domingo, 28 de noviembre de 2010

Mario González Suárez, fotógrafo

Lo conozco como el amigo de un amigo lejano desde hace tanto tiempo que forma parte de mi geografía amistosa básica de por lo menos las últimas dos décadas. De lejos, me parecía un hombre extraño, difícil, hasta antipático. Hace tres años por fin coincidí con él en una cena de pocos invitados en Coyoacán donde lo vi devorar medio conejo mientras conversaba perfectamente atento, cuidadoso, casi delicado. Igual que su persona, sus libros —los que he leído: un par de novelas muy distintas entre sí y un relato breve— fueron una grata sorpresa y me permitieron entender por qué este hombre singular es uno de los narradores más sólidos de mi generación. Si tuviera que definir su literatura, al menos la que yo conozco, diría que hay en ella una cierta desolación expresada con parquedad, sin aspavientos. Si fuera un árbol, diría que es uno de esos especímenes sanos y corpulentos que una época fueron podados con excesiva severidad. 
Poco después, cuando estuve al frente de la Dirección de Publicaciones de Conaculta, le propuse dirigir una serie de narrativa como él: extraña, si se quiere difícil, poco o nada concesiva, de ésa que el mercado desprecia, y así nació la colección que bauticé “Singulares” y de la que los dos brillantes primeros títulos, escogidos y cuidados siempre por Mario, fueron Tadeys de Osvaldo Lamboghini y Cuentos (casi) completos de Calvert Casey. Hace unas semanas estuve en su casa de la calle de Neva para darle unos negativos que se ofreció a ampliar para mí. Fue cuando vi sus fotos, entre las que estaba la hermosa serie que hoy comparto con los lectores de Siglo en la brisa. Para quienes ya lo conocen, será interesante echar un ojo a este aspecto de su trabajo creativo; para quienes no lo han leído, estas imágenes insólitas y el texto perfecto que las acompaña son buena una muestra de su talentosa singularidad.


Fantasmas de mediodía
Texto y fotos de Mario González Suárez

Después de visitar el pueblo de Pátzcuaro es natural pensar en acercarse al lago del mismo nombre. Preguntando, uno se entera de que hay un embarcadero, por allá por la salida a Morelia, pasando unas vías del tren y de allí pa dentro. Ahí va uno, construyendo mentalmente algo así como un muelle o un atracadero o acaso un dique. El lago es grande, me digo, así se ve en el mapa, hasta una isla famosa tiene, pero seguro no da para un malecón ni una escollera. Hace un día espléndido y me imagino que será muy agradable subirse a una embarcación, sentir la brisa, fotografiar el agua.
El camino es más largo bajo el sol, voy por una avenida no sé si empedrada o sin pavimentar, las casas comienzan a llamar mi atención. Parece un suburbio residencial, seguro ya me perdí, nada indica que sea la zona lacustre, no veo a nadie hasta que aparece a una señora que con suma amabilidad me dice que al final de la calle le dé a la izquierda y ahí luego luego está la entrada. Termina la calle y salgo a un claro, donde deambulan varios perros y un sujeto armado con una franela le indica a los automovilistas dónde estacionarse a pesar de que hay mucho espacio. Veo un letrero con el nombre de una fonda y otro con el brochazo de una flecha que apunta hacia el embarcadero. Nunca lograré verlo, y de pronto ha dejado de importarme porque ese campo sin barda está presidido por un puñado de casitas muy bien acomodadas. Me apabulla ese aspecto de las casitas tan casitas. Uno de estos sujetos que consumen el día entre cuidar un par de vacas sin cencerro y pedir monedas por no sé qué servicio, me dice que eso era un fraccionamiento de la marina, ahí dejaron sus barcos, vea.
Hay unas casas en obra negra y pienso que no han terminado de construirlas. Al acercarme veo que más bien está abandonado. Avanzo ya con la cámara en ristre y me intriga que precisamente ahí no anda ni un perro. Me parece ver unos bultos que huyen, se ocultan entre la maleza. Descubro rastros de materiales de construcción y de gente, ropa tendida, alguna cortina, unas sillas. Más bien están restaurando. De plano me meto a una casa, un poco con la intención de que alguien aparezca. Nadie y el pasto tan parejito. Todo luce abandonado y cuidado a la vez.









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Mario González Suárez nació en la ciudad de México en 1964. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y del programa de Residencias Artísticas México-Canadá 2000. Ha publicado De la infancia (Tusquets, 1998), novela adaptada al cine por Carlos Carrera; El libro de las pasiones (Tusquets, 1999, 2001), por el cual obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” y el Premio Nacional de Literatura “José Fuentes Mares”; Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo XX (Tusquets, 2001, 2009); Marcianos leninistas (Tusquets, 2002); Nostalgia de la luz (Tusquets, 2003); La sombra del sol, (El Cuenco de Plata, 2006; Almadía, 2007); Dulce la sal (Pre-Textos, 2008); A wevo, padrino (Mondadori, 2008); Con esas manos se acarician. Antología (Bruguera, 2010). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2001. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, al francés, el inglés y el esloveno. En 2002 ganó el Premio Internacional de relato Emecé/Zoetrope. Dirige la Escuela de Escritores de la SOGEM.

