domingo, 27 de mayo de 2012

Autógrafos remotos


La semana pasada conté en este espacio que los antepasados más antiguos de los que conozco por lo menos el nombre se llamaban Aparicio y Ventura. Además de que vivieron y murieron en Cabrales en el siglo XVIII, y de que uno de ellos era vasco, no sé nada más. Hace unos días, revisando las actas de nacimiento de algunos de sus descendientes, di con las firmas de los antepasados más viejos de los que conozco por lo menos la letra. Si los tres nacieron en Asiego, sus nombres autógrafos aparecen en las actas de nacimiento de sus respectivos hijos, conservados en el Registro Civil de Carreña desde primeros años del siglo pasado. Del primero, Vicente Fernández, me viene el apellido paterno. 
Santos y Ángel Bueno, los otros dos, eran hermanos y aunque parezca increíble todavía emparentaron un grado más: el hijo de uno se casó con la hija del otro. A continuación reproduzco las firmas de aquellos tatarabuelos rescatadas de los documentos centenarios que localizó y fotocopió Pepe Luis, el hermano de mi padre que vive en Australia, seguidas de todo lo que he conseguido averiguar de cada uno de ellos.

Vicente Fernández Niembro
Según un poema satírico escrito probablemente en Argentina en 1920, conocido como la Trova de Asiego, sé que fue el hombre de mayor hacienda en el pueblo y uno de los más influyentes de la comarca durante el primer cuarto del siglo XX. El mismo documento confirma lo que oí en algunas ocasiones: era irascible y los enojos podían durarle toda la vida. Tuvo siete hijos: tres hombres y cuatro mujeres. 
La relación con los hombres fue pésima: por motivos que desconozco pero que parecen contradecir las costumbres locales, el primogénito se fue de Cabrales y acabó estableciéndose en un pueblo andaluz. A los dos que seguían, que padecían una cojera congénita, los despreció por faltarles la fuerza para los trabajos del campo. Para dar una idea de su carácter y su físico, se contaba que antes de acostarse bebía el aceite en el que habían freído los chorizos de la cena. También, que una noche, cuando volvía de la ería de Rijabar, donde fabricaba la mejor sidra de la región, se enfrentó con unos lobos que prefirieron dar media vuelta y huir.


Santos Bueno Prieto
Fue uno de los hombres más longevos de su tiempo, al menos de la zona de los pueblos bajos de Cabrales, lo que se deduce de una anécdota referida por uno de sus nietos: una vez fue solicitado su testimonio para zanjar una discusión que enfrentaba a los pueblos de Carreña y Arenas de Cabrales sobre el lugar donde se había celebrado el mercado en los tiempos más remotos. 
Sin embargo, la muerte lo asedió durante toda su larga vida: dos de sus hijos murieron jóvenes, uno al volver de México, donde había enfermado, y el otro resbalándose por un precipicio la víspera de un día de San Roque. Poco después enviudó. La muerte de una hija y una nuera dejó huérfanos a la mayoría de sus nietos. Es el único de mis tatarabuelos de Cabrales del que conozco un retrato, que copio al lado de estas líneas. Falleció a los 88 años, un día de 1938 en que se peleaba crudamente en Teruel. Fumó la noche anterior.

Ángel Bueno Prieto
De joven se relacionó con una mujer llamada Lela, a la que dejó embarazada. Su primera reacción fue rehuir el compromiso y abandonar Asiego con el pretexto de hacer el servicio militar. Cuando volvió y fue a ofrecer su nombre a la niña nacida de aquel noviazgo, le dijeron que podía irse por donde había venido. Poco después se casó con una mujer de una familia acomodada de Carreña con la que tuvo una sola hija. 
Ésta, llamada Florentina, viajó para casarse con su primo Fernando Bueno a México, donde murió de fiebre puerperal después de dar a luz a su tercer hijo. Un día, afeitándose, se hizo un corte en la cara que no atendió; poco después le herida se infectó y la carne fue descomponiéndose al grado de desfigurarle el rostro. Pasó los últimos años de su vida llevando un saco en la cabeza, al que hizo un par de hoyos para asomar los ojos, y una vara de avellano para espantar a las moscas que lo perseguían día y noche enloquecidas por la fea materia, como queriéndoselo comer.

