domingo, 24 de abril de 2011

Mi vuelta al mundo en 80 días

No tengo ni la menor idea de qué hacía aquella mañana al fondo del Colegio México, del otro lado de los dos patios, más allá de la cancha de futbol, cuando entré por vez primera en una biblioteca. 
Sé que ocurrió, cuando mucho, en cuarto de primaria porque al año siguiente me cambiaron de escuela. También sé que estaba solo y que nadie me condujo hasta allí. La experiencia es de tal forma autónoma en mi memoria que puedo decir que no me recuerdo entrando en esa biblioteca ninguna otra vez. A lo mejor influyó que el lugar no era agradable: no creo que tuviera ventanas, y si las tenía estaban cerradas a piedra y lodo por lo que la biblioteca aparece en mi memoria encerrada, a oscuras y sin ninguna ventilación. 
Me acuerdo, eso sí, del placer que sentí cuando no hubo ninguna dificultad para que me prestaran un libro, uno que escogí yo mismo, una versión resumida y con dibujos de La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne. ¿Qué fue lo que me llamó la atención? ¿El título, que el siempre juguetón Julio Cortázar había cambiado hacía poco, aunque yo me tardaría siglos en saberlo, por La vuelta al día en 80 mundos? ¿La portada, en la que un confiado Phileas Fogg se encamina con naturalidad hacia el otro lado del universo conocido, seguido por un Passepartout que no es capaz de ir a la velocidad de su nuevo amo, y que al tiempo que se sostiene el sombrero para no perderlo, lleva como puede un maletín de viaje y unos cuantos paquetes? ¿O las escenas de locomoción esbozadas a sus espaldas: un carro tirado por caballos, un ferrocarril, un vapor…?
En la casa de mis padres no había propiamente biblioteca. Entre algunos libros aislados, había una edición en rústica de los cuarenta y tantos tomos de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós y otra en pastas duras de un par de obras eruditas de Menéndez Pelayo, compradas por mi padre en alguno de los paseos que hacía por la Lagunilla con mi tío abuelo Florentino, un hombre enamorado de lo viejo que pasó treinta años en México y que de cuando en cuando compraba libros, quizás más como objetos relacionados con la añorada España que por ser libros, esto es, objetos para ser leídos, mundos que estaban allí para ser descubiertos con sólo animarse a intentarlo. Había también, y si lo recuerdo es porque su presencia constituye un misterio felizmente nunca aclarado, un ejemplar suelto de una edición en dos tomos de una obra cuyo nombre insólito, subrayado por su anómala soledad, me sugería mundos extraños: la Ciropedia de Jenofonte.
Hace no mucho, cuando rebasé la edad de su flemático protagonista, volví a leer la novela de Verne. Aunque no recuerdo casi nada de mi remota primera lectura, la sensación de haberla leído en otra ocasión se mantiene intacta en mí y aparece entremezclada con los retratos, las atmósferas y las situaciones del libro como si formaran parte de una misma cosa. No recuerdo que Fogg haya despedido a su ayudante porque el agua para su afeitado no hubiera estado en la temperatura exacta; no recuerdo la persecución del inspector Fix, que está  uien﷽﷽﷽﷽﷽g Kubrick, con alguna  de veces en este espacio pero ese retardo en verla por primera vez la carg Kubrick, con alguna convencido de que aquel loco que aparentemente huye, por cierto siempre hacia el oriente, es el autor de un robo que ha conmocionado a Inglaterra; no recuerdo el rapto de la princesa india ni que Passepartout, bajo los efectos del opio, hubiera perdido la consciencia en un tugurio poniendo en riesgo la empresa de atravesar el mundo en ochenta días. 
