domingo, 31 de octubre de 2010

Canon RM

Mi padre compró la cámara asesorado por un amigo, en una tienda de la Zona Rosa, a mediados de 1962. Tenía veintiocho años, acababa de terminar la carrera de arquitectura y se preparaba para pasar una temporada en Asturias. Aquel viaje resultaría trascendental: en diciembre, dos días antes de Navidad, conocería a mi madre. Según recuerda, las primeras fotos las hizo en un par de visitas a las afueras de la ciudad de México, entre ellas al convento de Tepotzotlán, con su inseparable amigo Manuel Sánchez Santoveña. A partir de entonces se acompañó de ella siempre que pudo y tomó fotos incansablemente: de las primeras obras en las que participó como arquitecto, de sus hermanos y sus primeros sobrinos, de su casa, del perro familiar, del gato… La Canon RM era, por supuesto, réflex, y se manufacturó por vez primera aquel año. La novedad principal del modelo es que tenía incorporado un sistema de medición de luz, operado por una fotocelda, lo que permitía prescindir del exposímetro.
De regreso de España, claro, vinieron los hijos: hay infinidad de valiosas imágenes, desde luego que para nosotros, con aquellos colores saturados característicos de las reproducciones de Kodachrome y Ektachrome. La cámara se convirtió en un acompañante de primera necesidad, como muestra la foto de 1966 en que aparece recién aterrizado en Santiago de Chile en una misión de trabajo como funcionario de un organismo internacional dependiente de la Unesco. Como sucede tantas veces, con los años, su pasión fotográfica fue poco a poco enfriándose.
El viernes pasado, Fernando Fernández Bueno cumplió 76 años y pasé el final de la tarde viendo fotos con él. Nada más llegar, se me ocurrió preguntarle por la cámara y sacó un caja metálica donde conserva archivadas con todo cuidado las primeras diapositivas que tomó con ella, y que fuimos viendo contra una pared blanca como improvisada mesa de luz. La cámara, por desgracia, se ha perdido: me explica que dejó de funcionar ya no recuerda ni cuándo, que el estuche de piel terminó por romperse en dos pedazos y que acabó regalándola no sabe a quién.
A mediados de los años ochenta, la tomé prestada e hice yo mismo unos cuantos rollos, casi siempre de retratos de amigos, por lo que unos años antes de extraviarse aquella estupenda Canon RM vivió una breve y más o menos significativa resurrección, un cuarto de siglo después de haber sido adquirida. La idea de este post y el de la semana entrante es mostrar algunas imágenes captadas con ella, primero por mi padre entre 1962 y 1963, cuando él aún no cumplía los treinta años, y después por mí, a partir digamos de 1988, acercándome más o menos a esa edad. Si no publico mis fotos y las suyas en una misma entrega es por una elemental precaución: en términos de elegancia, de buen gusto y apreciación de la realidad desde un punto de vista plástico, jamás osaría compararme con él.


La foto muestra una de las primeras obras que proyectó y construyó, en el terreno de dos mil metros en donde estaba el negocio paterno, llamado Corrugados Anáhuac, en la esquina de Mariano Escobedo y Laguna de Términos. El local se hizo para ser rentado, y posteriormente fue vendido. En 1962, recién acabado el edificio, alojó a una empresa de maquinaria llamada IGSA. El precioso Renault color azul cielo que está estacionado delante es el primer coche que tuvo mi padre: se lo compró a sus dueños originales, unos vecinos de la calle de Orizaba premonitoriamente apellidados Figueroa, que lo habían traído de Francia. La foto, al igual que casi todas las de esta serie, está notablemente virada al rojo, quiero creer que por culpa del escaneo doméstico. Nótese el hermoso pretil de ladrillo aparente que subraya la perspectiva del edificio hacia al norte.


La Güera, como era conocida la gata negrísima que tenían mis abuelos en su casa de la calle de Pascal —hoy Juana de Ibarbourou, delante de la actual Plaza de Uruguay—, no reconocía más amo que mi padre, quien la retrató en diversas ocasiones. Aun con la luz en contra, esta foto me parece particularmente cálida y entrañable. La gata tenía gran amistad con el perro de la casa, un King Charles Cavalier que fue muy longevo, y que de acuerdo con la naturaleza hispánica de sus dueños se llamaba Brandy. La Güera seguía a su dueño por la casa, y no se echaba a dormir sino hasta que él volviera de la calle. Por las mañanas, se adelantaba a su partida, colocándose sobre el cofre de su coche.