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Más sobre Asturias en este blog:
Árbol genealógico, http://bit.ly/KOKiw8
Alfonso Camín en el Campo San Francisco, http://bit.ly/IRN4qV
La calle Paraíso de Oviedo, http://bit.ly/rRi3Cu
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domingo, 20 de mayo de 2012

Árbol genealógico

El libro Cabrales, de Vicente Fernández Posada, ensaya una recuperación de aspectos históricos y heráldicos del concejo asturiano del que proviene mi familia paterna, tomando como punto de partida una trova satírica escrita en México en el siglo XVIII. En el volumen, una amplia colección de nombres y árboles genealógicos, no hay rastro de mis antepasados. 
Labradores, hijos y nietos de labradores como tantos otros, es natural que sus pequeñas biografías, por apasionadas y nuestras que hayan sido, no tengan ninguna relevancia en la historia de la comarca. Hasta finales del siglo XIX y la llamada masiva de la emigración, ninguno destacó entre ellos como para figurar en un libro de esta naturaleza. Que yo sepa, y lo que sé proviene de Pepe Luis, el hermano de mi padre que vive en Australia, que durante un tiempo investigó el asunto, el primero en estar en tierras americanas fue el padre de un tatarabuelo. Y los últimos, quitando a dos tíos abuelos que acabaron volviendo a Asturias, y a mi abuelo, que murió en México, fueron mis dos bisabuelos de Cabrales. Si uno de ellos estuvo en América de manera fugaz, el otro vivió en México casi cuarenta años.
A finales de 2004, poco después de que Lola me regalara un ejemplar del libro, un robusto volumen editado por la Consejería de Cultura del Principado de Asturias casi una década antes, me propuse buscar a su autor. Mi propósito era preguntarle si tenía noticia de alguno de los dos personajes, cosa bastante posible en una pequeña región en la que todo el mundo se conoce, con más razón porque ambos ocuparon un lugar destacado en la vida de la comarca: el primero de ellos, Aquilino Fernández Berridi, fue maestro de escuela de varios pueblos de Cabrales durante veinticinco años; el segundo, Fernando Bueno Díaz, nada más volver de México, se convirtió en uno de sus mayores terratenientes. ¿Era perceptible desde su perspectiva el papel de cualquiera de ellos en algún aspecto de la vida del concejo de la primera mitad del siglo XX? ¿Oyó siquiera de pasada alguna cosa de alguno de los dos?
Un par de llamadas bastaron para conseguir su teléfono y unos días más tarde me vi en la sala de su departamento en Gijón. Hacia 2005, Vicente Fernández Posada era un hombre calvo que debía de andar por los cuarenta y cinco años. Aquí y allá, alrededor de nosotros, posados en el suelo, sobre un armario y encima de un escritorio, había pilas de papel en forma de volúmenes independientes, como si fueran libros de buen tamaño que estuvieran sin encuadernar. Sumergido en la investigación de Pepe Luis, que le puse delante, ni siquiera escuchó mis preguntas. En cambio, me dijo que se situaba perfectamente en los datos que leía en ella. Fue y sacó del armario un volumen, idéntico a los otros, que abrió y cerró por cierta página y volvió a abrir y a cerrar por una de más allá. Estaba buscando, añadió al cabo de un rato de concentrado silencio, dos nombres que pescó en mis papeles y que le sonaron especialmente: los hermanos Santos y Ángel Bueno Prieto. Uno estaba; el otro, no. “Debe faltar una página”, concluyó.
Ahora no lo recuerdo pero quizás llegué tarde a la cita, seguramente cerca de la hora de la cena, porque me pareció que Vicente no disponía de mucho tiempo. De la cocina llegaba un intenso y delicioso olor a chorizo friéndose. Quizás para no alargar el encuentro me pidió que le mandara, por correo postal porque no tenía computadora ni se comunicaba de ninguna otra manera, copia de las conclusiones de Pepe Luis. Por esa misma vía, me dijo, me devolvería mi árbol genealógico. No había ido a verlo para solicitarle nada parecido, pero ya que me lo ofrecía no podía decirle que no. Experto en ese género de trabajos, de pronto me pareció que la sala de su casa era una especie de vivero de frondas impresas. La mano áspera que me ofreció para despedirme era más la de un jardinero de plantas de gran tamaño que la de un investigador de árboles de papel.
Al día siguiente le envié la información de que disponía y unas dos semanas después me llegó su respuesta. Un verdadero banquete: una hoja de tamaño considerable, dibujada tanto como escrita, con nombres en tinta azul y roja. Los apellidos Fernández y Bueno, motivo del rastreo, aparecen destacados con marcador amarillo conforme se despliegan en ramas ascendentes. Si el punto de arranque son mis abuelos paternos, Santos Fernández Bueno y Fernanda Bueno Bueno, las ramificaciones conducen a una serie de nombres fantasmales para mí: Franciscos y Marías, Juanas y Catalinas, Melchores y Tomases… Y apellidos, muchos apellidos, que no estaban ni de lejos en el acercamiento de Pepe Luis: Ordóñez, Sánchez, Rodríguez, De la Torre, De la Bárcena, Pérez, De Intriago, De Ruenes…
El Berridi más antiguo se llama, con cierta lógica, Aparicio; es vasco, de Guipúzcoa, y el asentamiento en el que aparece en Cabrales es El Escobal, en la punta norte del concejo: un hijo suyo se casó con una cabraliega llamada Dominga. Por su parte, el Fernández más lejano es un Juan del que sólo sabemos que era padre de un remoto Pedro, nacido en Sotres de Cabrales, que ya tenía localizado Pepe Luis. En Sotres, me dice Vicente, no ha sobrevivido archivo así que la cosa de ese lado muere allí.
En el documento veo también de dónde me viene el nombre de Santos, que yo mismo llevo, en recuerdo de mi abuelo. Hay que ir al tiempo de la Trova: nada menos que la bisabuela de un tatarabuelo, nacida en Asiego en 1741, se llamaba María de Todos los Santos. El suegro de aquella antediluviana tocaya mía resulta el primer Bueno de que da cuenta el árbol. Aquel hombre, de quien ya no es posible establecer la fecha de nacimiento, se llamaba Ventura. Así que mis antepasados más antiguos, de los que puedo saber siquiera el nombre, se llamaban Aparicio y Ventura. Considerando los tres siglos que van de ellos a mí, un par de nombres suficientemente significativos y explícitos.

