domingo, 29 de mayo de 2011

Refrigerador

Dos o tres recortes de periódico, una foto, el boleto de entrada a un teatro, un pedazo de la cajita de un antibiótico, seis o siete imanes, una invitación a una mesa redonda, un par de notas manuscritas… ¿Por qué fijamos algunas imágenes y no otras en la puerta del refrigerador? Suele tratarse de objetos que repentinamente significan algo para nosotros, adquieren un valor irresistible que nos hace querer tenerlos a la vista pero que tampoco importan tanto como para que decidamos resguardarlos mejor. 
Visiones transitorias que nos interesa conservar pero no mucho más del tiempo en que, valiéndose de sus propios recursos, consiguen mantenerse presentables, y que duran mientras no las derribe el soplo más inofensivo de la mudable cotidianidad. Este post intenta responder a esta pregunta: ¿por qué razones azarosas o lógicas cada una de las siguientes imágenes, todas ellas vigentes hasta el día de hoy, alcanzó la “gloria” de figurar en el lugar más socorrido de mi casa?


Paco de Lucía (izquierda) y Camarón
Recorté esta retrato, que debe de ser de Lamarca, de una nota de El País que anunciaba la edición de bolsillo de Memoria del flamenco de Félix Grande, y que compré la primera vez que volví a España. 
Aunque está lleno de información útil, a la larga el libro resulta tedioso por la insistencia algo planfletaria con la que su autor se refiere a la condición histórica de la raza gitana. Desde hace tiempo, los discos que prefiero de Camarón de la Isla son los primeros que grabó, siempre con el acompañamiento de Paco de Lucía y producidos por el padre de éste. Lo que más me gusta de ellos, además de su pureza, es la misma frescura que puede apreciarse en esta foto.


Emilio
Sorprendí de esta forma a mi sobrino Emilio mucho antes de que se produjera el hecho sobrenatural consignado en “Milagro en la playa” (Palinodia del rojo, Editorial Aldus, pág. 48). 
Niño tímido y dulce como pocos, Milín, como lo llamábamos por esos días, jamás se hubiera permitido un gesto tan comprometedor como el que se esboza en este retrato. El olvido del dedo medio, parte de una mano que no ha terminado de retirar de su rostro, hace que la foto tenga una lectura que me resulta simpático tener a la vista. La “ampliación” proviene de una de las poquísimas veces que he hecho impresiones en papel de las imágenes de mi pequeña Nikon Coolpix 4200 (http://bit.ly/lH0MJ5). La foto del Milín contemporáneo es de mi hermano José María.


La invitación a una mesa redonda
Aunque la portada de la revista no salió como hubiéramos querido, porque la imprenta no hizo su mejor trabajo, la invitación para presentar el número que Tierra Adentro dedicó a Jorge Ibargüengoitia en 2008 hizo plena justicia a una sorprendente foto original. 
La imagen representa la “postura” de un autor lleno de sentido común en medio de nuestro mundo literario, mayormente rígido, lleno de hipocresía y maneras huecas. He visto otros ejemplares de esta misma invitación expuestos en variados rincones oficiniles o domésticos, lo que prueba que no soy el único que decidió dejar a la vista este retrato del inolvidable satírico mexicano.


El boleto de entrada a la Óperaház
Unas calles solitarias y unos edificios avejentados en la ciudad de Budapest de pronto dan paso, igual que si fuera un gran acontecimiento, a un imponente edificio: uno de los teatros de ópera más famosos del mundo. 
Este boleto, que utilicé en una visita de parsimonia gozosa durante una veloz visita a la capital húngara en otoño de 2006, es la pieza más apreciada de todas las que viven en la puerta de mi refrigerador. Quizás sea, además, el objeto que mejor explica la naturaleza de la serie: si se extraviara, como ha estado a punto de ocurrir al menos en un par de ocasiones, la última durante mi mudanza de hace unas semanas, no significaría una pérdida demasiado lamentable, y sin embargo siempre me complace volverlo a ver.


Unamuno, Ortega y Juan Ramón inusitados
Estos retratos poco menos que policiales que fueron parte de un estudio para unas esculturas que ignoro si llegaron a realizarse, nos permiten apreciar con una inusitada cercanía a tres grandes personajes de la filosofía y la poesía españolas del siglo XX. 
El rostro abrupto de Unamuno, a quien no le quedan muchos años de vida, las líneas más bien romas, con un feo préstamo capilar, de Ortega, y los ángulos francamente caprinos de Juan Ramón Jiménez son para verse una y otra vez. Recorté la serie de una portada de hace unos meses del periódico El País y de inmediato fui a fijarla en el lugar donde ha estado hasta el día de hoy.