Sin embargo todo eso aparece entre las sensaciones de mi lectura como iluminado con un resplandor que no dudo en llamar mágico, igual que si sucediera en el ámbito de un sueño, y yo, sobre todo yo, yo leyendo, yo sentado o de pie o tendido en una cama, yo viajando o sin moverme de mi lugar, yo más que cualquiera los personajes y mucho más que los países exóticos y los obstáculos increíbles, yo más que nadie o nada fuera parte de ese sueño que ocurría dentro de mí.
Hace unos diez años, cuando habían pasado unos treinta de aquella única visita a la biblioteca del Colegio México, me encontré en una librería de Donceles un ejemplar idéntico a aquel primer libro, aunque se tratara de una edición posterior a 1974, cuando, como máximo, ocurrió aquel episodio. Ese primer ejemplar que no era mío, del número 6 de la colección Clásicos de Oro Ilustrados, que repasé con las manos y los ojos y que puse sobre la mesa y admiré a la distancia aun antes de leerlo, y que luego leí, y que todavía después tuve que devolver en una forzosa segunda visita a la biblioteca que para nada recuerdo, estaba ahí, sonriéndome, entre otros miles de libros, bajo el bendito baño de polvo de las librerías de viejo. 
Por supuesto que no pude resistirme frente a ese tesoro y lo compré por sesenta pesos —una cantidad ya entonces apenas simbólica—. Y ahora, debo admitirlo, tengo algunos más, cuatro o cinco iguales, porque en mis pesquisas por cuanto depósito de libros de segunda mano se me pone delante nunca he sido capaz de no volverlo a comprar. Es una de esas cosas que no puede uno sino querer para sí, todas las veces, de manera imperiosa, siempre. 
¿Qué pasa por mi cabeza en ese momento, que se repite idéntico? ¿Qué mensaje recibe mi corazón, más poderoso que cualquiera de mis pensamientos, que me devuelve a la biblioteca del Colegio México, al fondo de la escuela, más allá de los dos patios y la cancha de futbol, aquel día de mis nueve años cuando me atreví a cruzar llevado por nadie aquel umbral a oscuras? ¿Se trata, como me parece, de volver a alimentar aquella primera ilusión de ser yo, de ser plenamente yo en la lectura, viviéndome tanto como soñando?
Por supuesto que lo más emotivo de la lectura de la novela de Verne es su desenlace, que debe de haberme gustado muchísimo porque me hizo sentir por vez primera la emoción de la buena literatura. Phileas Fogg vuelve a Londres poco después del momento marcado como límite para la conclusión de su empresa… En rigor, apenas unos minutos después de la hora fijada. En silencio, con perfecta dignidad, se encierra en su casa a rumiar su derrota. No mucho después se entera de que aquel día no era domingo, como él pensaba, sino sábado. Por una razón que no tarda en aclararse con lógica, se da cuenta de que en su viaje alrededor del mundo —que ha hecho siempre con rumbo al este— ha ganado un día, por lo que no ha llegado unos minutos después de la hora, sino un día antesEl problema es que lleva casi veinticuatro horas metido en su casa con la certeza de haber perdido la apuesta, así que de pronto se ve en riesgo de perderla de verdad. 
Sale de su casa como un rayo, se trepa al primer coche que pasa y vuela al Club Reforma, en donde los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph posan la mirada en el reloj del salón de lectura. Flemático, erguido, triunfante, Phileas Fogg hace en ese momento su entrada, unos minutos antes del momento fijado, y consuma así el prodigio de su vuelta al mundo en ochenta días.