En la red: una entrevista en http://bit.ly/fXpwHo y un par de cuentos en http://bit.ly/fZfv0lhttp://bit.ly/hcLMN4.

domingo, 21 de noviembre de 2010

La Revolución y el fracaso educativo en México

El último viernes de octubre participé en un ciclo de conferencias organizado por el Instituto Politécnico Nacional sobre la Independencia y la Revolución Mexicanas desde el punto de vista educativo. Algunos de los otros conferencistas fueron Javier Garciadiego (presidente del Colmex), Luis Antonio Jáuregui (director del Instituto Mora), Javier Villalpando (director del INEHR) y Santiago Portilla (investigador del CIESAS). El texto que leí frente al Consejo General Consultivo de IPN es resultado de mi vocación pedagógica, mi afición a ciertos episodios del movimiento revolucionario de 1910 y sobre todo mi pertenencia a una generación hoy en plenitud de facultades creativas y en puestos de poder que al menos desde mi punto de vista, por efecto de su educación, ha resultado perdida para los grandes proyectos públicos. El fragmento que publico en Siglo en la brisa es la parte medular de mi ponencia. Señalo entre corchetes las partes que he dejado fuera por motivos de espacio, pero doy alguna referencia sobre su contenido.


Quiero dar las gracias por la invitación a participar en este ciclo de conferencias al Consejo General Consultivo del Instituto Politécnico Nacional, y en especial a la directora general de esta institución, la doctora Yoloxóchitl Bustamante Díez. Para mí es una oportunidad inmejorable para expresar, frente a un grupo de expertos en temas educativos, algunas ideas sobre historia y educación que han rondado mi cabeza este año significativo para México, en el que con mayor o menor fortuna el país y su historia han sido puestos a revisión. No se espere de mí una tesis original sobre cómo ha sido reflejado nuestro pasado en la actividad pedagógica. Mis oficios son la escritura y la edición: estudié letras hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, dirigí una revista cultural durante casi una década y estoy a punto de publicar un tercer volumen de poemas. 
Pero en diversas ocasiones he sido profesor, de materias siempre relacionadas con la lengua y la literatura. Mi punto de vista es rigurosamente personal: proviene de mi vocación pedagógica, de mi experiencia como lector aficionado a algunos episodios de nuestra historia y sobre todo a mi pertenencia a una generación, la de los nacidos en los años sesenta, a la que algunos aspectos de la versión oficial de la historia dejaron una huella peculiar.
No dudo que mi inclinación a dar clases provenga de mi educación con los hermanos maristas, una congregación religiosa como ustedes saben dedicada exclusivamente a la enseñanza, con quienes cursé toda mi vida escolar antes de ingresar a la Universidad, entre 1970 y 1982, de primero de primaria a tercero de preparatoria. Sin ser laicos, los maristas eran poco o nada impositivos en términos de fe y si recuerdo algunas clases de religión es porque algunos profesores contaban las historias bíblicas con agudo sentido literario. 
En una de ellas oí por vez primera la palabra “vehemencia”, cuyo significado no me atreví a preguntar en clase y consulté en un diccionario llegando a mi casa. Más que la vehemencia y el celo religioso, los maristas contagiaban la tolerancia como si su cuna, la Francia de 1817, hubiera dejado en ellos la marca de algunos valores de la admirable civilización de ese país.
Además, a pesar de ser una escuela privada, gracias a que estaba ubicada en el corazón de la colonia Del Valle y a que eran razonables sus colegiaturas, el Centro Universitario México también resultaba, si puedo decirlo así, una escuela con vocación democrática. Si mi verdadera entrada al mundo ocurrió en cuanto entré a la Universidad, fue con los maristas con quienes me di cuenta de que la enseñanza era una actividad fascinante. Además de parte de lo que sé, les debo la percepción de la enseñanza como una actividad necesaria tanto como gozosa, lo que estaba implícito en su manera de trabajar.
Con todo, es interesante observar que mis enseñanzas mejores no vinieron específicamente de ellos sino de algunos maestros que trabajaban en sus escuelas. Jesús Celaya, un exseminarista y exjugador del Altas de Guadalajara en cuya clase, a mis trece años, gracias a lo que inesperadamente dijo de un trabajo escolar mío, me di cuenta que podía convertirme en escritor. Javier Díaz Brassetti, un joven albino apenas unos años mayor que yo, él sí la estampa misma de la vehemencia, que tenía un extraordinario talento para transmitir la pasión por el mundo y el amor al conocimiento, y que me regaló en el momento exacto en que se desgarraba el ámbito familiar mis primeras antologías poéticas y me animó a intentar ser, de veras, poeta.
Y sin embargo, si tuviera que referirme a una sola, hablaría de una clase que se daba en el último año de la preparatoria llamada nada menos que Revolución Mexicana. Recuerdo con nitidez algunas lecciones de aquella asignatura: las obras materiales que produjo el Porfiriato o las condiciones económicas y sociales que justificaron el estallido social; el asesinato, espantoso, salvaje, sádico, de Gustavo Madero, que nos fue referido con lujo de detalles; las caballadas encabezadas por aquel personaje legendario entre los legendarios, sonoramente llamado Pancho Villa.
Javier Díaz Brassetti tuvo la espléndida idea de que escenificáramos lo que se llamó, me parece que como un programa de la televisión mexicana de hacía unas décadas, unos juicios históricos en los que un alumno representaba a un personaje relevante y se creaba un grupo de supuestos fiscales para su acusación y otro de abogados para su defensa. Yo participé activamente en los dos más sonados, el juicio a Juárez —aunque no se me crea encarnando yo mismo a don Benito, por obra de un esmerado maquillaje y mi amor al teatro—, y el juicio a Porfirio Díaz, como parte de la fiscalía. Durante una de las sesiones del juicio al ex dictador se armó un zafarrancho de tales proporciones que el experimento tuvo que cancelarse.
Pero ni la misión cívica de los maristas era capaz de oponer una lectura propia al imponente discurso de la historia oficial que el Estado mexicano llevaba perfeccionando ya para entonces casi medio siglo. Según su visión de las cosas, al menos la que repercutía en las escuelas de entonces —o por lo menos en la percepción de un estudiante de preparatoria de 1980—, en un mismo discurso se amalgamaban los planteamientos revolucionarios más diversos, los cuales vistos de cerca, con una lectura más o menos cuidadosa, era evidente que no podían convivir sin conflicto. Los historiadores han observado que con frecuencia la Revolución apartó a los hombres más por razones personales que ideológicas, pero aun así iba a ser muy difícil que Madero y Zapata se entendieran, por poner un ejemplo de primera importancia y hablar de un rompimiento temprano dentro de la primera fase de la Revolución, por más que los dos pusieran buena voluntad y representaran tanta verdad desde sus mundos contradictorios y enfrentados. 
La creación del Estado posrevolucionario necesitó de héroes y heroísmos, así como las religiones necesitaron de santos y santidades, y el grupo de revolucionarios que triunfó, constituido por militares del norte del país, hizo un esfuerzo por aglutinar los discursos que habían estado en liza: fue maderista, porque adoptó como bandera, de manera sumamente peculiar, el discurso democrático y el principio poco menos que sagrado de la no-reelección; fue zapatista, porque entre sus objetivos estuvo el reparto agrario, con un enorme cuidado de mantener fructíferas relaciones con las oligarquías locales; fue carrancista, entre otras cosas, en tanto que adoptó un nacionalismo férreo y una sagacidad para tratar al incómodo vecino del norte; y hasta terminó manifestándose villista porque incluso elevó una capilla, una vez que Doroteo Arango fue cuidadosamente eliminado, a su contrincante militar más peligroso…
Con el paso de los años, el Estado que resultó de ese triunfo fue aglutinando los discursos hasta hacer una especie de monstruo de tres ojos, siete patas, veinticinco manos, que fue su naturaleza durante larguísimas décadas, capaz de adaptarse a todo, de engullirlo todo, de reinterpretarlo todo, de hacer amistad con unos y con otros, hasta estar bien con Dios y el diablo. Sin ninguna duda ese sistema dio pasos enormes, en educación, en servicios médicos, en reparto agrario… mucho más en comparación a como estábamos en tiempos de don Porfirio. No podemos pedir menos de los largos años de paz social que tanto pregonó el sistema y no podría ser de otra forma si trabajó a sus anchas, de la manera que quiso, prácticamente sin molestia y (por lo menos hasta 1968) sin ninguna oposición de verdadera importancia.