Un Baudelaire de la Revista de la Universidad
La mirada que hace que el rostro del gran poeta romántico parezca un puño cerrado, en tensión, que amenaza con abrirse violentamente, hace de esta celebérrima foto de Étienne Carjat, que recorté de un ejemplar de la revista universitaria, una imagen que me gusta ver una y otra vez. 
Esa mirada, más viva que nunca ciento cuarenta años después de la muerte de Baudelaire, atrae a la mía como si de verdad me estuviera observando, o acaso más precisamente cuestionándome, desde la puerta del refrigerador. Sin proponérselo, casi sin darse cuenta, de cuando en cuando mis jóvenes alumnos de la flamante Escuela Mexicana de Escritores me recuerdan el poderosísimo atractivo que conserva uno de los padres de la visión moderna del mundo.

que nos gcon imanes,Florencia, e de catarro atroz que no cuidsiquiera, de

Imanes
Especie endémica de la puerta los refrigeradores, los imanes son con cierta frecuencia recuerdos de ciudades o personas relacionadas con las ciudades. Es mi caso: el que me regaló Lola cuando visitamos el museo Picasso de Barcelona, o el de París, que compré la primera vez que estuve en esa ciudad, con Xavi. 
Hace tanto tiempo tengo el que representa un famoso óleo de Hopper que está en un museo de Montgomery, Alabama, donde nunca he estado, que ya no sé ni de dónde lo saqué. De todos, quizás mi imán preferido sea el que recuerda la “Riña de gatos” de Goya, y que compré yo mismo en el madrileño Museo del Prado. Por ahí también asoma el civilizado señorcito que avanza, y es el siga de los semáforos peatonales de la ciudad de Berlín.


Esquema de un curso fronterizo
En unos cuantos trazos concéntricos, Ana Barberena me explicó el contenido del curso que iba a dar con el tema de “fronteras”. Como en un momento dado me sorprendió pensando en otra cosa, después de que se fue de mi casa, quizás como prueba de mi interés en el asunto, fui incapaz de tirar el apunte a la basura y allí estuvo una semana, bien visible en la barra de la cocina, sobre la bandejita de Olinalá, entre las monedas y las llaves. 
Una tarde dio el salto consagratorio a la puerta del refrigerador. Lo que ya no recuerdo es hacia dónde giró la conversación para que ella misma escribiera en un costado la palabra “tojolabales”.


Un recuerdo de Hiroshima
La noche del único día que he hecho el recorrido del Corredor Cultural de la colonia Roma, me vi en una galería de la que nunca supe el nombre en la que algunos paseantes como yo, dirigidos por un artista visual, practicaban un extraño experimento fotográfico. 
Cuando me iba tomé de un aparador esta postal en la que se ve una imagen de la destruida Hiroshima, bajo la que puede leerse una leyenda irónica en la tipografía de Coca-Cola. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que decidí dejar visible la imagen, por cierto de un autor desconocido para mí, no porque me guste en particular sino porque por esos días acababa de ver, por segunda vez en 25 años, la película Hiroshima mon amour de Alain Resnais, cuyos primeros quince o veinte minutos están entre mis preferidos de toda la historia del cine.



La cajita de Avelox
Entre noviembre y diciembre del año pasado me vi en la necesidad de atacar con un par de series de antibióticos un catarro absurdo que descuidé y que estuvo muy cerca de convertirse en pulmonía. Mi necedad acabó conduciéndome a la ciudad de Oaxaca, en donde contra toda prudencia participé una noche en una lectura pública al aire libre. 
Si conservo un pedazo de la cajita es porque se trata de la prueba de la existencia de un remedio cuya sustancia química se llama Moxifloxacino, y que no es sino un anagrama —disuelto en el excipiente lingüístico que exige la verosimilitud aristotélica— del nombre de Florencia Molfino.