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Este texto fue leído en la ceremonia de inauguración del XI Encuentro Nacional de Salas de Lectura de la ciudad de Mazatlán, el 2 de octubre de 2008, delante de un nutrido grupo de responsables de salas y promotores de la lectura de todo el país, cuando yo era Director General de Publicaciones de Conaculta.

Sobre el XI Encuentro Nacional de Salas de Lectura, organizado por Laura Athié y Nora Rangel, http://bit.ly/dSxolS

El número cero de la revista Milenio, antecesora de Viceversa, que apareció en noviembre de 1990, estaba dedicado a la literatura de aventuras. En la portada, como ilustración a un texto de Gerardo Deniz llamado “Breve introducción al estudio de mi Verne”, aparecía una imagen en alto contraste del gran novelista francés.

Sobre las librerías de viejo de la calle de Donceles, en este mismo blog: http://bit.ly/dkkFRR

domingo, 17 de abril de 2011

Poesía y tradición

Hace unos veinte años pensé que me convertiría en crítico de poesía. Hasta puedo decir que lo fui, al menos en cierto modo. Un apretado fólder de más de una treintena de notas a máquina, todas publicadas, son mi mejor prueba. También, la enemistad de dos o tres poetas discutibles cuyo éxito desde entonces no ha hecho más que crecer. 
La temporada que pasé haciendo crítica de libros de poesía fue de un enorme aprendizaje. Entre otras cosas, entendí que esa actividad no era para mí: leer libros porque acabaran de aparecer; leer poesía para escribir sobre ella. Si todavía lo hago de cuando en cuando es porque se parece a la escritura misma de los poemas, que se ha vuelto cada vez menos perentoria, más gozosa y casual. Lo más valioso de la experiencia fue que acabé de definir qué parte de la tradición que yo había recibido como lector, aprendiz del oficio y hasta alumno de la Facultad, era la más mía, la que más me decía a mí, la más cercana a mi manera personal de leer los poemas. ¿Cuál era mi punto de partida? 
Al revés de lo que se hubiera esperado de un estudiante de letras de la UNAM, conocí la poesía de la Generación del 27 mucho antes que la de sus contemporáneos mexicanos; bebí más y mejor en el discurso entre inspirado y coloquial de Pedro Salinas, o en los deliciosos acomodos de poesía tradicional del primer Rafael Alberti, que en los nocturnos de Villaurrutia, que provocaban el júbilo de maestros y alumnos de la carrera, o en la plenitud verbal e imaginativa de Pellicer, el más poeta de nuestros poetas, según la afortunada frase de Octavio Paz. Naturalmente, el aspecto que me interesaba de la tradición común a todos los hispanoparlantes no era la que interesaba en México.
Cuando en el año 2002 me fui a vivir a España creí que encontraría con quién compartir entusiasmos y contrastar puntos de vista sobre mis poetas preferidos, por más que yo proviniera del otro lado del mar. Lo que no podía prever es que yo venía también del otro lado del tiempo. Y es que ninguna de las dos aportaciones cruciales del 27 importaban en la poesía española de hoy. Mencionémoslas siquiera de paso ya que sí importan a la idea que yo tengo de la tradición, o mejor dicho a la idea de mi tradición. La primera es desde luego la puesta al día de los valores del barroco, en torno a cuyo máximo exponente, Góngora, se dio el encuentro de poetas en mayo de 1927. La otra es la adaptación definitiva (tardía como siempre respecto de Europa: “España, país de frutos tardíos”, dice bellamente Menéndez Pidal), la adaptación definitiva, quiero decir, realmente artística, de una vieja aspiración romántica: la poesía tradicional, o de origen popular, en la culta —y que durante el siglo XIX en España y sus colonias generalmente sólo se había conseguido desbarrar.
En cuanto llegué a tierras españolas entendí que esa herencia doble estaba manifiestamente dejada de lado— herencia, quiero decir, como fuente viva para escribir de cara a ella, bebiendo de ella, incluso si se quiere hasta en contra de ella—. Manifiesta, cuidadosa, explícitamente dejada de lado: en no pocos poetas y críticos pensantes, la mención del autor del Polifemo provoca hoy mismo reprobaciones idénticas a las que solía hacérsele en el siglo antepasado. Nada digamos de otras fuentes vivas de mi interés, como el Arcipreste de Hita o el Romancero viejo o el Capitán Aldana…
No se crea que los españoles fueron a buscar muy lejos la vena principal de su tradición vigente (la tradición es una liberación o una cárcel) y no es raro que haya sido en la misma nómina del 27 donde encontraran a su maestro supremo. 
El problema es que eligieron al único que no debían, al único que no podía ser: Luis Cernuda. El español, quiero decir, que más despreció la grey de sus contemporáneos, el que buscó su soledad con desesperación y murió rumiando su amargura contra la mala madre… Pero, por encima de todo, el autor de una obra celosa y exclusiva que no se puede imitar sin que pierda su esencia. ¿Qué diría él mismo si se viera convertido en una muchedumbre que se busca, solicita, procura, elogia, beneficia, premia en nombre de sus valores estéticos, y que escribe en imitación de su bellísimo y (dentro de todo) sereno estilo sólo después de haber extirpado cuidadosamente su veneno? Sin embargo, ésa es otra historia. Lo que conviene a ésta es que en España me vi tan lejos de la tradición como me había visto en México. Y entonces, me parece, entendí: la circunnavegación me acabó llevando a una idea que tiene algo de punto de partida: la única tradición es la propia. La que escojo yo. La que recojo del río que pasa o entresaco de las piedras secas; la que copio o adivino e improviso cada vez que leo o escribo.
Tengo la impresión, de naturaleza romántica, de que el poeta es una isla que habla una lengua aislada, en principio para sí mismo. Sé que puede sonar drástico. Y sin embargo, mi leer y vivir la poesía me ha llevado a esa especie de extraña reducción. Me he vuelto, en un sentido, más flexible; en otros, mucho más radical. Que esa lengua aislada tenga el encanto, la transparencia y la expresividad que pedía el 27, sería estupendo. Que además posea la riqueza añadida de ciertos mecanismos de la poesía norteamericana, a la que tan sensible hemos sido en México, ya sería otro mérito. Que dialogue creativamente con las vanguardias, o mejor dicho con la obra de quienes partieron de ellas para inventar la expresión moderna, acabaría siendo óptimo. Cuando recuerdo aquellas notas de hace veinte años me doy cuenta de que yo no podía convertirme en crítico de poesía porque estaba buscando en los otros, estaba incluso exigiendo a los otros, los valores que quería para mí. 
Quizás por eso no se me ocurre mejor manera de acabar esta intervención que con la lectura de un poema, una forma acaso más expresiva de manifestar mi lectura de la tradición que mucho de lo que pueda yo decir. Apareció en enero en la revista Conspiratio y está dedicado a Florencia Molfino.