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Más sobre Asturias en este blog:
“Ocios de 1946”, http://bit.ly/JImW1Q
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“El tejo de Bermiego”, http://bit.ly/9NE36k

Sobre las dos fotos antiguas: en la primera aparece Aquilino Fernández Berridi, quien fuera maestro de la escuela de Asiego durante poco más de veinte años. En el extremo de la derecha de la segunda de ellas, con boina y barba blanca, está mi tatarabuelo Santos Bueno Prieto, uno de los hombres más longevos de su tiempo. Los retratos de Pepe Luis conversando con su tío Florentino en Puertas de Cabrales, y de Santos Fernández Bueno asomado a la ventana en su casa de la ciudad de México en la última época de su vida, son de mi primo José Luis Fernández Tolhurst (http://bit.ly/JpQjpA). La foto que acompaña esta nota fue hecha en un lugar de la Amazonia peruana el primer día de 2008.

domingo, 13 de mayo de 2012

Textos para La Mujer Sin Sombra


Estos son los textos que escribí y dije antes de cada uno de los tres actos de la ópera de Richard Strauss que un equipo encabezado por Sergio Vela montó durante los pasados días en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. Tal como expliqué en este mismo espacio (“El Narrador”, http://bit.ly/JaCc0M), la idea era que sirvieran de prólogo a cada de una de las partes de una obra de trama famosamente compleja y enrevesada. 
Los comparto con los lectores de Siglo en la brisa esta noche, la de su cuarta y última representación, convencido de que su utilidad va más allá de la puesta en escena. Las imágenes que acompañan esta entrega las hice yo mismo, tras bambalinas, el martes pasado, mientras se desarrollaba la penúltima función.