________________________________

Más historias de objetos en este blog:
“Cosas que se van”, http://bit.ly/hh6mG9
“Viaje alrededor de mi escritorio”, http://bit.ly/dWllU5

domingo, 22 de mayo de 2011

Los editores frente a la creación y la crítica


Leí el siguiente texto en el Festival de la Palabra del Centro Histórico el 31 de octubre de 2008, cuando era Director General de Publicaciones de Conaculta y como tal me invitaron a coordinar una mesa redonda llamada como este post. En ella participaron también algunos editores representantes de Random House Mondadori, Planeta, Almadía, Los Libros de Homero y Sexto Piso. Lo que dije en aquella ocasión, resultado de mi experiencia como editor independiente, lo defendí como funcionario público y lo sigo pensando hoy.

Me parece que el problema con los títulos de las mesas redondas como la que nos reúne este mediodía, “Los editores frente a la creación y al crítica”, es que son amplios suficientemente como para que pueda caber todo en ellas y suficientemente vagos para que al final no quepa nada en concreto. El resultado suele ser una serie de intervenciones poco uniformes, que mal justifican su lectura en una misma mesa, y que sirven a cada uno, como quien se protege, para lucirse lo mejor que puede, llevar agua a su molino o eludir el bulto con más o menos gracia, con la consecuencia de que quienes vinimos a oírlos nos vamos en cierta manera defraudados.
A mí me toca la tarea de traer a tierra lo que tenían en mente quienes, sin duda con las mejores intenciones, la idearon. Es decir: sacar de aquel deseo de manifestarse sobre una situación concreta pero expresada con una amplitud inoperante, un problema preciso. No es que ese problema resulte vago o difuso. Todo lo contrario: al utilizar los términos “creación” y “crítica”, acompañándolos de la palabra “editor”, es que se cree que en éste, al menos en el más corriente de ellos, hay un riesgo de no atender bien, o no satisfactoriamente, aquellos insumos que harían útil en el mejor de los sentidos su vida de trabajo.
Sólo hay que entrar a una librería, a Gandhi pongamos por caso, digamos que a la que lleva el nombre de Mauricio Achar. ¿Qué es lo que vemos? Primero, libros primorosos. Luego, en cuanto tomamos de la mesa uno de ellos, nos damos cuenta de lo caros que son. Por último, comprobamos que la razón está en que muchos de esos libros, vaya, la gran mayoría, son importados. Y entonces uno se pregunta: ¿es que no somos capaces de hacer nuestros propios libros? ¿Faltan creación y crítica entre nosotros como para darles el cauce que se merecen? ¿O es que están las cosas tan mal como para que incluso eso, que no parece cosa extraordinaria, se nos haya vuelto tan difícil? A quien sea nuevo en estos asuntos convendrá informarle que, no hace tanto, nuestra industria editorial gozaba, si no de una salud envidiable, que de algo tuvo que morirse, de un vigor que destacaba en el mercado iberoamericano. Que estábamos a la vanguardia de la producción de la lengua. Que nuestros libros se importaban. 
Que hasta hace poco, antes de que los españoles, que ocupan ahora aquel lugar, tuvieran los medios para publicarlo todo, algunos de los títulos imprescindibles para ellos mismos y que la dictadura impedía publicar, se los dábamos nosotros, y por eso sobrevive allá quien tiene nostalgia de aquel papel de vida o muerte que para ellos jugábamos. Que en la misma España, pero también Argentina o Colombia, donde se nos tenía por ejemplares, no dan crédito a nuestra ausencia del primer plano internacional en donde fuimos referencia.
Con nuestra visión única del mundo, con la extraordinaria sensibilidad que heredamos de nuestros antepasados, con la riqueza de las propuestas literarias que brotan como hongos por toda la República, ¿no somos capaces de conseguir que nuestros editores pongan en circulación, en las pocas librerías que tenemos, nuestros libros a precios razonables? Gandhi acaba siendo una especie de boutique: objetos con frecuencia hermosos, que adquirimos en ocasiones extraordinarias, no pocas veces exhibidos delante de nosotros por un impulso de mercado no ajeno a la moda. El colmo viene con las grandes ventas de saldos. Cuando entro a esa librería o a alguna similar y veo libros españoles, eso sí muy bellos, y, por raro que parezca, a bajos precios, a veces regalados, me invade la desagradable sensación de que estoy en la trastienda de un mundo al que interesamos, en esencia, por que nada quede sin venderse. Que me están vendiendo a precio de remate lo que ya nadie quiso en ningún otro sitio.