Mientras me como una chirimoya
A Florencia Molfino

1
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
advierto que destruyen más que tragan,
provocando un reguero de semillas que caen en múltiplos
infinitesimales de pequeñas
cascadas,
                  que en la calle rebotan
como chispas en el taller del soldador, y entiendo que destruir
la integridad de las inflorescencias,
sin que importen derroche y estropicio, es parte
del oficio.
2
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
me parece que ingieren unas pocas
                                                                de las muchas
que pierden, y pienso que las pocas que alcanzan
la cavidad del buche
irán de pico a cloaca
inocuas, para ser arrojadas esta tarde o la otra, en esta misma calle
o la de más allá, a fin de propagarlas,
con su aportación de abono,
intactas.
3.
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
escupo con cuidado
las semillas que entresaco de la carne blanda,
y que no dejo de meterme en la boca porque son el corazón
de la parte más dulce de la fruta,
                                                          y al verlas en el plato, ovoides,
negruzcas, muchas, imagino el árbol
que no conozco
y agradezco, cumplidamente agradezco no tener nada que ver
con su propagación.

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Este texto fue leído el pasado jueves 14 de abril en la Casa del Poeta, en una mesa redonda llamada “Poesía y tradición” en la que también participaron los poetas Jorge Fernández Granados y Julio Trujillo. Moderó María Rivera.