Acto I
Había una vez un Emperador de buen corazón cuyo poder alcanzaba hasta la última playa de las más remota de las Islas del Sureste. Una madrugada, salió de cacería llevando en su brazo al Halcón Rojo, su ave predilecta. En la espesura, de pronto advirtió la presencia de una gacela, que suspendía la respiración atisbando el instante de la huida. Cuando el ave quiso herir a la gacela, ésta se transformó en una joven de hermosura resplandeciente, de una transparencia nunca vista entre mortales. Henchido de deseo humano por ella, el Emperador quiso detener a su Halcón lanzándole su puñal, y el ave salió volando, ensangrentada y ofendida.
La mujer sobrenatural resultó ser la hija de Keikobad, Señor de los Espíritus. Ella también fue víctima de una pasión vertiginosa, y en la confusión del primer encuentro perdió el talismán gracias al que podía convertirse a voluntad en gacela, en pez, en ave.
La unión de la doncella divina y el Emperador humano solamente podría aceptarse con una condición: la hija del Señor de los Espíritus debe engendrar hijos y por lo tanto proyectar la sombra que, como ser inmaterial, le es ajena; si al cabo de un año no lo consigue, será devuelta al mundo intangible de su padre y el Emperador de las Islas del Sureste recibirá un castigo ejemplar por su osadía: será irremediablemente convertido en piedra.
Un Mensajero de Keikobad llegará a las puertas del palacio imperial para advertir a la Nodriza de la Emperatriz que sólo faltan tres días para que se cumpla el plazo.
Esa misma mañana, sin enterarse de la visita del Mensajero, el Emperador saldrá en busca de su Halcón Rojo y anunciará que estará fuera precisamente tres días. Nada más alejarse, la Emperatriz se despertará de los sueños en los que evocaba sus pasadas metamorfosis, y el Halcón llegará entonces para recordarle la sentencia que ella había olvidado. A pesar de abominar de los seres humanos, la Nodriza deberá aceptar la petición de la hija de Keikobad para descender al mundo de los mortales, donde podrán conseguir la sombra que le es tan necesaria.
Para ello será elegida la casa de Barak, un humilde tintorero que vive con su esposa y sus tres hermanos. La esposa de Barak es una mujer insatisfecha y caprichosa, que tampoco ha sido madre a pesar de sus intentos por conseguirlo. La Nodriza supone que podrá convencerla de vender su sombra a cambio de riquezas y placeres sensuales. Sembrará la duda en el alma de aquella mujer y la separará de su marido; sin embargo, la aventura apenas habrá comenzado y tendrá inesperadas consecuencias.

Acto II
Sólo quedan tres días para que se agote el plazo y la sentencia se cumpla, a menos de que la Emperatriz consiga una sombra. La Mujer de Barak ha resistido los embates iniciales de la Nodriza pero ya desde la primera mañana sentirá el deseo de abandonar aquella triste casa en la que vive con su marido y sus tres cuñados tullidos y holgazanes. La Nodriza hará que aparezca un hermoso joven que la esposa del tintorero había visto en medio de una muchedumbre, aunque la imagen se disolverá en cuanto el tintorero vuelva del mercado con las manos llenas de comida y de bebida, y acompañado de todos los niños mendigos que ha encontrado en su camino a casa.
Esa noche, el Emperador, que por fin ha dado con el rastro de su Halcón Rojo, será conducido por el ave a la Halconera Imperial pero sufrirá una decepción al no encontrar a su amada señora en el pabellón de caza, en donde ella le había mandado decir que estaría. Manteniéndose oculto, verá llegar a la Emperatriz acompañada de su Nodriza y se dará cuenta de que han estado con mortales. Él, que ignora lo que sucede en el alma atribulada de su mujer y desconoce los términos de la sentencia, va a sentirse engañado por ella y se preguntará si debe matarla.
La mañana del segundo día, de nuevo en la casa del tintorero, la Nodriza dará de beber a Barak un somnífero para que su esposa vea de nuevo al hermoso Joven que la víspera hizo aparecer delante de sus ojos, pero al ir a tocarlo la mujer se asustará y correrá a despertar a su marido, que ni siquiera va a sospechar lo que está sucediendo a su alrededor.
Esa noche, en el pabellón de caza, la Emperatriz tendrá algunos sueños premonitorios y agitados, y comenzará a sentir remordimientos por los sucesos que la Nodriza ha desencadenado para complacerla.
Al día siguiente, el tercero y último del plazo, nuevamente en la casa de Barak, las cosas entre el tintorero y su esposa estarán a punto de alcanzar la violencia, cuando ella le diga que ha estado en brazos de otro hombre y que vendido su sombra a un precio espléndido. Barak querrá entonces matar a su mujer.
¡Ah de lo que vendrá a continuación! No quiero ni siquiera imaginarlo. El caos se precipitará sobre el mundo de los mortales sin que el cielo mismo parezca conmoverse. Y todo se derrumbará sin aparente remedio.

