domingo, 29 de mayo de 2011

Refrigerador

Dos o tres recortes de periódico, una foto, el boleto de entrada a un teatro, un pedazo de la cajita de un antibiótico, seis o siete imanes, una invitación a una mesa redonda, un par de notas manuscritas… ¿Por qué fijamos algunas imágenes y no otras en la puerta del refrigerador? Suele tratarse de objetos que repentinamente significan algo para nosotros, adquieren un valor irresistible que nos hace querer tenerlos a la vista pero que tampoco importan tanto como para que decidamos resguardarlos mejor. 
Visiones transitorias que nos interesa conservar pero no mucho más del tiempo en que, valiéndose de sus propios recursos, consiguen mantenerse presentables, y que duran mientras no las derribe el soplo más inofensivo de la mudable cotidianidad. Este post intenta responder a esta pregunta: ¿por qué razones azarosas o lógicas cada una de las siguientes imágenes, todas ellas vigentes hasta el día de hoy, alcanzó la “gloria” de figurar en el lugar más socorrido de mi casa?


Paco de Lucía (izquierda) y Camarón
Recorté esta retrato, que debe de ser de Lamarca, de una nota de El País que anunciaba la edición de bolsillo de Memoria del flamenco de Félix Grande, y que compré la primera vez que volví a España. 
Aunque está lleno de información útil, a la larga el libro resulta tedioso por la insistencia algo planfletaria con la que su autor se refiere a la condición histórica de la raza gitana. Desde hace tiempo, los discos que prefiero de Camarón de la Isla son los primeros que grabó, siempre con el acompañamiento de Paco de Lucía y producidos por el padre de éste. Lo que más me gusta de ellos, además de su pureza, es la misma frescura que puede apreciarse en esta foto.


Emilio
Sorprendí de esta forma a mi sobrino Emilio mucho antes de que se produjera el hecho sobrenatural consignado en “Milagro en la playa” (Palinodia del rojo, Editorial Aldus, pág. 48). 
Niño tímido y dulce como pocos, Milín, como lo llamábamos por esos días, jamás se hubiera permitido un gesto tan comprometedor como el que se esboza en este retrato. El olvido del dedo medio, parte de una mano que no ha terminado de retirar de su rostro, hace que la foto tenga una lectura que me resulta simpático tener a la vista. La “ampliación” proviene de una de las poquísimas veces que he hecho impresiones en papel de las imágenes de mi pequeña Nikon Coolpix 4200 (http://bit.ly/lH0MJ5). La foto del Milín contemporáneo es de mi hermano José María.


La invitación a una mesa redonda
Aunque la portada de la revista no salió como hubiéramos querido, porque la imprenta no hizo su mejor trabajo, la invitación para presentar el número que Tierra Adentro dedicó a Jorge Ibargüengoitia en 2008 hizo plena justicia a una sorprendente foto original. 
La imagen representa la “postura” de un autor lleno de sentido común en medio de nuestro mundo literario, mayormente rígido, lleno de hipocresía y maneras huecas. He visto otros ejemplares de esta misma invitación expuestos en variados rincones oficiniles o domésticos, lo que prueba que no soy el único que decidió dejar a la vista este retrato del inolvidable satírico mexicano.


El boleto de entrada a la Óperaház
Unas calles solitarias y unos edificios avejentados en la ciudad de Budapest de pronto dan paso, igual que si fuera un gran acontecimiento, a un imponente edificio: uno de los teatros de ópera más famosos del mundo. 
Este boleto, que utilicé en una visita de parsimonia gozosa durante una veloz visita a la capital húngara en otoño de 2006, es la pieza más apreciada de todas las que viven en la puerta de mi refrigerador. Quizás sea, además, el objeto que mejor explica la naturaleza de la serie: si se extraviara, como ha estado a punto de ocurrir al menos en un par de ocasiones, la última durante mi mudanza de hace unas semanas, no significaría una pérdida demasiado lamentable, y sin embargo siempre me complace volverlo a ver.


Unamuno, Ortega y Juan Ramón inusitados
Estos retratos poco menos que policiales que fueron parte de un estudio para unas esculturas que ignoro si llegaron a realizarse, nos permiten apreciar con una inusitada cercanía a tres grandes personajes de la filosofía y la poesía españolas del siglo XX. 
El rostro abrupto de Unamuno, a quien no le quedan muchos años de vida, las líneas más bien romas, con un feo préstamo capilar, de Ortega, y los ángulos francamente caprinos de Juan Ramón Jiménez son para verse una y otra vez. Recorté la serie de una portada de hace unos meses del periódico El País y de inmediato fui a fijarla en el lugar donde ha estado hasta el día de hoy.