domingo, 10 de abril de 2011

JL Fernández Tolhurst, fotógrafo

Aunque nació en la ciudad de México, en 1978, se lo llevaron a vivir a Sídney cuando tenía diez años y desde entonces no ha vuelto sino de siglo en siglo unas cuantas veces fugaces. Con una importante excepción: hace poco más de tres años, al final de una larga estancia en Europa, pasó por México me parece que con el vago pero irresistible deseo de quedarse. No tardó mucho en darse cuenta de que este país, con su desmadre consustancial, sus amarguras y sus malos bichos, no era para él —alguien, después de todo, criado en los valores de una cultura menos agreste— por lo que hizo nuevamente la maleta y se fue de regreso a Australia. 
Aquí hizo todo menos perder el tiempo: vivió la atmósfera de la ciudad, viajó, hizo fotos. Entre otros trabajos realizó la edición del documental Flores en el desierto, de su primo Jose Álvarez (http://bit.ly/wvmP3), y asesoró la edición de Alamar, la película de Pedro González Rubio que ganó hace dos años el Festival de Morelia (http://bit.ly/f9kjeg). Nítido a fuerza de equilibrio y buen gusto, el estilo de José Luis Fernández Tolhurst puede apreciarse sobre todo en la primera de las dos películas, una obra que muestra con bellas imágenes el entorno familiar y algunos de los principales ritos huicholes. 
En la primavera de 2009, en los días de contingencia (causada por la influenza) que pasamos en la casa de nuestro primo cineasta en Amatlán, Morelos, con provisiones para dos semanas —situación que a un amigo a quien hice el relato de las circunstancias le pareció sacada del Decamerón— conviví de cerca con José Luis y Louise, la muchacha tocaya suya, australiana como él, a la que fue a conocer a Croacia mientras viajaba por Europa y que es su pareja desde entonces. En la última década tuve además el honor de compartir con él la amistad de Xavier Pascual Aguilar en cuya boda en Aranjuez, a la que tristemente no pude asistir, hizo las veces de padrino en mi lugar.
Hace unas semanas publiqué un precioso retrato que José Luis le hizo a nuestro abuelo común, en el que vemos a Santos Fernández Bueno en los últimos años de su vida, asomado al poniente desde un octavo piso de la colonia Polanco (http://bit.ly/hgnYc0). En otra ocasión, retrató a su padre, Pepe Luis, con el tío de éste, Florentino (tío abuelo nuestro), en la cocina de la casa de Félix Niembro Simón, en Puertas de Cabrales, una tarde de verano de 2006. 
La imagen da cuenta de la continuidad de una manera de ser con ángulos idénticos a pesar de las distancias físicas y temporales, una cadena migratoria que une las montañas asturianas con América y Oceanía. 
José Luis tiene en la red varios espacios con su trabajo, desplegado por disciplinas. Quizás el que más me gusta sea el fotográfico. Le he pedido permiso para sacar de él algunas imágenes para compartir con los lectores de Siglo en la brisa.




Aranjuez, 2006

Salamanca, 2008

Canberra, 2007

Split, Croacia, 2007

Londres, 2008

Madrid, 2006

Londres, 2008

Estambul, 2007

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La bellísima foto que abre este post fue tomada en Cambridge en 2007.


La imagen de la película Flores en el desierto la tomé de la página de Mantarraya Producciones.

Algunos trabajos personales en video de JLFT pueden verse en http://vimeo.com/josefernandez