Acto III
Se venció el plazo anunciado por el Mensajero al final de la duodécima luna y el caos se precipitó sobre la casa del tintorero Barak. A partir de ahora, penetraremos en un mundo fabuloso en el que ya todo puede pasar. La primera visión, sin embargo, será todavía oscura: en una galería subterránea, el tintorero y su mujer estarán presos en cámaras contiguas, sin saberlo. La reclusión, la soledad y el silencio los harán entender el amor que se tienen, lo que les permitirá ascender hacia la luz.
La barca que llevará a bordo a la Emperatriz y la Nodriza va a detenerse frente a un Templo, en el que la hija de Keikobad reconocerá la casa de su padre. Presa de un ataque de miedo, la Nodriza le suplicará que no sigan pero la Emperatriz responderá que no tiene nada que temer y tomará la decisión de atravesar el umbral. La Nodriza será condenada a vivir para siempre entre los seres humanos. En los dominios del Señor de los Espíritus, la Emperatriz rogará a su padre que le revele cuál debe de ser su sitio entre los mortales. Ella vencerá la tentación de beber del agua de la vida para hacerse de la sombra de la Mujer de Barak y conseguir de esa manera que el Emperador, ya petrificado, recupere su apariencia de carne y hueso.
Entonces, en el momento en que pronuncie las palabras “¡no quiero!”, la hija de Keikobad va a proyectar una larga y bien definida y hermosísima sombra humana. El Emperador recuperará su apariencia y un torrente de voces de niños no nacidos se apresurará a descender como una lluvia imperiosa sobre los corazones bendecidos de las dos parejas.
Y así llegaremos a la última visión: en un ameno jardín, el Emperador y la Emperatriz, y Barak y su mujer han de encontrarse purificados por el sacrificio de la hija de Keikobad y escucharemos el canto sereno y gozoso de los niños no nacidos, celebrando su llegada a una fiesta en la que van a ser, al mismo tiempo, los anfitriones y los primeros invitados.

