domingo, 30 de enero de 2011

Lecturas españolas

Emocionante, como no podía ser de otra forma, resultó la lectura de Vida y tiempo de Manuel Azaña del historiador Santos Juliá. Desde que supe de su aparición, en 2008, editado por Taurus, hice relativos e infructuosos intentos por conseguirlo. En abril del año pasado, por fin, me di el gusto de comprarlo nada menos que a unos metros de la casa natal de Azaña, cuando pasé un mes en la Universidad de Alcalá de Henares. 
Aunque leí en la ciudad alcalaína los primeros capítulos, no fue sino hasta las recientes vacaciones de fin de año que pude hacerlo, como decían los antiguos, a mi gusto y sabor. Nada más bajar del avión se descompuso mi computadora lo que me hizo cambiar mis planes originales de trabajo. Entre otras cosas, tuve más tiempo para leer. Un amigo puso en mis manos el libro de Carmen Aristegui sobre Marcial Maciel que sobrevolé lo suficiente como para conocer algunos feos detalles de la vida del fundador de los Legionarios de Cristo al que la periodista, a través de una serie de conversaciones con quienes lo conocieron de cerca, acaba definiendo con plenitud de argumentos de la única manera posible en una sociedad que aspire a la justicia: un criminal. Si no lo seguí leyendo es porque me aburren los recovecos biográficos de quien fuera cercano a no pocos hombres de poder en México (lo que los pinta de cuerpo entero y, de paso, al país…), pero me encargué de circularlo suficientemente entre algunos desprevenidos que andaban cerca.
Pese a su medio millar de páginas, leí el libro de Santos Juliá, en cambio, de corrido en unas cuantas mañanas y el resultado sobrepasó mis expectativas aun tratándose de un personaje y una época fascinantes, escrita por uno de los historiadores españoles más talentosos de hoy. Si es cierto que, de los enemigos de Franco, Azaña fue el más vilipendiado (al grado de ser llamado ladrón, cínico, pusilánime, rencoroso, esclavo de los intereses del comunismo internacional, pervertido…), el más señero de los presidentes de la Segunda República española es ahora el que goza de una revaloración más amplia y justificada. 
El libro de Juliá nos permite conocer de cerca, con un nutrido aparato documental y una prosa tersa, la vida y el pensamiento de quien fue un notable político, un extraordinario orador y un escritor lúcido, desde su nacimiento en la calle de la Imagen de la ciudad natal de Cervantes en 1880, hasta su muerte en 1940 a los sesenta años de edad, poco después del final de la guerra, en el poblado francés de Montauban, acosado por los agentes franquistas que no descansaron hasta verlo muerto. 
Las vicisitudes del régimen republicano y las ideas de quien encarnó mejor que nadie sus expectativas y fracasos, su evolución como pensador y político y por último el fin de su vida no pueden sino resultar emotivos. Pero el libro también lo es porque Juliá, historiador de gran sobriedad, insiste una y otra vez en la emoción con la que Azaña vivió la política y la importancia que tuvo en su manera de transmitirla… (Escúchese el sobrecogedor discurso de guerra del que copio el enlace al final de este post.) 
Reproduzco un párrafo que al menos da una idea de su obra y su destino político: “Azaña lo fue todo en el gobierno, sostenido no en la fuerza de un gran partido con amplio arraigo social sino en su inesperada capacidad para mantener unida una coalición de partidos dispares en la que el suyo no era más que una minoría. En tales condiciones, su programa de rehacer el Estado y la sociedad desde la raíz se puso en marcha sostenido en la claridad de su palabra, en la especie de iluminación que su discurso despertaba entre sus auditorios y sus socios de gobierno y en una mayoría parlamentaria que no le pertenecía. Él mismo definió aquellos años de gobierno como una revolución llevada a cabo en un régimen de libertad y por medios parlamentarios. Lo mismo escribió en el exilio Antonio Ramos Oliveira cuando atribuyó el fracaso de Azaña al hecho de haber pretendido realizar una revolución en un sistema de libertad. Este espejismo, que Aldo Garosci definió como haber descuidado el problema del poder, se reforzó con su ‘ascenssió rapidíssima, rutilant’, como escribió Plá, por la aparente facilidad con la que alcanzó la presidencia del Gobierno”. (pág. 341)
