
de la multitud
en la que vienes y vas.
El amor cambia y en el cambio está lo verdadero.

De La Rueda (1982)


The Dance 
I would have each couple turn,
join and unjoin, be lost
in the greater turning
of other couples, woven
in the circle of a dance,
the song of long time flowing

over them, so they may return,
turn again in to themselves
out of desire greater than their own,
belonging to all, to each,
to the dance, and to the song
that moves them through the night.

What is fidelity? To what
does it hold? The point
of departure and absence
and the way home? What we are
and what we were once

are far estranged. For those
who would not change, time
is infidelity. But we are married
until death, and are betrothed
to change. By silence so,
I learn my song. I earn

my sunny fields by absence, once
and to come. And I love you
out of the multitude
in which you come and go.
Love changes, and in change is true.

De The Wheel (1982)

_______________________
Gracias a Arnaldo José López también por revisar los poemas que aparecen en este post en el libro New Collected Poems de Wendell Berry (Counterpoint, Berkeley, 2012).

Ignoro quiénes son los autores de los retratos de Berry que reproduzco en esta entrada. El primero lo tomo prestado del blog My Unquiet Heart, http://bit.ly/PNwrz0; el segundo, en el que aparece con su esposa Tanya, de Who Am I? Who Are You?, http://bit.ly/S9Elo3



La foto en la que abrazo a Xavier Pascual Aguilar es de 1992; la de Arnaldo es reciente y la he copiado de su página de Facebook.

Más poemas preferidos en este blog:
 “¿Serás amor un largo adiós…” de Pedro Salinas, http://bit.ly/waOQiL
“Boscán tarde llegamos. ¿Hay posada?” de Lope de Vega, http://bit.ly/9ZpQ2U
“El viaje definitivo” de Juan Ramón Jiménez, http://bit.ly/aoVJM3
 El terceto más vertiginoso de la poesía en español, de Andrés Fernández de Andrada, http://bit.ly/9xgKZQ
“No a todo alcanza amor” de Macedonio Fernández, http://bit.ly/wZS9zU
Trilce, XXXIV, de César Vallejo, http://bit.ly/PYrv8k