La imagen, tomada en la futura Plaza de Uruguay, a dos cuadras de donde hoy se encuentra la estación del metro Polanco, muestra a Pepe Luis, el hermano de mi padre que vive en Australia, y su sobrino Daniel. Es en este mismo lugar, unos cuatro o cinco años más tarde, donde yo daré mis primeros pasos. Resulta muy llamativo ver el parque que casi medio siglo después será un verdadero laberinto de lujosos follajes, sin un solo árbol, mucho antes de que fuera llevado a presidirlo (desde el vecino cruce de Mazaryk y Arquímedes) el General José Gervasio Artigas, prócer máximo de la República Oriental del Uruguay.


María del Perpetuo Socorro Florentina, mi tía Mariflor, aparece asomada a la ventana de la recámara llamada italiana del piso de la calle Mendizábal, en el corazón de la ciudad de Oviedo, en el que desde la niñez pasó algunas largas temporadas con sus tíos Ángel y Carmela, quienes no tuvieron descendencia y la consideraron siempre como una hija. La foto es de los días exactos en los que acaba de servir de enlace entre mis futuros padres: Mariflor hizo amistad con Oti Figueroa en las Fiestas del Día de América de 1962, donde ambas representaron el papel de “reinas de honor” —mi madre de Colombia y mi tía del Perú.


Instalado en Asturias, donde pasó la mayor parte del tiempo ya como novio de Oti, mi padre llevó un día a mis abuelos a visitar la aldea de Muriellos, en el concejo asturiano de Quirós —por cierto no muy lejos de Bermiego (http://bit.ly/9NE36k)—. En aquel pueblo había sido maestro de enseñanza elemental el abuelo de mi padre, allá por el año veintitantos, poco antes de conseguir colocarse en su Cabrales natal. En el grupo que visitó aquel día Quirós iban mis abuelos Santos y Fernanda, mi tía abuela Paulina, hermana de él, y mi padre. Aquí, a la entrada misma del concejo, cuya capital es Bárzana. En un lugar como éste pero más adelante en el mismo camino, tuvieron que dejar el coche para seguir a pie.


En la Semana Santa de 1963, el grupo familiar visitó Sevilla. Entre otros lugares, estuvieron en El Arahal, a unos cuarenta kilómetros de la capital sevillana, donde mi abuelo tenía nada menos que seis primos, hermanos entre sí, cada uno más misterioso e introvertido que el otro, y quienes por cierto no dejaron un solo descendiente. La escala en tierras andaluzas fue una de las varias que hicieron mis abuelos con sus hijos mayores en el último viaje que hizo mi padre en calidad de soltero. Entre las fotos, que abundan, me gusta esta instantánea llena de espontaneidad de Sofía de Grecia, futura Reina de España, que pasó en coche saludando a la multitud, por los días de su matrimonio con Juan Carlos de Borbón, ocurrido el 14 de mayo de ese año.


El Peugeot que mis abuelos compraron en Europa en 1962, y que trajeron consigo a México un año más tarde, aparece en esta secuencia de dos fotos (hay una tercera, con el vapor alejándose en el mar…) en el momento en el que es embarcado en el puerto asturiano del Musel. 
La foto debe de ser del 16 o 17 de septiembre de 1963, unos días después de la boda de mis padres, entonces hospedados en el Hotel Hernán Cortés de esa ciudad, Gijón. Aquella tarde o al día siguiente embarcaron para México mis abuelos y mi tía Mariflor. Mi padre cree recordar que el barco se llamaba Magallanes.


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La semana que entra publicaré una serie de fotos que yo tomé con la misma Canon RM a finales de los años ochenta.