Vida y tiempo de Manuel Azaña me acabó llevando, de regreso ya en la ciudad, a dos libros más que esperaban su hora —y todavía a un tercero que no estaba contemplado— y que, contagiado por el tema, no he podido dejar de leer. El primero de ellos, las memorias que sobre los últimos días de la guerra escribió Fernando Rodríguez Miaja, sobrino que hizo las veces de secretario del General José Miaja, el famoso “defensor de Madrid”, exiliado en México desde el final de la guerra. Un amigo sirvió de enlace desde Asturias entre él y yo, y en agosto pasado tuve la oportunidad de visitarlo en sus oficinas de la calle de Tíber, en la colonia Cuauhtémoc. Se trata de un hombre de 92 años que conserva una envidiable vitalidad. 
Sano, agudo, hasta diría que ágil, Rodríguez Miaja, que vivió la guerra en primera persona y que luego huyó de España en el último minuto, y cuya vida se modificó radicalmente a causa de ella, se refiere al conflicto y sus secuelas con una amplitud de miras y una generosidad que ya quisieran muchos descendientes de exiliados en México. El libro, publicado hace más de una década, tiene el valor de los testimonios relatados al final de la vida y está lleno de pasajes interesantes, contados con gracia y vigor narrativo. Uno de sus propósitos es aclarar ciertos pasajes de la vida de Miaja que algunos historiadores, entre ellos Hugh Thomas, han contado de manera errónea o inexacta. Don Fernando me regaló, además, un ejemplar del libro prologado por él mismo que sobre su tío que acaba de publicarse en Oviedo, Miaja. El general que defendió Madrid, de Juan José Menéndez García (en una edición por lo visto financiada por el propio autor). 
El día que acabé de leer las memorias de Rodríguez Miaja, la ley de la serie, que últimamente no me da respiro, me puso delante Cuatro poetas en guerra de Ian Gibson (Planeta, 2007), que leí de inmediato. El tema no puede ser más interesante: las biografías de Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández entre febrero de 1936, cuando el Frente Popular gana las elecciones —en las que la debacle de la derecha “democrática” acabará provocando el fallido golpe militar que dará paso al conflicto armado—, hasta la muerte de cada uno de ellos, en tres de los cuatro casos como consecuencia del alzamiento militar y la guerra. 
Aunque ya conocía las circunstancias de Lorca y Machado, resulta interesante comparar el desarrollo de los cuatro destinos a partir del mismo momento histórico. Es imposible no indignarse una y otra vez con las circunstancias en las que Lorca fue llevado preso y asesinado y la triste forma en la que transcurrieron los últimos meses y la muerte de Machado del otro lado de la frontera con Francia. Entre todas las imágenes del libro, me gusta mucho aquella con la que Juan Ramón describe la huida el poeta de Campos de Castilla, que cruzó la frontera en medio de la muchedumbre, “humilde, miserable, colectivamente, res mayor de un rebaño humano perseguido”. (pág. 185)
Cuando escribo este post estoy ya embarcado en El valle de los caídos, una memoria de España, de Fernando Olmeda (Ediciones Península, 2009), sobre esa monstruosidad arquitectónica situada en la sierra madrileña de Guadarrama en la que yacen los restos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española. Ninguna otra obra pública encarna de manera tan visible la naturaleza de un oscuro régimen dictatorial, teñido de Iglesia y Ejército, que se fundó sobre el exterminio del enemigo vencido. 
Hacia el final de la estancia en la Universidad de Alcalá a finales del pasado abril, un querido amigo, el profesor Georg Pichler, nos propuso a mi compañera de residencia de escritura, Brenda Escobedo, y a mí visitar El Escorial; de ida, intentamos ver el monumento franquista pero ese día, al parecer a causa de los desprendimientos recientes de una monumental piedad colocada en la fachada, las visitas no estaban permitidas. Nuestro amigo austriaco llevaba en el coche un ejemplar del libro de Olmeda, que encontré en venta en la librería del monasterio del Escorial y que compré para una lectura que por fin ha llegado.