[Aquí, para mostrar un punto de vista del interior del proceso revolucionario, un análisis de El águila y la serpiente parecido a “Galería de retratos de la Revolución”, http://bit.ly/9VSJ72, y “Eufemio Fox”, http://bit.ly/d3Z3HG, aparecidos en este blog]



¿Y qué resultó de ese discurso de inclusión artificial? ¿Qué de la apropiada amalgama de discursos contradictorios entre sí? Si como solución política le funcionó al sistema surgido de la Revolución, a cien años de su inicio podemos hacer algunas valoraciones. Pensemos en el tema que nos reúne esta mañana: la educación. Desde luego, no es posible compararse con las condiciones educativas del Porfiriato. En ciertos aspectos inquietantes, quizás el mundo ha cambiado más en los últimos veinte años que en dos siglos. Claro que muchos más mexicanos tienen el acceso asegurado a las aulas; claro que no hay el analfabetismo y la ignorancia generalizada de hace un siglo… Pero si dejamos la discusión en ese lugar, estaríamos conformándonos con muy poco. Si nos satisface la estadística, nos quedaremos en la piel del problema y por lo tanto con su aspecto más exterior. Ya nada digamos del daño que ha hecho la política a la educación en México: todos sabemos que la educación a gran escala representa en este país, mayormente, un botín que está en juego, y en cierta medida una vía para acceder al poder.
¿Y cuál ha sido el resultado? El mexicano que ha tenido acceso a la alfabetización y las aulas, ¿qué piensa? ¿Quién es? ¿No tolera día a día y hasta participa en alguna medida, poca o mucha, de la corrupción que está en el aire? Acabamos de leer en los informes internacionales que al menos como se perciben las cosas la corrupción en México está peor que hace sólo unos años. ¿No es admirable que no haya una sola campaña pública, al menos no una de un tamaño proporcionado al problema, contra la corrupción? ¿Se dan cuenta de que ya ni siquiera nos tomamos la molestia de decírnoslo, y que la hemos aceptado como parte de nuestra naturaleza más interior? Y el mexicano, y esto es muy grave porque todo el juego político gira en torno a esta idea: ¿no les parece que el mexicano medio está fundamentalmente desengañado de la democracia, que es ante todo un aprendizaje que nunca han hecho nada por enseñarle?
Pero corrupción —que está en la información básica del cromosoma nacional— o resistencia a aprender de la democracia son apenas sólo aspectos de una grave problemática nacional que nos ha dejado como resaca la paz social del sistema de la revolución burocratizada. Otros problemas, algunos de ellos con visos de debacle: la explosión demográfica, que en el sur del país representa un problema de una magnitud de la que ni siquiera creo que estemos conscientes; o el lugar que mantiene en la sociedad mexicana la Iglesia Católica —la cual, a pesar de nuestro juarismo oficial, a veces parece estar fuera de control, quizás porque como sucede en alguna otra esfera es más fuerte que el propio Estado—; o la monstruosidad del Distrito Federal; o el estado de la seguridad social, que no puede sino calificarse de catastrófica; o la ignorancia y la codicia de los empresarios, que asociados con frecuencia con los políticos, tal como sucedió de manera tan visible desde tiempos de Miguel Alemán, hace una combinación mortífera, de verdaderos depredadores, contra los que no tenemos ninguna defensa.
Y algo más, quizás lo peor porque parece que nos cierra las puertas a cualquier solución de fondo: la resistencia del individuo a sentirse parte de una comunidad, problema que arrastramos desde nuestro origen español y que no hizo sino acendrarse con la derrota y la destrucción de las culturas prehispánicas. 
Un notable científico decía de España, y la frase es perfectamente trasladable al resto de los países hispánicos, que a diferencia de los sajones, en los que el ciudadano se pregunta qué podría hacer por el Estado, en los nuestros el ciudadano se pregunta permanentemente qué puede hacer el Estado por él… Y quizás por eso estamos condenados, al menos como comunidad, a no salir jamás de esta suerte de laberinto en que nos metió la historia.