Agradezco el laborioso escaneo de las diapositivas de estas imágenes a mi amigo Ros y aprovecho esta oportunidad para felicitarlo por la aparición, en España, de su libro Y tú, ¿qué prefieres? (Factoría K de Libros, 2010).

domingo, 24 de octubre de 2010

Palinodia del rojo

La primera semana de noviembre aparecerá Palinodia del rojo, mi nuevo libro de poemas. El volumen reúne diecisiete trabajos escritos a lo largo de los últimos once años. No son, por supuesto, todos lo que escribí durante ese tiempo, pero sí la mayor parte de los que me parece que pueden publicarse. El formato de la edición, que es vertical pero de una considerable anchura (19 por 21 centímetros), fue diseñado por Lola García Zapico partiendo de la medida de los versos más largos, lo que me permite ver por vez primera mis poemas sin los cortes producidos por la estrechez de la caja tipográfica con que con frecuencia se hacen los libros de poesía en México.
En las páginas de Palinodia del rojo conviven un canario y un grupo de muchachas evasivas, un niño y una solterona, un hombre que ronca y un pug, el prócer de un país sudamericano y algunas aves, en particular de la familia de las palomas. Se mencionan, entre otras, las ciudades de Madrid, Lisboa o Iruña, hay una boda y una lluvia de estrellas y ocurren dos milagros, uno en un supermercado y el otro en una playa. Apenas cuatro de los textos que conforman el volumen fueron publicados anteriormente: el poema que da título al conjunto apareció hace unos meses en el suplemento cultural de la revista Este País (“Palinodia del rojo”, http://bit.ly/byLZq8), en el que tres años antes se había publicado uno más (“Milagro en el supermercado”, http://bit.ly/99948L); los otros dos salieron en la Revista de la Universidad (“Sala de espera”, http://bit.ly/aZqsM6), y en este blog (“Retrato de muchacha con pug”, http://bit.ly/dBkSIV). El que hoy publico como adelanto, “Paloma y no”, uno de los más largos del libro, ocupa el penúltimo lugar de la colección y de alguna forma le sirve de cierre.
Esta entrega de Siglo en la brisa está ilustrada con algunas pruebas de trabajo de la formación del libro: unas “galeras” con correcciones, la imagen de una paloma torcaza que saldrá, dependiendo de una prueba de imprenta, en el colofón o en la segunda solapa, y las dos maquetas de portada con las opciones con las que jugué al principio: en la primera de ellas, a dos tintas sobre un papel color arena, los gráficos son negros con la excepción de la palabra “rojo”, que aparece de su color. 
La segunda, la que al final elegí, es una impresión en serigrafía blanca sobre un papel reciclado de Pochteca, de un rojo que aparece enlistado en el catálogo de la empresa papelera con el precioso nombre de Spirit Red. Los tipos son Minion, para los interiores, y Futura para portada y portadilla.
Además de anunciar la salida del libro y publicar un adelanto, el motivo de este post es agradecer expresamente a Fernanda Sordo, editora de Aldus, por aceptar que Palinodia del rojo aparezca bajo su prestigioso sello, y por permitirme definir, editor yo mismo, las características del volumen sin poner ni el más mínimo reparo, en parte quizás porque el resultado guarda gran afinidad con los libros que ella publica, siempre apoyada en la inteligencia literaria y el buen hacer de Gerardo González.



Paloma y no

A la hora de la hora nunca estuvo
y más tarde no vuelve
todavía,
            que todavía en la calle y de seguro
será que hasta mañana no le digan
que hablé, que sí, que un tal Fernando, que hermano
de Maca.

Luego dice que ayer no le dijeron,
que sería su papá,
                                es muy probable, o Chío,
y mi recado, en fin, no se lo dieron,
incluso ni siquiera otro de Ignacio —crucial por ser
de chamba.

La semana anterior la misma voz dijo
que nones,
que si ya la buscaste en el Canal, en producción,
por lo mismo que allá a las cinco y pico, a veces a morir,
sólo Dios sabe.

“Mas llamará, eso sí, como ella suele. ¿Le digo
que llamaste?”.
                           Y eso duele: en el cielo
del suelo, Narciso asoma entonces —imagen sobre el charco
de uno mismo.

Entre una cosa y otra pasaron cinco siglos.
Ya me animo otra vez:
                                       “¿Está Paloma?”,
y no, no estuvo, “Está en Toluca”
—y entre tanto desvío no me aclaro
si quiere o no me quiere (ha decidido) ni ver
en una década.