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La voz de Azaña en la red, http://bit.ly/eb3BfK
Un dramático discurso de guerra, http://bit.ly/e886nM

El libro de Fernando Rodríguez Miaja se llama Testimonios y remembranzas. Mis recuerdos de los últimos meses de la guerra de España (1936-1939), fue cuidado por Alejandro de Antuñano y apareció en 1997 en edición de autor. 

Las fotos de Azaña las he tomado prestadas de la red. Una de ellas, en la que aparece leyendo, de El País digital. La foto de Machado es en Valencia, probablemente en 1938.

domingo, 23 de enero de 2011

Cinco poemas de “El ciclismo y los clásicos”

Hace unos meses, por mediación de la escritora Mariana Bernárdez, conocí a Miguel Ángel de la Calleja, el editor que al frente de Parentalia se ha dedicado a reunir a la heterogénea parentela poética de México en una serie de plaquettes de autores tan distintos entre sí como Pura López Colomé y Raymundo Ramos, Aurelio Asiain y Efraín Bartolomé, Elsa Cross y Eduardo Langagne. Cuando me invitó a mí mismo a entregarle algún trabajo, me pareció que lo mejor era proponerle reeditar El ciclismo y los clásicos, la primera colección de poemas que publiqué y de la que se hicieron 350 ejemplares hace más de veinte años. 
Aquel pequeño librito, que salió en agosto de 1990, formó parte de los Cuadernos de Malinalco que editaba Luis Mario Schneider, uno de los investigadores imprescindibles de la poesía mexicana del pasado siglo, a quien tuve la fortuna de conocer y tratar. Como esta semana pasé un par de horas corrigiendo la nueva edición, me ha parecido buena idea compartir con los lectores de Siglo en la brisa algunas de sus páginas. Ya expresé en otra parte (http://bit.ly/gkHWh6) que me interesa que cualquiera pueda leer esta página y que por eso de cuando en cuando me permito hacer comentarios a los textos literarios, tal como hago ahora. Quien no sienta interés, necesidad o curiosidad de leer las notas que anteceden a cada texto, que se las salte: como comprobarán de inmediato, en rigor, no se necesitan.


1. Una estampa londinense enviada desde Leeds
Varias veces me he referido a mi amiga Nattie Golubov —la última vez hace sólo quince días (http://bit.ly/hh6mG9)— y casi siempre por razones relacionadas con su inspiradora personalidad. A mediados de los años ochenta, Nattie estudió la maestría en letras inglesas en la Universidad de Leeds, desde donde me escribió unas cartas llenas de brillo y poesía que provocaron algunos textos de El ciclismo y los clásicos. Por eso no es raro que en la breve muestra que publico hoy esté presente en dos ocasiones. 
Un día me mandó una foto del londinense Big Ben que al dorso, sobre la leyenda característica de la empresa fotográfica reproducida como sello de agua, escribió el nombre del lugar desde donde la tomó. Publicado este divertimento, ella misma me regaló una fotocopia del célebre poema de Wordsworth, “Composed upon Westminster Bridge, September 3, 1802”.


Desde Westminster Bridge

Por las calles de su
London

(This) Nattie piensa
un (paper)

poco en mí. Saca la
cajita

(manufactured),
apunta

y (by), aquí, el Big-
(Kodak) Ben.


2. Una suasoria inédita veinte años después
Este texto estuvo listo a mediados de 1990 para formar parte de El ciclismo y los clásicos pero por alguna razón, que dos décadas después no entiendo, decidí dejarlo fuera. Veinte años más tarde no me parece peor ni mejor que los que sí vieron la luz por lo que aprovecho la reedición para integrarlo a la serie. 
Aunque escrito con cortes de verso imitados a algunos poetas norteamericanos leídos en las ediciones de Hugo Gola o recomendados por Roberto Tejada, hechos siempre con intenciones rítmicas, este trabajo es una suerte de discurso suasorio copiado a los clásicos dedicado a una joven que conocí en la realidad. La palabra “avellanar”, por cierto, que leí en algún poema del Siglo de Oro, no quiere decir sino envejecer.


Exhorta a una hermosa conocida suya a dejar la doncellez

Según es fama sois, Fabiana,
segura ciudadela.

Y me dicen que sois dificultosa,
que a más de dos

habéis mudado el seso.
Que no ha nacido

el recio
ni existe el avisado

capaz de daros cerco.
Que nadie sabe

para quién ni para
cuándo.

Extraña fama es ésa, Fabiana.
En tiempo

de tormenta veleidosa,
de aguacero,

no pido que te des a Sodo-
mía,

mas ¿no ves que te estás avellanando
sin medalla,

y te estás dilapidando
si dilatas?


3. Un poema escrito por encargo
Sentados a la mesa durante la celebración que siguió a una boda civil, Alberto Kalach me preguntó un mediodía de finales de los años ochenta si los escritores todavía aceptaban escribir por encargo. Me apresuré a contestarle que sí. Como por esos días estaba por nacer su primer hijo, Marco, mi amigo arquitecto me pidió un texto que celebrara el hecho, para lo que acordamos un pago en metálico; también, a solicitud mía, unas palabras para servir de punto de partida, y que Alberto improvisó al vuelo: “buque”, “arco”, “cartabón” y “cobalto”. 
El resultado, aunque en el género de versos como los del poema precedente, es un pequeño homenaje al poeta Gonzalo Rojas, a quien siempre he leído con admiración (http://bit.ly/98pOi3 ).