Bueno, y a todo esto, ¿en qué momento, por qué razones y por culpa de quiénes se jodió el Perú? ¿Falta de visión de un país incapaz de ver con claridad el futuro? ¿Fuimos víctimas del exagerado optimismo del México desarrollista, y peor aun, el del petróleo, que ha fallado sucesivamente de tantas maneras? ¿Fracaso de la política de la educación? Es verdad: el Estado no ha sabido prever lo que podía pasar y ha pasado. El Estado no ha sabido propiciar las condiciones para que editar en México sea tan fácil como es necesario. El Estado mexicano no ha sabido ofrecer políticas fiscales propicias… 
Me temo que algunas de nuestras instituciones, que debieron cumplir con su tarea de impulsar a México, al fracasar el proyecto de nuestros abuelos, ahí se quedaron para siempre: toda una ingeniería ortopédica que debía retirarse nada más haber empezado a andar, y que ahí se quedó, muleta para siempre apoyada en unas piernas que nunca caminaron.
Debemos renovarnos: de entrada, tender a un género de gestión que fortalezca… Pero me detengo. El verbo no es, al menos no por ahora, fortalecer. Deberíamos tender, debo decir, a un género de gestión que reanime las posibilidades editoriales de un país de la riqueza cultural, en particular lingüística y literaria, de México, que se adelgace en lo que tiene que hacerlo, es verdad que sin olvidar la tarea que nada tiene de ortopédica de velar por los valores que el mercado desprecia; que haga todo lo que esté a su alcance, y que en este país es mucho, por animar el surgimiento, la educación y la consolidación de los editores que vemos asomar aquí y allá, si no a la velocidad con la que surgen nuestros aspirantes a literatos, con un ritmo algo más que suficiente, con frecuencia como pueden, a veces contra viento y marea, otras como de milagro porque carecen de las condiciones mínimas y que van diezmándose hasta desaparecer en un ambiente que no les favorece.
Pero ¿y nuestros editores? Estamos maduros como para aceptar que el gobierno no puede tener la culpa de todo ni de todo puede ser responsable. Curiosa ese sentimiento tan mexicano, me parece que heredado de aquella España del siglo XVI de la que provenimos, y de la que viene lo mejor y lo peor nuestro, de separar tajantemente la experiencia del ciudadano de la del gobernante. La pregunta es válida y está en el aire: ¿dónde han estado todo este tiempo nuestros editores? 
¿Qué fue de nuestra industria editorial que fue "líder" en los años sesenta y setenta, que se enorgullecía de estar a la cabeza con propuestas literarias de primer orden, de exportar, oh, ahora quién lo diría, a la misma España? Por suerte, los hay, y acaso no son tan pocos como parecería: han sido algunos de ellos, y sus colegas del resto de la llamada “cadena del libro” los responsables de convencer a la sociedad y sacar adelante la famosa Ley del Libro que por estos días estrenamos, entre quienes no faltan, si todo hay que decirlo, algunos malintencionados que por razones irrazonables o algunas que no vemos se oponen incluso a ese logro mínimo, que no es nada si se compara con lo que todavía hay que hacer.
¿En qué medida son los editores culpables de la situación que vivimos? Estaría dispuesto a decir que nada, si se me admite que hay en nosotros una cierta tendencia al paternalismo que nos hace creer que merecemos desde el génesis, y que papá gobierno, o papá Dios, o mamá Historia están para satisfacer ese merecimiento bíblico. Nada de esto hace sombra a una verdad en la que creo: la vida del libro, en un país con tanto en contra, debería de ser un asunto de Estado. Pero ¿y si lo fuera? ¿Si por alguna razón eso llegara a suceder? ¿Estaríamos preparados para aprovechar esa obligación que va por encima de los gobiernos? ¿Habría editores para ello?
Nada tendríamos, a pesar de lograr los programas y las instituciones que la Ley del Libro promete, si nuestros editores no despiertan del sueño al que durante los últimos años los ha condenado esa mezcla de contradicciones históricas que somos, ese poder público que no acaba de redefinirse, esa sensación de hijos de un paternalismo que nos empequeñece. Tenemos que exigir a nuestros editores, desde el aparato de gestión adelgazado y propicio que les debemos, que hagan la tarea que les corresponde con independencia y creatividad. 
Un editor debe ser tan crítico y tan independiente como un artista. Ya luego transigirá con el mundo que lo rodea; porque nuestro oficio, que mucho tiene de intermediarios, no asienta sus oficinas entre las cúmulos y los cirros, está en el mundo y debe transigir con él.