Hace unos meses fui invitado, entre otros escritores que están en la cuarta década de su vida, a participar en un libro colectivo sobre los años sesenta. Lo que los editores nos pidieron fue un texto que reflexionara sobre la década en la que nacimos. Primero me pareció que no tenía nada qué decir. Sin embargo una noche, viendo fotos viejas, encontré una que me hizo cambiar de opinión. En ella se me ve de cuatro años de edad, después de un festival escolar, vestido de manta blanca, paliacate al cuello y huaraches, con un bigotito trazado con carbón de corcho, no sé con precisión si ataviado de chinaco o zapatista. Un experimentado amigo historiador opinó que, más que un hombre del pueblo que pelea en contra de la invasión francesa, el niño que yo era aquella mañana, trepado en el camellón de una calle de la colonia Anzures, parecía representar un campesino luchando por recuperar sus derechos sobre las tierras ancestrales bajo las órdenes de Emiliano Zapata. (Naturalmente la foto que publico aquí no es la que saldrá en el libro, pero sí pertenece a la misma serie y día; en ella, abrazo a mi hermano José María en el camellón hoy desaparecido de la calle de Thiers, delante del edificio donde vivíamos en septiembre de 1968).
Como es una de esas fotos cuadradas muy características de aquellos años, que tienen un marquito blanco en el que llevan impresa la fecha, sé con precisión que fue tomada en septiembre de 1968, seguramente a mediados de aquel mes, sin duda para alguna actividad escolar a propósito de las fiestas patrias de ese año. De inmediato caí en la cuenta de que faltaban sólo dos semanas para la matanza de Tlatelolco, ocurrida cuando mucho dos semanas más tarde, el 2 de octubre siguiente, lo que quiere decir que fue tomada en los últimos instantes, prácticamente las horas finales de un periodo de la historia de México, el país que me había formado con sus fantásticas contradicciones, precisamente en el momento en el que estaba a punto de empezar a vivir el inicio de la decadencia de una manera de entenderse.
Sentí lástima al verme vestido de esa manera: me di cuenta, más que nunca, que aquel niño estaba vestido para una batalla que era de mentira. Que mi ropa, que el escenario en que había actuado en el festival de fin de curso y que yo mismo estábamos hechos del cartón pintado de las escenificaciones teatrales. Que no teníamos verdad, que ni siquiera teníamos trasfondo histórico. Que habíamos sido engullidos por las fauces del sistema del partido de Estado, lo que nos había convertido en una serie de pequeños seres sin garra, sin capacidad crítica, sin fe en el país, de alguna forma sin futuro. 
Y me pareció que la culpa la tenían, no aquellos niños que como yo habían acudido aquella mañana de mediados de septiembre de 1968 a un festival escolar disfrazados de contradicción histórica, quizás ni siquiera nuestros padres, que también eran hijos de la maraña posrevolucionaria, sino del sistema educativo que surgió de aquel proceso histórico, lleno como él de contradicciones y paradojas, que a cambio de la paz social, y sobre todo a cambio del mantener a toda costa el poder, creó ciudadanos domeñados, incapaces de hacer crítica por miedo a caer de la gracia de su monstruosa filantropía, para parafrasear a Octavio Paz. 
Y entonces pensé que, de tener la oportunidad de empezar otra vez, las cosas tendrían que ser de otra manera. De entrada, que la forma de la enseñanza de los pasajes históricos problemáticos tendría que considerar el estudio de las diferencias acaso más que de las similitudes. Es decir, una enseñanza si se quiere problemática, pero más cercana a las experiencias reales, más cercana a la lectura crítica, demasiado personal si se quiere, vehemente, de un Martín Luis Guzmán, que la que impuso el grupo revolucionario triunfante. Los problemas, las diferencias, los odios, siguen vivos: ¿qué mayor consuelo que saber que tienen la edad de la República? ¿Qué mayor enseñanza que conocerlos a fondo y aprender de ellos? No crean ustedes que no lamento el pesimismo de mi visión. Sólo espero que sea un grano de arena en el contexto de un mar general.



Las fotos de los años ochenta son originales de los Juicios Históricos preparados por alumnos del área de Disciplinas Sociales del tercer año de preparatoria del CUM, bajo la dirección de Javier Díaz Brassetti. En una de ellas, el alumno Fernando García de Alba aparece en el papel del dictador Díaz; los guardaespaldas fueron encarnados por los alumnos Álvarez, Ledesma, Zínser y Andere. En la otra, se me ve a mí mismo "litigando" del lado de la Fiscalía.


Coordinado por Sandra Lorenzano, el libro Lo escrito mañana, narradores mexicanos nacidos en los 60 está a punto de aparecer en la colección Tinta Nueva de la editorial Axial.


Las fotos tomadas durante la conferencia son de Laura Athié.