domingo, 3 de abril de 2011

Brevísima ornitología de El barón rampante

Curioso cómo funciona la mente: algún tiempo después de leer por vez primera El barón rampante, en un ejemplar que saqué de una biblioteca pública en Oviedo, surgió en mí la sensación de que Italo Calvino quizás no exploraba suficientemente el vínculo de su personaje principal con los pájaros. 
No es que me hubiera fijado en ese detalle, pero lentamente —cuando empezaron a reflotar en mi memoria los rasgos principales de tan deliciosa novela, por los días en los que había acabado de cristalizar en mi gusto— me dio por sentir que había menos aves de las que cabría esperar del relato biográfico del noble italiano que pasó casi toda la vida subido a los árboles. Aquella sensación, al principio vaga e indefinible, y que nunca confirmé en un libro que había leído prestado, poco a poco empezó convertirse en la idea de que prácticamente no había en él referencias ornitológicas. La cosa llegó al colmo hace apenas un mes cuando, después de exponerle a Florencia las razones de mi entusiasmo por la novela, declaré, con el pecho henchido de arrogancia: “Y sin embargo, tiene un incomprensible defecto: ¡no aparecen pájaros!”.
La semana pasada, finalmente, volví a leerla. Allá en octubre de 2006, cuando regresé de España, me di cuenta de que tenía la novela entre mis libros, en una edición comercial de hacía unos treinta años, de portada color rosa mexicano que tira a solferino, pero ni entonces ni después se me ocurrió hojearla siquiera. Como los jueves de todas las semanas animo un círculo de lectura, en el que he ido proponiendo leer algunas que me gustaron desde la primera vez (de Flaubert, Coetzee, García Márquez, Thomas Mann…), acabó llegando el turno a la novela de Calvino. Pensé aprovechar mi regreso a las tierras —o mejor diré frondas— de Ombrossa (adviértase el afortunado nombre de una región que conoceremos mayormente por sus bosques) para registrar cualquier mención ornitológica, si a pesar de todo se daba el caso de que hubiera alguna. También tenía enormes deseos de leer una vez más mi episodio preferido de todos los que conforman la vida de Cósimo Piovasco de Rondó, contada por su hermano Biaggio: su encuentro, en la población de Olivabassa, con un grupo de familias españolas en el exilio, que como él habitaban entre las ramas de los árboles. 
Pocas veces he leído un retrato tan penetrante e intuitivo del carácter español —¿no dice Bacon que es necesario reconocer que en el gran arte puede haber un elemento caricaturesco?—: las mujeres de mantilla, tejiendo; los hombres, arruinados a causa de malquerencias y maquinaciones confusas, y ellos y ellas entregados entre suspiros a nostalgias de grandezas perdidas, físicas y morales, con toda la gravedad de sus existencias a cuestas, suspendidos a unos cuantos metros del suelo. A causa de un edicto que les había prohibido pisar incluso aquellas tierras, tomaron la decisión de saltar a las frondas, y allí vivían, en las condiciones de tan peregrina circunstancia, que Cósimo les ayuda a mejorar. Nuestro héroe se enamora allí de una andaluza a la que renuncia una vez que el edicto es revocado y los españoles deciden emprender el regreso, ya que ir con ellos supondría pisar suelo firme, lo que ha jurado que nunca volverá a hacer.
La relectura de El barón rampante me ha servido para recordar el género de malformaciones que pueden sufrir mis recuerdos y me ha puesto en guardia una vez más respecto a la consistencia de mis certezas cuando no tengo el cuidado de examinarlas una y otra vez. Pero sobre todo ha vuelto a demostrarme lo curioso que funciona la mente, o al menos la mía, incluso —¡o sobre todo!— cuando se trata de las cosas que más me entusiasman. ¿O cómo explicar, si no, el espeso pajarerío que llena la novela? No me explico cómo conseguí deshacerme de todas esas alusiones como apretadas parvadas, que vibran, pían, aletean y revuelan en muchas páginas de El barón rampante, hasta acabar copando sus páginas con una profusión digna de un retablo barroco. 
Las fui anotando al principio con genuino afán experimental; después, por costumbre un poco mecánica, aunque sin dejar nunca de sonreír, y por último, cuando el averío se convirtió era una populosa muchedumbre que se reía estruendosamente de la selectividad de mi memoria, lo confieso, ya con cierto tedio.
La traducción, de un tal Francesc Miravitlles, no parece muy confiable aunque sólo sea porque de cuando en cuando nos hace ver a Cósimo saltar de un acebo a otro, y aun refugiarse entre las ramas de alguno de ellos, cosa que nadie que conozca ese árbol, cuyas hojas punzan como navajas, podría animarse siquiera a imaginar. 
Con esa prevención, y la de mi casi absoluta ignorancia ornitológica, puedo afirmar que en el libro aparecen mirlos, estorninos, agateadores, jilgueros, chochines, francolines, gorriones, tordos, alcaudones, búhos, arrendajos, gallinas, más tordos, agachadizas, codornices, oropéndolas, becadas, pinzones, perdices, cuervos, verderones, chochas, chorlitos, más tordos y más mirlos, petirrojos, palomas, pinzones, infinidad de pájaros anónimos, upupas, otros verderones, picamaderos, pichones y lechuzas…
Por si fuera poco, la imagen del ave acaba presidiendo la novela, al grado de que nuestro barón se convierte en cazador, primero, de ellas, después en su amigo y por último ¡en pájaro él mismo! Así lo cuenta Calvino: “En medio de estos juicios opuestos, Cósimo se había vuelto loco de verdad. Si antes iba completamente vestido con pieles, ahora empezó a adornarse la cabeza de plumas, como los aborígenes de América, plumas de upupa [que leo que es la abubilla] y verderol, de colores vivos, y además de en la cabeza [sic], las llevaba diseminadas por la ropa. Terminó por hacerse fraques cubiertos del todo de plumas, y por imitar los hábitos de varios pájaros, como el picamadero [que creo entender que es el pájaro carpintero], sacando de los troncos lombrices y larvas y alabándolos con gran riqueza” (pág. 209). Nada digo del final de la preciosa fábula, para no echar a perder la lectura de quien todavía no la conozca.

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El barón rampante de Italo Calvino, número 14 de Club Bruguera, editorial Bruguera, primera edición, Barcelona, abril de 1980.

El póster de la novela lo tomé prestado de http://escvdero.blogspot.com/