No me refiero sólo a los que sacan contra el viento y la marea sus ediciones, una por mes, seis al año, quince o veinte antes de volver a fracasar. A ellos hay que brindarles capacitación, programas de crecimiento, esquemas para coeditar, oportunidades de distribución. No podemos olvidar que es en las pequeñas editoriales donde suele surgir la mejor literatura. No podemos olvidar que es en las pequeñas editoriales donde corre la literatura que importa, la que, por escribirse a espaldas del mercado, a pesar de él, en contra de él, es la única que puede reflejar sin consideraciones nuestra condición y ver por encima de nosotros y nuestras preocupaciones pasajeras.
Me refiero también a los editores que están al frente de las grandes casas editoriales. El mensaje es claro: es crucial no convertirnos en el basurero de España: copiando de ellos métodos salvajes de adquisición de mercado, importando de manera acrítica a sus autores, permitiendo que las apuestas que hagan en territorio mexicano no tengan la oportunidad de serlo también en España, y abriéndoles la puerta franca, sin supervisión y postura propia, a un mercado desprotegido y, si se me permite, manso como lo es el nuestro.
Una vez le oí algo a Octavio Paz que se me quedó muy grabado. Me parece que se refería a los medios de comunicación, a la influencia que ejercen sobre nosotros, en particular a su imperio sobre las naciones hispanoamericanas, y ya sabemos que tratándose de él los libros no podían estar excluidos: ahora somos, dijo, más dependientes de España que en los años del virreinato; ahora somos, más que nunca, periferia de la metrópoli. 
Nuestra lengua empieza a mostrarlo y ya sabemos que la lengua es el muestrario más sensible con que contamos. A veces temo que la nuestra acabará llamándose, no “la ciudad de México” como decimos nosotros y certifica siempre que puede el hablante, sino a secas, sin el artículo que nos honra porque así es como la ponemos en palabras, y no como, por ejemplo, en la frase “viajaremos a Ciudad de México”, dicen los españoles con perfecta sordera en sus acercamientos a nosotros y repiten con persistencia que ofende en los libros y las publicaciones periódicas que les compramos… y, como creo en momentos de pesimismo, que acabaremos llamándonos. 
Mucho de lo que tenemos y nos honra, los edificios mismos de la ciudad de México que arropan este encuentro literario, viene de aquel siglo, que es el de la Conquista, el del Capitán Aldana, el de Teresa de Ávila, del que proviene lo mejor y lo peor que somos. Estamos frente a una gran oportunidad de aprender de la vieja metrópoli, sin duda trabajando con la creatividad y la crítica que nos definen, lo mejor que puede ofrecernos, desechando lo peor.
Contra lo que puede creerse de mis palabras, la solución no está en cerrarnos sobre nosotros mismos. Al contrario, debemos abrirnos con propuestas originales, es decir, originadas aquí y en nosotros, para que la creatividad termine hablando por nosotros. Tenemos una mejor materia prima. Nuestra poesía, por poner un ejemplo, que en España pasa horas grises (curioso ese fenómeno hispánico que invita a creer que la mejor literatura viene del desastre histórico), en México está viva porque en ella conviven todas las tradiciones. 
También porque uno de cada cuatro hispanoparlantes es mexicano y sobre todo porque en este país es donde el español, nuestra lengua milenaria, está viviendo con una prisa inusitada su transformación más importante. Estoy seguro de que entre nosotros están los editores que deben acompañar esas transformaciones. La tradición editorial mexicana lo confirma y al final nuestros libros lo acabarán reflejando. Y como consecuencia nuestras librerías estarán llenas de aquellos autores que hablan por nosotros con la voz que sólo nosotros tenemos.
________________________
La imagen que abre este post pertenece a la obra La ortopedia o el arte de prevenir y corregir en los niños las deformidades corporales de Nicolas Andry, del año 1749, y la he tomado de la página del artista plástico colombiano Juan Camilo Londoño Manco, http://bit.ly/klXyHC
El personaje prehispánico es 8-Venado Garra de Jaguar, un cacique mixteco del siglo XI cuya vida y hechos quedaron magníficamente registrados en el llamado Códice Nutall. Para saber más de él, recomiendo mucho el número especial que le dedicó la revista Arqueología Mexicana.
La foto de Octavio Paz es de Gorka Lejarcegi; la tomé prestada de http://bit.ly/eecg1z. Otros estupendos retratos suyos (José Donoso, Gastón Baquero, Silke, Claude Chabrol...) pueden verse en http://bit.ly/iurKTC
La de la fachada de la primera librería Gandhi la saqué la de revista Infocademhttp://bit.ly/ljNB67, y la del edificio de Conaculta es de Lola García Zapico.
El retrato de Joaquín Díez Canedo, padre, es de Lorena Alcaraz y apareció en el número 61, de julio de 1998 (en buena parte dedicado a los "Españoles de México") de la revista Viceversa