Gestación y alumbramiento del niño Marcovaldo Kalach (por encargo de su padre)

Valdo puso un cartabón,
un buque de arcos

en el mar co-
balto,

y entre un octubre
y otro

armó el terror, le dio
preocupación

al mundo, y sin saberlo
vino

y fue y anduvo
entre las cosas del origen

(su propia luz hallando
al otro

lado). Y ahora que llegó
(llenándonos

de luz
la parte oscura) ¿quién

lo creería? ¿Caber, puede
caber

tamaño brío, bravura
semejante,

en este microscópico
faldero,

en este diminuto
mirmidón?


4. Asperezas e infortunios de un periplo real
Las muchas cartas que recibí de Nattie desde Inglaterra hicieron de la imagen de la reina Isabel II, invariablemente reproducida en los timbres postales, una presencia cotidiana en mi escritorio. Un día me pareció advertir, detrás de su regia indolencia, un mohín que me expliqué calculando las largas horas de viaje y los maltratos a los que debió de ser sometida, provocados al no ser ella la monarca auténtica, por los empleados de correos de los dos países. También sin duda por una inherente aspereza de carácter disimulada en mi presencia con toda educación. El relato está contado desde el punto de vista de un palafrenero del género de los corteses, que vino con ella. 
El texto apareció en el número de noviembre de 1990 de la revista Vuelta —en el que se anunciaba el flamante premio Nobel a su director, Octavio Paz—, con un par de erratas (una de ellas, inexplicable) que bien darían para un futuro post.


Diplomacia inglesa

Ahora, arriba, en el ángulo derecho, silenciosa
     nuevamente,
pero antes viera ud. las cosas que dijo Majestad acerca del camino,
cómo perdió la compostura al ver las postas,
viera ud. de qué manera la tomó contra nosotros,
cómo nos maldijo hasta la séptima las malas noches, la peor comida,
los tristes tratos destas bajas tierras.

Y mírela hora, en el ángulo del sobre, campeando el escritorio,
devuelta a su perfil de pura sangre,
mírela mirando amable el sacapuntas, los lápices en ristre, el vaso de
     agua.


5. Historia de una metamorfosis falsamente ovidiana
Muchas veces bromeé con que Isolda, que como buena persa era pródiga en pelos y carnes, había sido conejo antes que gato. Vista desde ciertos ángulos, lo parecía todavía. Un día me animé y puse por escrito esa versión de las cosas argumentando una chusca transformación. 
Este texto, penúltimo de El ciclismo y los clásicos, apareció originalmente en el número de diciembre de 1989 de la revista Los Universitarios que dirigía Gonzalo Celorio y editaba Pancho Hinojosa.


Cuenta la extraña transformación de su gata Isolda

Ayer fue liebre, mas hoy quién lo diría
si la mira lamiéndose de pronto
agora el pecho con aguda lengua, agora la pata
     delantera
y más allá la cola.

Oyó el fusil alimañero de un astuto solapado en la espesura
y, cundida de mieditis, puso pies en polvorosa,
y trepando acá una cumbre o bajando allí un declive
(no llegó a la luna por falta de escalera),
si no en laurel —como a la ninfa—, el susto la trocó de cuy en micha,
de silvestre en doméstica criatura.

El cambio la hermoseó, le devolvió la proporción perdida
de vivir acechando entre las fieras.
Mudó la dentición
(canjeó los incisivos por caninos),
se le achinó la mira y se le puso más donosa
y de largas —que mucho es el cuidado
donde el escollo es mucho—
en cortas se mutaron sus orejas, y en más acomodadas,
y hasta en el habla misma le crecieron
por mor de gongorismo unas espinas.

Por tan nimia razón —¡un sobresalto!—
y en tales condiciones,
¿habráse visto semejante trueque?
Que más parece cosa de invención, y figurada,
y asumpto de otro Ovidio.