La foto de Elba Esther Gordillo y Gabriel García Márquez la tomé prestada de la red.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Siete libros recomendados al aire

Con la presencia de la editora Pilar Montes de Oca y del poeta Eduardo Casar, el viernes pasado celebramos el primer aniversario de La Feria Carrusel de Libros, el programa de novedades editoriales del Instituto Mexicano de la Radio. A lo largo de cincuenta y tres emisiones consecutivas han pasado por los micrófonos de nuestro programa cerca de ciento cincuenta profesionales del mundo de la edición y la promoción de la lectura —la lista completa y cada una de las grabaciones están en http://imer.gob.mx/programas/carruseldelibros/. Quiero dar las gracias a la directora del IMER, Ana Cecilia Terrazas, por la oportunidad, las facilidades y la absoluta apertura brindadas durante el año que hemos cumplido ofreciendo información bibliográfica de manera ágil y desenfadada. No se me ocurre mejor idea para celebrar este aniversario con los lectores de Siglo en la brisa que ofrecer una lista de siete recomendaciones de libros, no necesariamente nuevos, que yo mismo hice al aire a lo largo de este año.

El Hitler de la Historia, de John Lucaks (Turner-FCE)
De la enorme bibliografía sobre Hitler y el nazismo es posible hacer un impresionante catálogo. Lo que se entiende bien porque el tema es fascinante: es increíble que apenas la generación de nuestros abuelos haya atestiguado el éxito del Tercer Reich y la llegada al poder de un personaje tan triste, maligno y elemental como Adolf Hitler. Sin embargo, a pesar de la cercanía cronológica con el nazismo, la vida y la obra de Hitler están llenas de misterios. Uno de los mejores esfuerzos por plantearlos con exactitud es la lectura crítica que hace del trabajo de sus biógrafos el historiador octogenario John Lukacs, húngaro nacionalizado norteamericano. Entre otras cosas, por ejemplo, defiende que Hitler, más que reaccionario como diríamos en un primer impulso, fue un auténtico revolucionario; o que su régimen no puede definirse como totalitarismo sino como popular o populista, y desecha la palabra fascismo, que usamos con demasiada facilidad en nuestros días, para hablar de su sistema político. El libro de Lukacs nos pone de paso al tanto de lo que sus grandes biógrafos han discutido sobre Hitler y entre otras cosas nos cuenta en qué consistió la famosa “Controversia de los Historiadores”, que redefinió la lectura que hacen los alemanes de un personaje que suscitó sus pasiones más encendidas. El Hitler de la Historia pertenece a la colección Noema, coeditada entre el Fondo de Cultura Económica y Turner.

(Del programa del 5 de marzo de 2010, en el que estuvieron los editores Paulina Rocha de Tres Picos Editores, Antonio Ramos de JUS y el experto en promoción de la lectura Rubén Pérez Buendía)

Árboles tropicales de México, de Terence Pennington y José Sarukhán (UNAM-FCE)
Uno de los libros que he comprado con más gusto durante los últimos tiempos se llama Árboles tropicales de México, un manual para la identificación de las principales especies, de Terence Pennington y José Sarukhán. Para todos los interesados en la naturaleza resulta un libro muy completo que incluye un cd con mapas de distribución. El guarumo de montaña, el mazamorro, el nanche agrio, el guacanastle, también conocido como parota, como la que está en Villa de Ayala y bajo la cual los campesinos rebeldes de Morelos entre los que estaba Zapata se adhirieron explícitamente al maderismo en 1911, todas y cada una de esas especies son diseccionadas a detalle con maestría por dos expertos en el tema. Dibujos, fotos, esquemas, mapas hacen de esta coedición de la UNAM y el Fondo de Cultura Económica un instrumento de primera necesidad para los amantes de los árboles.

(Del programa grabado el 19 de marzo de 2010, en que estuvieron Mauricio Maillé de Televisa, Luigi Amara de Tumbona Ediciones y el narrador Leonardo da Jandra)

Querétaro: Fin del Segundo Imperio Mexicano, Konrad Ratz (Cien de México, DGP, Conaculta)
Hace unos días, a propósito de un libro editado por Tumbona que recoge las máximas de Maximiliano, hablamos del emperador de México, un personaje apasionante que la historia oficial ha presentado de una forma quizás un poco demasiado simple. Uno de los mejores trabajos sobre su imperio es el que cuenta sus últimos cuatro meses; se llama Querétaro: Fin del Segundo Imperio Mexicano, y es del historiador austriaco Konrad Ratz. En 1987, Ratz dirigió una importante investigación austromexicana sobre Maximiliano durante el sitio de Querétaro, cuyos resultados fueron recogidos en este libro publicado por Conaculta. El libro se lee como si fuera una novela: la prosa de Ratz y su capacidad de sumar información y contarla con economía y transparencia, hacen visible la atmósfera y comprensibles los acontecimientos del sitio que condujo a los famosos fusilamientos en el Cerro de las Campanas. Además de la calidad de la investigación y su escritura, lo que lo hace un libro tan recomendable es que está profusamente ilustrado con fotos de personas, edificios y documentos, colocadas con precisión en los lugares en los que se alude a ellos. Así, podemos ver el famoso catre de latón en que el emperador viajaba o el paredón de adobe que se levantó para su fusilamiento y hasta la impresionante serie de fotos de su cadáver, que por lo menos fue embalsamado en dos ocasiones y ocupó tres ataúdes y que fue visitado por Benito Juárez durante unos de los diez minutos más intensos de nuestro siglo XIX, antes de que el presidente impasible volviera a subirse en su carruaje y salir hacia la ciudad de México. Un buen libro para empaparse de nuestra historia en los días del Bicentenario.