“Háblele ahora, a la hora de comer”, me dice
la empleada, una señora ignara y casi nada
descortés.

Pero a eso de las tres, ya carilarga,
me asegura:
“Averígüelo Vargas”, suficiente y burlona
a la pregunta de: “¿Y Paloma?”.

Y el análisis, ah, olvidaba el análisis —manojos
de ocasión, oh ramos
truncos—, ¿no cambió de los martes a las cuatro
en punto, al miércoles a la una, y luego a cada sábado
que quise y no se pudo?

¡Que a su clase de kendo! ¡Que a su judo!

En su casa no ahorraban en rarezas
con tal de proteger
sus evasivas, la retahíla de sus “para nadas”, o aquel jamás antes
usado “ni por pienso” —con el dramático acaecer de yo traer
las bolsas de mi saco llenas de ello.

¿Y qué decir de su manía de interrumpir
siempre la plática con circunloquios
de extraña procedencia, y así evadir cuando me ofrezco a pasar,
y si la invito a salir
y si le insisto?

“Un mirlo, ten cuidado, ¡no pases el chasís
por suyo arriba!” O aquel: “Qué linda la dombeya* aquella, mira,
¡cuán propia de Virreyes!”.

Muchacha menudica, me pregunto
si vale tu osamenta
cuanto pides;
                      te invito una tacita de café, o al cine,
a la función de media tarde,
o un vasito de esquites en el parque.

El sol, altísimo en los árboles,
da un nuevo lustre
al día
          —con ser luz se conoce que es la mía—;
es un brillar del sí que dices: “A las cuatro, si quieres
me llamas a las cuatro”.

¿Que si quiero? En la copa de un chopo
se trasluce
y anida, refulge con luz propia la esperanza
mía.

Y a la hora de la hora nunca estuvo. Hurtóse la torcaza,
huyóse, se hizo
de humo. Y acaso no sin lógica:
si se llama Paloma, ¿no es lo suyo
volar?


* Por encontrarse en fase de aclimatación a nuestra poesía, conviene aclarar que este árbol notable, conocido también como Rosa mexicana, es la Dombeya x cayeuxii hort. ex André. “Se considera un híbrido entre Dombeya mastersii y Dombeya wallichii, aunque erróneamente se cita bajo el último nombre. Ambas son especies nativas de Madagascar y el este tropical de África”. Martínez González y Chacalo Hilu, Los árboles de la Ciudad de México, UAM, México, 1994, pág. 175.

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Antes de Palinodia del rojo había publicado dos colecciones de poemas: en 1990, la plaquette El ciclismo y los clásicos, que apareció en Los Cuadernos de Malinalco, la colección que dirigían Luis Mario Schneider y Sofía Urrutia, dentro de la que ocupa el número 15; y en 1999, el libro Ora la pluma, en la editorial El Tucán de Virginia. 




La página web de Aldus es http://www.editorialaldus.com/

domingo, 17 de octubre de 2010

7 calas en la discografía jazzística de Claudio Isaac



Hace unos meses reseñé uno de los libros más conmovedores que he leído últimamente, Cenizas de mi padre (Juan Pablos Editor, 2009) del narrador, artista plástico y cineasta Claudio Isaac. 
Entre otras cosas, me llamó la atención el conocimiento musical de su autor, en particular en el terreno jazzístico, y ya entonces se me ocurrió pedirle algunas recomendaciones para mi propio consumo. Finalmente hace dos semanas, pensando en los lectores de este blog, le pedí que fijara en siete discos una mínima discografía básica del género. Esta entrega es el resultado. Nótese que al final de cada texto hay un enlace que conduce a cada uno de los tracks elegidos por Claudio, uno por disco, para que pueda escucharse antes o después de la lectura. Ya que su selección llega hasta los años sesenta, al final de su nota introductoria mi amigo anuncia la lista que cubriría sus preferencias hasta el día de hoy, y que pienso recordarle más adelante. Gracias a él por aceptar mi invitación a colaborar en Siglo en la brisa.