lunes, 7 de mayo de 2012

Ocios de 1946

Aunque el libro estaba en la pequeña biblioteca familiar, mi padre manifiesta su sorpresa cuando le hablo del hallazgo que he hecho entre sus páginas: una serie de cinco boletos de entrada a todo género de actividades de ocio en la ciudad asturiana de Gijón durante el otoño de 1946. 
Se trata de una edición argentina de El libro negro, la misma en la que leí por vez primera, hace más de veinte años, a Giovanni Papini. Si es cierto que el volumen estuvo desde siempre en mi casa, sólo lo leí cuando escuché a Arreola hablar con gran entusiasmo sobre el famoso autor de Gog. Lo raro es que no recuerdo que los boletos estuvieran entre sus páginas en el tiempo de mi lectura. Más raro aún es que la edición, que nunca conocí con forros, sea de 1952, lo que cancela la posibilidad de que el libro haya hecho el mismo viaje que su dueño de entonces y que los documentos hubieran estado desde el principio en él. 
Sospecho que algo tiene que ver Florentino en todo esto. El hermano de mi abuela (en la foto de la izquierda, poco antes de su muerte en 2007), que vivió treinta años en México, no perdonaba su paseo de los sábados por La Lagunilla, y creo que el libro pudo venir por ahí. ¿Algún paseo hecho por él y mi padre poco después de su llegada a México, cuando tío y sobrino compartían la recámara que daba a la calle en la casa de Orizaba 74? Mi hermano José María conserva la edición completa de los Episodios Nacionales que compraron juntos en uno de aquellos paseos, y yo tengo algunos ejemplares sueltos de un par de obras de Menéndez Pelayo que llegaron a la casa de esa misma forma.
Con todo, los boletos, que son de un partido de futbol, de la lucha libre y los toros, etc., no van para nada con el carácter particularmente modesto de mi viejo tío abuelo. De ninguna manera lo veo gastando su dinero en su esparcimiento. La actitud de aprovechar cuanta actividad se tiene a la mano me parece más bien revelar la condición de quien está de viaje. Aunque renuncio a saber cuándo llegaron los papeles al libro, esa apreciación y la fecha que aparece en uno de los documentos me permiten al menos aventurar una teoría sobre su origen.
1946 marca un momento significativo en la historia de mi familia paterna: mi abuelo, que en noviembre cumpliría cuarenta años, llevaba más de dos décadas en México y ya tenía cuatro de los seis hijos que acabó teniendo con su prima Fernanda. 
Sé con certeza que ese año decidió regalarse una buena temporada sabática en su Asturias natal. Entonces hizo lo que acostumbraban los emigrantes a los que les sonreía la fortuna: dejó sus asuntos en manos de algún conocido y abandonó México durante más de un año y medio. 
No es imposible que mi abuelo tuviera en mente estudiar las posibilidades de regresar definitivamente a la Península, pero la situación de España a mediados de los años cuarenta, cuando la guerra había acabado hacía no mucho, era todo menos propicia. No sólo porque el aire oliera todavía a sangre y a venganza, lo que me temo que era muy evidente en tierras asturianas, sino porque la economía era francamente precaria. Tengo alguna carta suya de aquel año, fechada ya en Asturias, en la que solicita a alguien en México ya no cosas como su coche —como hizo en cuanto llegó y se dio cuenta de lo caros que estaban los transportes—, sino otras tan básicas como azúcar. A mediados del año siguiente regresó, para siempre desengañado de la idea de volver a establecerse en España.
Así que bien puedo imaginármelo en 1946, dándose gusto en cuanta actividad de recreo pudiera ingeniarse, aunque en el gesto hubiera algo que no estaba tampoco en su carácter: al igual que su primo Florentino, Santos era de espíritu moderado, poco o nada amigo de ocios, nada que estuviera más allá de la esfera de la familia o el trabajo. Es posible, sí, que acudiera a ellas con Florentino, que vivía en la cuidad portuaria, y por eso puedo imaginármelos entrando del brazo al Hípico, a la Plaza de Toros, al Molinón… 
De hecho, la única fecha exacta que reproduce alguno de esos boletos es la del partido de futbol. Ese dato me permitiría, de estar a unas cuadras de la biblioteca del Fontán, como estuve durante el lustro que viví en Oviedo, ir a ver exactamente contra quién jugó el Sporting aquel domingo 13 de octubre de 1946 que aparece consignado en el boleto del partido. ¿Cuál sería el marcador? ¿Hubo alguna incidencia interesante? ¿Quiénes alinearon en el equipo gijonés? Quizás me anime a pedirle a mi primo Felisín, quien en cierto grado padece también la curiosidad por esas nimiedades que los dos heredamos de su abuelo Florentino, si tiene la voluntad y el tiempo de hacerlo, que se acerque un día de estos a la biblioteca Jovellanos a averiguarlo por mí.
Como sea, después del hallazgo, me pareció que el volumen merecía encuadernarse, por lo que lo llevé a un negocio llamado Cervantes, que está a un par de cuadras de mi casa. El hombre que me atiende me cuenta que lleva largos años trabajando en ese local y me habla de sus clientes distinguidos, entre los que de inmediato aparece el nombre de Octavio Paz —quien efectivamente vivía en el barrio, unas calles más hacia el centro—. Una semana después, éste es el libro que reintegro a mi biblioteca, con su tesoro documental bien resguardado en él.

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