(Del programa transmitido el 23 de abril de 2010, en que estuvieron como invitados Doris Bravo de editorial Diana, Gerardo del Olmo de las ediciones Bruja de Monte, y el escritor y conductor de televisión Nicolás Alvarado)

Guía del observador de nubes, de Gavin Pretor-Pinney (Salamandra)
Ya que el clima lo permite, si es que permite algo este clima, la recomendación de hoy es un libro muy curioso. Se llama nada menos que Guía del observador de nubes, es de Gavin Pretor-Pinney y fue editado por Salamandra. Hace unos años Pretor-Pinney, después de una conferencia sobre nubes que resultó muy exitosa, creó una Sociedad de Apreciación de Nubes que hoy tiene miles de miembros en todo el mundo que se relacionan a través de una página de la red. Les doy la dirección por si quieren asomarse ustedes mismos y hasta hacerse socios: www.cloudappreciationsociety.org. Según sus editores, esta guía de nubes ha sido un éxito de ventas: sólo en Inglaterra, por ejemplo, había vendido hasta hace dos años unos 150 mil ejemplares. Todos los que alguna vez se han preguntado qué es exactamente un cúmulo, cómo se identifica un cirro, a qué altura se deslizan los nimboestratos o cómo es que una nube puede parecer un elefante, un piel roja fumando una pipa o una botella de Chianti, este libro ofrece pistas y claves sencillas para añadir conocimiento al placer ocasional de observar nubes.

(Del programa emitido el 7 de mayo de 2010, en que los invitados fueron Mauricio Volpi de Nostra Ediciones, Rocío Cerón de El Billar de Lucrecia y el narrador y académico de la lengua Gonzalo Celorio)

Escultura monumental mexica, Eduardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján (Fundación Conmemoraciones 2010)
Debo confesarles que no me repongo del todo de la impresión que me causó ver de cerca la imagen de la diosa Tlaltecuhtli, que fue hallada el 2 de octubre de 2006 en un solar del centro histórico y que estos días se muestra al público por vez primera en la exposición sobre Moctezuma que está en el Museo del Templo Mayor. A pesar de lo reciente del descubrimiento, contamos con un libro de extraordinario buen gusto editado por José Ignacio González Manterola para la Fundación Conmemoraciones 2010. Se llama Escultura monumental mexica y aprovecha la aparición de la Tlaltecuhtli para presentar en un solo libro la historia, los antecedentes, las características físicas, la interpretación cultural y el análisis de la iconografía de las cinco grandes esculturas que hemos heredado de los mexicas, impropiamente llamados "aztecas": la Coatlicue, la Piedra del Sol, la Piedra de Tízoc, la Coyolxauhqui y la Tlaltecuhtli. Los autores son los dos principales especialistas en el tema, quienes han dirigido sucesivamente los trabajos de investigación del Templo Mayor, Eduardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján, quienes se alternan escribiendo sobre de cada una de las monumentales esculturas que desde agosto del año 1790, fecha de la aparición de la primera de ellas, el azar y el tiempo han ido descubriendo para nosotros.

(Del programa transmitido el 30 de julio de 2010, cuando estuvieron en cabina Ricardo Sánchez Riancho de Textofilia, el caricaturista Álvaro Fernández Ros y el director de publicaciones del INAH, Héctor Toledano) 

Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Joan Corominas (Gredos)
Uno de los libros de consulta más famosos y apetecibles de la lengua española es el diccionario del filólogo catalán Joan Corominas. Es de sus páginas de donde Octavio Paz sacó aquel fantástico epígrafe para un poema del libro Salamandra que dice, refiriéndose al español, que “en ninguna otra lengua occidental son tantas las palabras fantasmas”. Hace unas semanas, no me pregunten por qué, al analizar un soneto de Lope de Vega, tuve que establecer con precisión si en el siglo XVII la palabra “ocaso” era un neologismo, es decir una palabra nueva en la lengua. Volví a sentir la frustración de no tener a mano el famoso Corominas, cuyo nombre completo es Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico y está formado por seis volúmenes. El chiste de tan apreciado trabajo es que cuenta la historia de cada palabra remontándose a su etimología, señalando el momento histórico en el que aparece como la conocemos. Hace unos días estuve en una librería para ver si tenía la suerte de que estuviera sin plastificar el tomo de la letra “o”, donde debía de aparecer la palabra “ocaso”, y me encontré con un Breve diccionario etimológico en un solo tomo, del mismo Corominas. Un verdadero viaje por el idioma hay en las páginas de esta edición que, igual que la grande, ha sido publicada por la editorial Gredos. Por cierto, en el siglo de Lope de Vega la palabra “ocaso” era un neologismo.

(Del programa del 27 de agosto de 2010, en que fueron invitados Carla Zarebska de ediciones Zarebska, Carmina Estrada de Punto de Partida de la UNAM y el escritor y artista plástico Claudio Isaac)


Hora y 20 en Las Lomas, Carlos Pellicer López (Los gatos sabrán, UAM)
Es encomiable el amoroso trabajo de largos años que ha hecho Carlos Pellicer López sobre la poesía y la vida de su tío, el gran Carlos Pellicer, a quien Octavio Paz definió como el más poeta de nuestros poetas. Algunas pruebas de la puesta en limpio e incesante interpretación de la obra del autor de Hora de junio hechas por su sobrino son los tres espléndidos volúmenes de su poesía editados hace casi quince años por la UNAM, el Conaculta y El Equilibrista. La Universidad Autónoma Metropolitana acaba de publicar un breve texto llamado Hora y 20 en Las Lomas, en el que el estudioso hace referencia a los tiempos en los que los padres de Pellicer se mudaron de un apartamento en la calle de Moneda, situado a un costado de Palacio Nacional, a una casa en las nacientes Lomas de Chapultepec. Sin embargo, por esos días Pellicer fue invitado a hacer un viaje a París por lo que tuvo que apartarse de aquel espacio que él mismo había ayudado a crear. Las cartas que mandó el poeta desde Europa desaparecieron pero no las que él mismo recibió durante el viaje. En ellas nos enteramos, por su hermano Juan, de los detalles de aquella casa pintada de un azul que destacaba en aquellos lomeríos que estaban apenas poblándose, y que fueron materia de uno de sus primeros títulos, llamado, según el sobrino de manera cubista, Hora y 20. El libro de éste, llamado Hora y 20 en Las Lomas, no es sino la confrontación de los poemas de aquel libro y las cartas de ese tiempo. No exagero si digo que es una pequeña joya que sabrán apreciar los amantes de la poesía mexicana. Es de Carlos Pellicer López y forma parte de la colección “Los gatos sabrán”, de la Universidad Autónoma Metropolitana.