Un Baudelaire de la Revista de la Universidad
La mirada que hace que el rostro del gran poeta romántico parezca un puño cerrado, en tensión, que amenaza con abrirse violentamente, hace de esta celebérrima foto de Étienne Carjat, que recorté de un ejemplar de la revista universitaria, una imagen que me gusta ver una y otra vez. 
Esa mirada, más viva que nunca ciento cuarenta años después de la muerte de Baudelaire, atrae a la mía como si de verdad me estuviera observando, o acaso más precisamente cuestionándome, desde la puerta del refrigerador. Sin proponérselo, casi sin darse cuenta, de cuando en cuando mis jóvenes alumnos de la flamante Escuela Mexicana de Escritores me recuerdan el poderosísimo atractivo que conserva uno de los padres de la visión moderna del mundo.

que nos gcon imanes,Florencia, e de catarro atroz que no cuidsiquiera, de

Imanes
Especie endémica de la puerta los refrigeradores, los imanes son con cierta frecuencia recuerdos de ciudades o personas relacionadas con las ciudades. Es mi caso: el que me regaló Lola cuando visitamos el museo Picasso de Barcelona, o el de París, que compré la primera vez que estuve en esa ciudad, con Xavi. 
Hace tanto tiempo tengo el que representa un famoso óleo de Hopper que está en un museo de Montgomery, Alabama, donde nunca he estado, que ya no sé ni de dónde lo saqué. De todos, quizás mi imán preferido sea el que recuerda la “Riña de gatos” de Goya, y que compré yo mismo en el madrileño Museo del Prado. Por ahí también asoma el civilizado señorcito que avanza, y es el siga de los semáforos peatonales de la ciudad de Berlín.


Esquema de un curso fronterizo
En unos cuantos trazos concéntricos, Ana Barberena me explicó el contenido del curso que iba a dar con el tema de “fronteras”. Como en un momento dado me sorprendió pensando en otra cosa, después de que se fue de mi casa, quizás como prueba de mi interés en el asunto, fui incapaz de tirar el apunte a la basura y allí estuvo una semana, bien visible en la barra de la cocina, sobre la bandejita de Olinalá, entre las monedas y las llaves. 
Una tarde dio el salto consagratorio a la puerta del refrigerador. Lo que ya no recuerdo es hacia dónde giró la conversación para que ella misma escribiera en un costado la palabra “tojolabales”.


Un recuerdo de Hiroshima
La noche del único día que he hecho el recorrido del Corredor Cultural de la colonia Roma, me vi en una galería de la que nunca supe el nombre en la que algunos paseantes como yo, dirigidos por un artista visual, practicaban un extraño experimento fotográfico. 
Cuando me iba tomé de un aparador esta postal en la que se ve una imagen de la destruida Hiroshima, bajo la que puede leerse una leyenda irónica en la tipografía de Coca-Cola. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que decidí dejar visible la imagen, por cierto de un autor desconocido para mí, no porque me guste en particular sino porque por esos días acababa de ver, por segunda vez en 25 años, la película Hiroshima mon amour de Alain Resnais, cuyos primeros quince o veinte minutos están entre mis preferidos de toda la historia del cine.



La cajita de Avelox
Entre noviembre y diciembre del año pasado me vi en la necesidad de atacar con un par de series de antibióticos un catarro absurdo que descuidé y que estuvo muy cerca de convertirse en pulmonía. Mi necedad acabó conduciéndome a la ciudad de Oaxaca, en donde contra toda prudencia participé una noche en una lectura pública al aire libre. 
Si conservo un pedazo de la cajita es porque se trata de la prueba de la existencia de un remedio cuya sustancia química se llama Moxifloxacino, y que no es sino un anagrama —disuelto en el excipiente lingüístico que exige la verosimilitud aristotélica— del nombre de Florencia Molfino.


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Más historias de objetos en este blog:
“Cosas que se van”, http://bit.ly/hh6mG9
“Viaje alrededor de mi escritorio”, http://bit.ly/dWllU5

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