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Una estupenda reseña del trabajo de Luis Mario Schneider, escrita por Adolfo Castañón, puede leerse en http://bit.ly/hiJwIh
La foto de Roberto Tejada fue tomada durante una visita que hicimos con otros amigos, alrededor del año noventa, al sitio arqueológico de Tula.
La primera edición de El ciclismo y los clásicos apareció en agosto de 1990 en la colección Cuadernos de Malinalco, en la que ocupa el número 15. La nueva edición aparecerá próximamente en la colección “Fervores” de Parentalia ediciones, cuyo logotipo reproduzco a la derecha.

domingo, 16 de enero de 2011

El número de Scherer

De tarde en tarde me topo con gente a la que no conozco que conoció Viceversa. Es cierto que salen a relucir algunas confusiones, explicables casi siempre por los años que han pasado pero nunca tan injustificadas como las que aparecen en una Historia del periodismo cultural en México que publicó Conaculta en 2007, y que dedica a la revista casi tantas imprecisiones como renglones. 
Tuve la oportunidad de decírselo en persona a su autor, Humberto Musacchio, pero como no hubo tiempo de entrar en detalles se lo escribí en un correo electrónico por si el libro llegara a reeditarse —correo, por cierto, del que no recibí respuesta—. Ya entonces le aclaré que Viceversa, al revés de como él afirma, no fue bimestral sino sólo durante el primero de sus casi nueve años; que su primer jefe de redacción no fue “Eduardo Cayuela Gally”; que no trabajó con “un cuerpo de redactores” y que nunca hicimos un número monográfico sobre Octavio Paz. No me quejo pues según entiendo ya desde que vio la luz se señalaron los desaciertos y las omisiones en los que por lo visto abunda ese trabajo (una reseña puede leerse en http://bit.ly/hTDQeF).
Me parece que, de Viceversa, de lo que más se acuerda la gente es de algunos números monográficos: el de Toledo, el del éxtasis y otras drogas de diseño, el de María Sabina, el de la revista Vuelta, el de Monsiváis…  Este último, por ejemplo, sirvió hace no mucho de fuente informativa a la sección cultural del periódico Reforma al morir quien lo inspiró. Y… el número de Scherer. Ya conté en este espacio que la idea de hacer una entrega especial sobre el director fundador de la revista Proceso me fue sugerida por Germán Dehesa una mañana de fines de 1993, en vísperas de un año movido y dramático, por la época en la que algunos ilusos pensábamos que el cambio político era una posibilidad real en el país (http://bit.ly/hXJxrU). Si a partir del número de Viceversa los futuros trabajos periodísticos sobre Julio Scherer pudieron contar con una fuente de información bastante completa, nosotros tuvimos que empezar (sobre todo en algunos aspectos) casi desde cero. El propósito de este post es describir brevemente el resultado.
El número 11 de Viceversa apareció en abril de 1994, apenas unos días después del asesinato de Luis Donaldo Colosio. A juzgar por las ventas y la crítica favorable que suscitó, fue el primer éxito periodístico de la revista —y, al menos en cierto sentido, el más importante—. Una de las notas que se escribieron sobre el número fue la que publicó tres días antes de la presentación precisamente Humberto Musacchio (Reforma, 24 de abril de 1994, Cultura-15D). Dijo que “de las revistas enclavadas en el movedizo rubro cultural, Viceversa es probablemente la de mayor atractivo y la más sugerente”. Y añadió: en el número “no faltan las inexactitudes y las exageraciones pero también hay crítica atinada y punzante, la que habrá irritado a la hueste de Fresas 13 [dirección de la revista Proceso]”.
El número de Scherer fue el cuarto de la etapa mensual de la revista, iniciada en enero de ese año, después de siete números aparecidos con frecuencia bimestral. Si bien en rigor no es monográfico, las páginas dedicadas al periodista, que aparecen en la forma de dossier bajo el nombre de “Proceso a Julio Scherer”, ocupan un poco más de la mitad del número: cincuenta y dos de un total de cien, en la entrega con más páginas de la historia de la revista hasta esa fecha. 
La foto de la portada es un close-up de Rogelio Cuéllar, notable por tratarse del retrato frontal, cerrado, de un personaje escurridizo, del que al menos entonces no era fácil encontrar material gráfico disponible. Antes de entrar propiamente en materia, hay una nota editorial de Eduardo Vázquez Martín, subdirector de la revista, sobre la muerte de Colosio, ilustrada con una estupenda foto de Cuartoscuro.