domingo, 15 de mayo de 2011

Nikon Coolpix 4200

En junio de 2004, cuando pasé unos días en la casa de mi hermana Covadonga en San Diego, California, compré la cámara Nikon Coolpix 4200 que ha estado a mi lado hasta el día de hoy. Resultó de una calidad mucho mayor a la que prometían su precio, su tamaño y su vocación aparentemente sobre todo práctica. De entonces a la fecha ha sido una compañera fiel, certera, de cuando en cuando sorprendente. 
Si no fuera porque la tapa del receptáculo donde encaja la batería lleva unos dos años amenazando con romperse, tal como le sucedió a mi hermano con una cámara idéntica, podría decir que se ha conservado en perfectas condiciones. 
Aunque ya he expresado mi postura general respecto a la fotografía de paisaje (véanse el enlace al final de este artículo), nada como una de las infinitas vistas que ofrece Asturias, por ejemplo la que tomé en abril del año pasado desde el Mirador del Fito, en la Sierra del Sueve, para confirmar las virtudes de una máquina fotográfica.
Hace un mes, en la playa, el dedo embadurnado de protector solar de alguien dejó sin querer una huella alarmante en su lente. Como no me di cuenta, al menos en un par de ocasiones hice fotos con ella en ese estado: una comida en mi casa y la serie de muestras botánicas que conformaron la entrega de Siglo en la brisa de la semana anterior. 
Por un error imperdonable, en el caso de la comida además dejé el ASA 400 que había probado la víspera, y que acabó de echar a perder las fotos… Por su lado, las muestras botánicas, tal cual pudo darse cuenta quien las vio con mínimo detenimiento, aparecieron como nimbadas y fuera de foco. El amigo que me dijo cómo solucionar el problema opina que quizás sea hora de comprar algo “más contundente”, así dijo, y me parece que tiene razón. 
Sin embargo, una vez aceptada la posibilidad de sustituirla, en cuanto pensé en ella por primera vez en retrospectiva, tal como sucede al hombre sano que repentinamente se ve sorprendido por la muerte y un segundo antes de morir contempla las imágenes de su vida, pasaron por mi cabeza las fotos que más me gustan de las muchas que he hecho a lo largo de siete años de llevar la cámara a todas partes. Una selección un tanto azarosa de ellas es el motivo de la entrega de esta semana.

Fernanda. Ciudad de México, 19 de julio de 2004


Felipe el de Servanda. Asiego de Cabrales, Asturias, abril de 2005


La gata Thiers. Oacalco, Morelos, 17 de marzo de 2010


Río de la Plata número 8. Ciudad de México, 2 de octubre de 2010


Juan Almela. Chapultepec, Ciudad de México, 23 de enero de 2011


Lola. A Coruña, Galicia, 9 de agosto de 2005


Florentino. Puertas de Cabrales, Asturias, 26 de septiembre de 2004


Potos flavus. Soyaniquilpan, Estado de México, 26 de mayo de 2007


Fernando. Pátzcuaro, Michoacán, 17 de julio de 2004


Puente de Sant’Angelo. Roma, noviembre de 2004


Ahijadas. Ixtapa, Guerrero, sin fecha


Guillermina. Asiego de Cabrales, Asturias, fines de abril de 2010


Autorretrato. San Lorenzo del Escorial, Madrid, 30 de abril de 2010

___________________________________
La foto que abre este post: Covita, Ciudad de México, 21 de julio de 2004



Más sobre fotografía en este blog:
Contra la fotografía de paisaje, http://bit.ly/hGvNEG
JL Fernández Tolhurst, fotógrafo, http://bit.ly/it088y
Mario González Suárez, fotógrafo, http://bit.ly/mkAC7K