(Del programa del 1 de octubre de 2010, en que estuvieron al aire Rafael Rodríguez Castañeda, director de la revista Proceso, Benjamín Valdivia de la editorial Azafrán y Cinabrio y Javier Sicilia, director de la revista Conspiratio)

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La Feria Carrusel de Libros se transmite todos los viernes a las tres de la tarde, hora de la ciudad de México, por la estación Horizonte del Instituto Mexicano de la Radio (IMER), en el 107.9 de FM. En la red, puede seguirse por www.imer.gob.mx

La productora es Elizabeth Sánchez y las asistentes de producción son Nadia Ochoa y Montserrat Galván. Los controles técnicos son de Gabriel Ortiz.


Las fotos de cabina son de Cristina Barberena Mendioroz.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Contra la fotografía de paisaje


La semana pasada publiqué algunas de las primeras imágenes captadas por mi padre con una Canon RM comprada en 1962, y anuncié una serie de fotos que yo mismo hice con esa máquina fotográfica un cuarto de siglo después. Un día de mediados de los años ochenta caí en la cuenta de que la cámara, que ya para entonces parecía muy pesada, seguía allí, sin uso, conservada en un estupendo estuche de piel. Me pareció irresistible hacer unos cuantos rollos, cosa que hice casi todas las veces con retratos de amigos. 
Siempre me ha gustado el género retratístico y lo he cultivado con relativa frecuencia sin más pretensiones que las de la mera afición: quiero decir que sin saber nada de fotografía y por el mero gusto de hacerlo (véase como ejemplo el retrato que le hice a mi hermana Covadonga en el Parque Güell).
Por esos años, no muy en serio, decía que planeaba escribir una teoría que iba a llamarse Contra la fotografía de paisaje. Su objetivo era probar lo absurdo de fotografiar nada que no fuera personas, el único referente capaz de dar cuenta del paso del tiempo, según pensaba yo la suprema finalidad del arte fotográfico. El nombre me sigue gustando, desde luego que para cualquier cosa menos que para una teoría tan peregrina, por lo que quizás algún día lo use más que como el título de un post… De esa forma hice las fotos que conforman esta entrega de Siglo en la brisa. Como en el caso de las que publiqué el domingo pasado, cada imagen lleva un comentario al calce.
Quiero agradecer a mi amigo Mario González Suárez (http://bit.ly/9qX3CH) por haberme hecho las hermosas ampliaciones en blanco y negro que publico en esta ocasión —todas excepto las de Sergio Vela y Fernando Rodríguez Guerra—. Autor de un puñado de libros que destacan con singularidad en la indiscriminada producción narrativa de los años recientes, Mario es también un interesante fotógrafo y me ha prometido una serie de imágenes para publicar próximamente en este mismo espacio. Un ejemplo de su doble vocación en una sola entrega editorial es su libro Dulce la sal (Pre-Textos), publicado en España en 2008.


Dzazil, maestra de español y flamenco
Cuando hace unos meses publiqué este retrato en Facebook, mi amiga Dzazil me escribió desde los Estados Unidos, donde vive actualmente, para decirme que la foto la transportaba a malos tiempos. Yo estuve cerca de ella y su familia y atestigüé los golpes y las pérdidas de aquellos años, por lo que bien sé a qué se refiere. Sin embargo, al entrar a la Universidad, cuando la vida estudiantil se hizo para mí por vez primera mixta, ella fue sin lugar a dudas mi primera amiga. Recuerdo las encendidas discusiones casi sobre cualquier cosa: el feminismo o la literatura, la música o el cine, los otros amigos… Pero si la foto me dice todo eso, le tengo aprecio más que nada porque recupera la belleza fresca y nítida de esta mujer de origen yucateco, descendiente de Francis Drake, apasionada del flamenco y la lengua inglesa, cuyo nombre significa “claridad” en maya.


Alberto, arquitecto
Diseñé y formé la revista universitaria Alejandría, que circuló en la Facultad de Filosofía y Letras entre 1986 y 1989, en el despacho que este arquitecto de extraordinario talento, descendiente de emigrantes sirios, tenía con mi primo Daniel en la colonia Nochebuena. Sentado en un restirador cerca del suyo, echando mano de su papelería, sus lápices y sus reglas, de cuando en cuando bajo los efectos de su café con cardamomo, yo armaba aquella revista siempre atento a sus observaciones sabias y de buen gusto. Si se diera el caso extraño de que alguien no conozca el trabajo de Alberto, estupendo lector, amante de las plantas y los árboles, le recomiendo echar un ojo a su obra más famosa en México, la espectacular Biblioteca Vasconcelos (http://bit.ly/czI4L0), un edificio proyectado para ser construido en medio de un enorme jardín. Para tomarle esta foto salimos a una especie de falsa terraza que había en el último piso de aquel despacho ubicado en la calle de Atlanta.