El dossier dedicado a Scherer está dividido en cuatro partes. En la primera se analiza su obra periodística, si puedo decirlo así, más directa y su reflejo en la literatura: mientras Ricardo Cayuela Gally, jefe de redacción de Viceversa, revisa algunos trabajos del reportero Scherer en el Excélsior de los años sesenta y setenta, Mónica Braun hace un análisis del personaje literario basado en su persona en las novelas Los periodistas de Vicente Leñero y La guerra de Galio de Héctor Aguilar Camín. 
En la segunda parte se analizan los hechos del histórico 8 de julio de 1976, cuando una asamblea dirigida desde Los Pinos decide la separación del cargo de Scherer: por un lado, se publica una versión inédita de los hechos armada con testimonios de cooperativistas anónimos y por el otro un análisis de Fabrizio Mejía Madrid sobre las versiones previamente divulgadas; la sección se complementa con textos de Roberto Zamarripa, el Subcomandante Marcos, Fernando García Ramírez y Carlos Marín sobre la revista Proceso, y cierra con un análisis del tiraje histórico de la revista desde el año de su fundación.
La tercera parte es, para mí, o al menos según lo que yo pensaba entonces, lo mejor del número: la secuencia de fotos de la salida de Excélsior aquel jueves 8 de julio de 1976. Ya se sabe que el diario quedó, por decirlo así, partido desde aquel momento: unos periodistas quedaron de un lado del río, otros del otro. La sesión que separó a Scherer de la dirección del periódico fue registrada por el fotógrafo Aarón Sánchez, quien para 1994 era empleado del periódico unomásuno; la salida de los periodistas derrotados por el poder presidencial, por Juan Miranda. 
A Aarón Sánchez fui a buscarlo al unomásuno; al principio se mostró un tanto desconfiado; luego, accedió a ayudarme. De Juan Miranda, en 1994 coordinador de fotografía de Proceso, acabé haciéndome amigo, al grado de que sólo un par de años más adelante asistí de cerca a algunas experiencias vitales suyas que cristalizaron en su libro Curanderos y chamanes de la sierra mazateca, que yo edité. Debo decir que al empezar a armar el número sentí cierta resistencia, y más que resistencia acaso desconfianza, todo lo sutil que se quiera, en el interior de Proceso. Juan Miranda me sugirió pedir una entrevista con Enrique Maza para exponerle la idea del número, enseñarle el proyecto de índice y la lista de colaboradores. 
Maza, parte fundamental del núcleo directivo de la revista y uno de los hombres más cercanos a Scherer, se mostró amistoso, flexible y hasta diría que ligeramente complacido. En cuanto salí de la reunión en su pequeño cubículo, a un lado del privado del propio Scherer, sentí que atmósfera se aligeraba y las puertas empezaban a abrirse. Miranda me entregó sus imágenes y pude así armar la secuencia completa de los hechos del día que para muchos marcó el nacimiento de la prensa independiente en México. Además de las fotos de Sánchez y Miranda, el dossier tiene fotos del mencionado Rogelio Cuéllar, Marco Antonio Cruz, Roberto Portillo, los Hermanos Mayo —una foto que no tiene precio en la que parecería que Echeverría y Scherer se sostienen las miradas—, Patricia Cieza de León, Pedro Valtierra, Ángeles Torrejón y Eloy Valtierra.
Por último, la entrega ofrece un amplio y valioso mosaico de testimonios sobre la persona y la obra de Scherer. La lista de colaboradores incluye, entre otros, a Miguel Ángel Granados Chapa (quien aparece en una de las imágenes que ilustran este artículo en el momento en que abandona el edificio del diario), Carlos Castillo Peraza, Enrique González Pedrero, Heberto Castillo, Carlos Monsiváis, Germán Dehesa, Jaime Sánchez Susarrey, Federico Reyes Heroles, Lorenzo Meyer y Enrique Krauze. Quedaron fuera del número, por razones de espacio, los textos de Everardo Espino, Julio Faesler, Vicente Leñero y Enrique Maza. A la mitad del número hay una caricatura de Rogelio Naranjo en la que aparece don Julio con una larga cola de zorro… El número de Scherer fue presentado el miércoles 27 de abril de 1994, con todo propósito en la librería Reforma, que estaba ubicada delante de la periódico Excélsior, con una mesa redonda que yo moderé y en la que participaron Federico Reyes Heroles, Raymundo Riva Palacio, Froylán López Narváez y Germán Dehesa.



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Para quien desee conocer el número de Scherer o cualquier otro de los 96 que publicó la revista entre noviembre de 1992 y mayo de 2001, hay colecciones completas en la Biblioteca Vasconcelos de Buenavista y la Rubén Bonifaz Nuño del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

Casi todas las fotos que ilustran esta entrega fueron escaneadas del número 11, de abril de 1994, de Viceversa.

Más sobre Viceversa en este blog:
Mis 10 portadas preferidas de Viceversa, http://bit.ly/cJMvf4
Nagara, el gato de Octavio Paz, http://bit.ly/9BeKvm
Borges en los baños de San Ildefonso, http://bit.ly/9aenhb

domingo, 9 de enero de 2011

Cosas que se van

¿Por qué no he conseguido deshacerme de ninguno de los siguientes siete objetos, la mayoría de los cuales carecen de utilidad, ni siquiera están visibles o a la mano ni poseen virtudes para la melancolía o la nostalgia? El hábito y la inercia, sin duda, pero también una costumbre heredada de tíos a sobrinos característica del lado cabraliego de mi asturiana familia. 
Mi padre la heredó de su tío Florentino, que durante los treinta años que vivió en México juntó todos y cada uno de los ejemplares del diario Excélsior, al que estuvo suscrito casi desde que llegó al país, y él a su vez de su tía María, una agria solterona que, a pesar de que administró la riqueza considerable de uno de sus hermanos, debido a la pobreza en la que se crió y a la economía que impuso la posguerra española, repleta de privaciones y carencias, nunca fue capaz de tirar nada a la basura. Quizás el pretexto de escribir este post, de alguna manera inspirado en “Viaje alrededor de mi escritorio” (http://bit.ly/dWllU5), me anime, finalmente, a deshacerme de ellos. Con todo, debo confesar que ahora que reflexiono sobre la mayoría de estas cosas y saco a la luz las razones por las que no me he desprendido de ellas, tengo la sensación de que, al menos en algunos casos, tampoco seré capaz de conseguirlo esta vez.


Una botija de barro blanco (1984)
Fue uno de los primeros objetos que entró en la casa de San Jerónimo a donde fui a vivir después de la separación de mis padres. Me lo trajo de Granada mi amigo Felipe Jiménez una de las primeras veces que volvió de España, a donde se había ido a vivir un año antes, poco después de acabar la preparatoria. 
El tiempo consiguió lo que parecía imposible: manchar la superficie durante años impoluta del barro noble de este hermoso objeto ideado para transportar y beber agua. Por alguna razón que no me explico, no lo volví a tomar en cuenta como parte del sencillo decorado de mi casa y durante los últimos cuatro años ha vivido un exilio en el rincón más apartado del armario de mi cuarto, junto a un gato de juguete y una hamaca que compré en Puerto Escondido.

El palo de lluvia (1987)
Si de un objeto he querido deshacerme con mayor frecuencia y mejores argumentos es este palo de lluvia que francamente no comprendo bajo qué género de entusiasmo compré en el Bazar del Sábado el año en que Eugenio, Ángeles y yo hicimos un grupo inseparable que nos acabó llevando al sureste en un viaje de varias semanas. 
Cuando pensé que al final lo conseguiría, siquiera porque durante el lustro que estuve en España lo olvidé por completo, volví a toparme con él apenas pisé territorio nacional. Mi hermano, adelantándose a mi propia llegada, me hizo el favor de llevar a mi nueva casa algunos objetos que me pertenecían y lo primero que vi en cuanto entré en ella fue nada menos que el palo de lluvia, en el rincón del lado de la ventana, lugar del que ya no me animé a moverlo y donde ha estado, a su manera inamovible y eterna, durante los últimos cuatro años.


Una camisa de lunares (1992)
Hace no mucho estuvo más cerca que nunca de irse a la basura cuando la temperamental Afelia argumentó con aspereza lo absurdo de mantener en el cajón esta camisa de algodón, talla M, de la marca Tommy Hilfiger, que compré en una tienda de ropa de Lewisburg, Pensilvania, el año que viví en el campus de la Universidad de Bucknell. 
Jamás estuvo en uso: nunca encontré la ocasión adecuada para usarla de manera continua. Dos o tres años me la puse para la fiesta de fin de año en la playa y una vez llevó un lazo rojo en uno de los ojales ya no recuerdo con qué motivo. Como veo en el retrato que me hizo mi primo Jose en junio del año 2000 que acabo de encontrar en un cuaderno, la última vez que me la puse fue exactamente hace una década, en la fiesta de mis 36 años —y ni siquiera acabé con ella puesta porque me la cambié por la que él y su mujer me regalaron esa noche.