Isolda, gata persa
Cuando a finales del verano de 1982 llegué a vivir a San Jerónimo, un amigo me arrastró un día entresemana a ver unos gatos que tenía en venta una tía suya. Isolda, a la que acababan de separar de un hermano de camada color plomo previsiblemente llamado Tristán, era una pequeña persa color amarillo tenue, de antepasados ilustres, vivaz y encantadora... pero yo no tenía ni de lejos el dinero que pedía su dueña. Por hacer menos áspera mi negativa terminante de llevármela, cuando nos íbamos se me ocurrió preguntar cuántos meses tenía y ella contestó que sacara yo mismo el cálculo, que había nacido el… 12 de junio. En el momento en que comenté la coincidencia de que yo había nacido en esa misma fecha, se selló mi unión con la gatita: la tía de mi amigo, aficionada a esoterismos y supersticiones, opinó con sobresalto que aquello no era sino una señal y que la gata forzosamente debía de irse conmigo. Isolda vivió casi trece años y fue la compañera inolvidable de mis años de estudiante. En la foto aparece retratada en el pequeñísimo jardín de mi casa, en Porfirio Díaz y Luis Cabrera.


Jose, fundador de Radioactivo, cineasta
Desde mucho antes de que las hormigas fueran rojas ya estaba escrito que tendría una relación de toda la vida con mi primo carnal José Santos. Nacimos con unos meses de diferencia, estudiamos en las mismas escuelas y tuvimos desde siempre algunos intereses en común. Por los años en los que yo hacía Viceversa, él fundó y dirigió Radioactivo, quizás la mejor estación de radio para jóvenes de los últimos quince años en México. Pero antes de todo eso, allá por 1987 pocas cosas disfrutábamos tanto como su llamada a media tarde para anunciar su visita a mi casa para ese mismo día. Nos encerrábamos para fumar y divagábamos interminablemente… Hace poco, Jose tomó el camino del cine y antes de que se mudara a Mérida viví más o menos de cerca la etapa final de la postproducción de su película sobre los huicholes, Flores en el desierto (http://on.fb.me/cVAiFp), que ganó una mención en el Festival de Morelia al año pasado. Estos días se dedica a recabar firmas para una Declaración en Defensa de Wirikuta, que puede verse en http://bit.ly/dh8m6t.


Fernando, filólogo
Aunque lo conocía de la preparatoria, no me hice amigo de Fernando sino hasta cuando coincidimos en la carrera de letras, en la que yo iba un año atrás por culpa de un perifrástico año que pasé inscrito en la gélida Facultad de Derecho. Pero si tardamos en encontrarnos, nos volvimos íntimos de manera instantánea: hicimos algunos viajes, el primero de ellos a Oaxaca, y fundamos con otros amigos la revista Alejandría
Hombre sabio, agudo lector, extraordinario conocedor de la poesía, Fernando es además un lingüista con frecuencia invitado a encuentros de especialistas dentro y fuera del país. Por estos días dirige la Coordinación de Estudios Lingüísticos de la UNAM. En mi nuevo libro, Palinodia del rojo, hay un largo poema dedicado a él (“Ejecutante en Iruña”, pág. 26), que recrea de manera hiperbólica un pequeño episodio que vivimos en Pamplona, donde pasamos un par de días. Estos dos retratos son de 1991 y se los hice a las puertas del edificio en el que vivió en Madrid, ciudad en la que estuvo becado unos meses.


Julio, poeta y filósofo
Es uno de mis amigos más antiguos: lo conocí en los años de la secundaria, en la que iba un año adelante que yo, y luego lo reencontré una noche en una fiesta de disfraces en la que se presentó a recoger a una de sus hermanas tranquilamente vestido de piyama. Nos empezamos a llevar un poco más tarde, en los tiempos de la Facultad, donde él era adjunto de Ramón Xirau. Los viernes encabezaba una tertulia literaria en un bello estudio propiedad de una tía suya en la calle de Bartolache, a la que acudían entre otros Armando González Torres, Guillermo Osorno, Enrique González o Dan Roussek… A Julio, como he dejado escrito en este mismo blog, le debo las primeras noticias sobre la obra de Juan Almela. Hace no mucho publicó Hacéldama (Dirección General de Publicaciones, Conaculta) su primer libro de poemas en algo así como veinte años. La tarde de todos los lunes coincido con él en la Escuela de Escritores de la Sogem, donde imparte el curso de Mitología.


Sergio, director de escena y (algo más que) erudito musical
Por desgracia, no he conseguido dar con los negativos de los que salió este retrato de Sergio, uno de mis más queridos amigos, de quien tengo tanto que decir que lo haré en una entrega futura con el espacio que el asunto merece. Vaya esta imagen, aunque quizás mal revelada y peor ampliada, como un pequeño adelanto. Es de un día que expusimos un rollo entero, en presencia de mi hermano José María, quien aparece en algunas fotos. Recuerdo en especial un retrato con mi hermano, que ahora entiendo que nos hizo Sergio y que lamentablemente no sé dónde quedó.


Dos autorretratos y un retrato
Cuando vi con cuidado la entrega de la semana pasada, me di cuenta de que la foto que sostengo frente al espejo no es la Canon RM. Quizás más bien sea la cámara de Conchita Perales con la que mi vieja amiga de infancia retrató a Juan Almela en el Zócalo una tarde de fines de los años ochenta. 
He encontrado un par de autorretratos, esos sí hechos con la cámara paterna y una de ellas abre esta entrega. De mi discutible apariencia prefiero no decir ni media palabra. Entre los negativos del mismo rollo encontré esta otra que no recordaba. No sé si me la tomó Nattie Golubov o Salvador de la Fuente, el mismo día que yo los retraté a ellos con ese sombrero que había comprado en Oaxaca para visitar las ruinas de Monte Albán.