El gato de Chagall (1994)
A una novia que pasaba una temporada en Nueva York le hizo tanta gracia este gato copiado del famoso óleo de Marc Chagall (“París a través de la ventana”, 1913) que vio en la tienda del Museo Guggenheim, que no tuvo otra ocurrencia que comprarlo y mandármelo envuelto en tres o cuatro capas de papel de regalo con una amiga que volvía a México. 
Resulta una experiencia simpática ver al gato de rostro humano en tercera dimensión y revisarlo de cabo a rabo, incluido el flanco izquierdo (que el pintor dejó oculto pero que los diseñadores del museo decidieron hacer idéntico al que sí vemos), como si literalmente lo hubiéramos sacado del cuadro. Los últimos años, el felino de juguete ha guardado un silencio sin pena ni gloria en lo alto del armario, junto a la hamaca comprada en la playa oaxaqueña y la botija andaluza.


Un reloj de pared (1996)
Un primo político de Mónica Braun, editora de Viceversa a mediados de los años noventa, quiso anunciar su servicio de compostura de relojes antiguos en las páginas de la revista. Desde la primera conversación le manifesté mis dudas respecto a que la idea pudiera funcionarle. Él insistió, así que durante algunos meses mantuvo un anuncio de un cuarto de página que fue pagando con celo y puntualidad. 
Al final, con el cierre de su taller, quedó un saldo que ya no pudo pagar y me propuso hacerlo con este hermoso reloj de péndulo de la marca Urgos, una empresa originalmente alemana de la que leo en la red que se dedicó a fabricaciones militares durante el Tercer Reich. La sencillez de su carátula y la estructura de madera en la que está montada, que no parece que sea la primitiva, hacen una hermosa combinación. Conserva la llave original, que hace años, al menos durante unas semanas, supe usar apropiadamente. Desde que volví a México ha estado en el suelo de mi recámara, del lado de la ventana, a la espera de una nueva resurrección.


Un par de botas australianas (1999)
Llegaron a mí —aunque más bien debería decir que yo llegué a ellas— durante 1999, que ha sido el peor año de mi vida, cuando por una suerte de compensación del destino viajé a la ciudad de Sídney a una boda en representación de mi abuela Fernanda. Jamás había tenido y probablemente nunca vuelva a tener unos zapatos así: cómodos, flexibles, suavísimos. 
Al ponerme esas botas de la marca Rivers, que por un error de apreciación característico de aquella época compré de un número mayor al mío pero que fui a cambiar al día siguiente, me invadía una sensación parecida a entrar en casa, aun cuando el hecho se produjera a catorce mil kilómetros de la ciudad de México, en el corazón de la remota Oceanía. Nunca he tenido el valor suficiente para tirarlas a la basura y desde que dejé de usarlas, hace ya unos cinco años, una vez que sus virtudes se volvieron contra ellas, han gozado de una honrosa jubilación al fondo del clóset entre otros pares de muchísimos menos merecimientos.


La taza regalo de Nattie (2001)
Poco después de llegar a vivir a su casa en el barrio de Stoke Newington, en Londres, Nattie Golubov puso en mis manos, a manera de bienvenida, esta taza de porcelana en la que bebí café todas las mañanas de los últimos nueve años, hasta que hace poco me vi obligado a darla oficialmente por perdida. Se trata del modelo “golfer” de la Spode Blue Room Collection (http://bit.ly/ejsxmg). En 2007 una muchacha de servicio la rompió por el asa y pegó discretamente sin decirme nada; yo tampoco dije nada y así la seguí usando hasta que yo mismo, en un movimiento brusco mientras la lavaba, la rompí irreparablemente por ese mismo lado hará cosa de seis meses. 
Esta semana le pregunté por correo a Nattie por la taza y su respuesta fue la siguiente: “Ese tipo de porcelana de Spode es clásico; me gusta porque lo relaciono con un estilo de vida inglés muy particular ahora inexistente, Woolfiano digamos, y con la cerámica de Sanborn's”. A renglón seguido, irónica, escribió: “¡Sanborn's!”. A los pocos minutos, en otro correo, todavía añadió: “¡Ya tira los restos!”.



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La foto de Felipe Jiménez en Atenas me la envió por correo él mismo durante un viaje de trabajo por Grecia, viviendo ya en España; el dibujo en el que aparezco con la camisa de lunares lo hizo mi primo Jose en mi fiesta de cumpleaños del año 2000; el anuncio de reparación de relojes antiguos lo tomé del número 24 de Viceversa (mayo de 1995), y el retrato de Nattie Golubov, de su página de Facebook.