7 sugerencias discográficas (para iniciarse en el mejor jazz)                                   


por Claudio Isaac
Aquellos que hacen listas para seleccionar a los imprescindibles de tal o cual tema suelen tomarse demasiado en serio y olvidan que el antojo, la veleidad y el capricho llevan una parte sustanciosa en toda inclinación personal. Por lo mismo, haría falta asumir de entrada qué tan subjetivo y parcial es el criterio que uno pretende aplicar. Lo que yo buscaría, en tal caso, no es dictar una norma sino invitar a un juego de afinidades electivas.
Confieso que es bien posible que en cada vertiente musical lo que más hondamente me guste es aquello que rebasa lo prototípico del género: el Bach que me parece más trascendente e iluminado es aquel donde olvidamos que pertenece al barroco, y así en adelante: me inclino al jazz que prescinde del “walking bass” o del fraseo frenético de los metales, así como prefiero el rock que no es típicamente rock, es decir, aquel que puede renunciar a la guitarra eléctrica altisonante o el solo de batería.
En conclusión, no hay música que me parezca más elevada, ni —valga la tautología— más quintaesencialmente musical que aquella donde se disuelven geografía y época: una secuencia de acordes de William Byrd, del siglo XVI, que pudiera confundirse con música del pianista Bobo Stenson, en pleno siglo XX, o una cadencia de Toumani Diabate en el cora africano sonándonos al francés Debussy. Estas intersecciones remiten a una hermandad pitagórica del sonido armónico, ésa es la que me interesa. La lista a continuación abarca hasta los años sesenta. Las ramificaciones formidables del jazz a partir de entonces ameritan una segunda lista.

1. Quiet nights, Miles Davis (Columbia, 1962 y 1963)
No disputo la referencia generalizada que consigna el disco All blues de Miles Davis como la expresión más pulida del jazz. Sólo quisiera ofrecer una alternativa: Quiet nights, del mismo Miles, con arreglos orquestales de Gil Evans, basándose en material de diversos compositores pero de algún modo marcado por el signo musical de Antonio Carlos Jobim. Los arreglos de Gil Evans, poderosos, dramáticos y atrevidos, con la riqueza de un sonido que se permite tanto bajos continuos como disonancias ocasionales, tributos parafrásticos, texturas heterogéneas, capas de cuerda, metal, percusión y algunos escogidos solistas, todo envolviendo y haciéndole contrapunto a un Miles que, en contraste con el álgido clima sonoro que lo rodea, está más reposado y sereno que nunca. Aunque mi primera intención me llevara a elegir como más significativa la pista número 6, la dulce versión del Corcovado de Jobim, por su complejidad y robustez, el tema que señalaría como más representativo del disco es la número 2, “Once upon a summertime”, basado en un tema del inspirado Michel Legrand. Miles Davis fluctúa entre la entrega y el distanciamiento, y lo hace con maestría.
El tema puede escucharse en http://bit.ly/bVUt8b


2. Ballads, John Coltrane Quartet (Impulse, 1962)
Un disco que destaca la pureza lírica y capacidad melódica de Coltrane, un músico muchas veces recordado, más por la ruidosa época donde la heroína lo consumió y venció. La última pista del disco es “Nancy (with the laughing face)”, un tema que el público relaciona con Sinatra. Aquí Coltrane despliega los otros rasgos fundamentales que lo caracterizan: equilibra su interpretación entre un vigor viril de su instrumento tenor y una fragilidad melancólica, expresada con pulcritud dolorosa.
La pista puede escucharse en http://bit.ly/caY4EE


3. The Best of Chet Baker Sings, Chet Baker (Pacific Jazz, entre 1953 y 1956)
Una selección que deja claro ese don de Baker para desnudar la música de adornos e irse directo al corazón. A pesar de que el título se refiere a la faceta del cantante, está presente de principio a fin Chet Baker el trompetista, tan dulce y triste y arrobador como el otro. Quizás la pieza que mejor expresa el sino trágico de Baker es “I fall in love too easily”, el corte número 8 del disco.
La canción puede escucharse en http://bit.ly/aRslmG


4. Bill Evans: The complete Village Vanguard Recordings, Bill Evans  (Riverside, 1961)
Un álbum que despliega el momento dorado de un trío legendario de breve existencia, bajo las directrices del pianista más sutil y de mayor influencia en la historia del género. Recomiendo sin dudar la pista “Some other time”, la número 8 del primer disco, una pieza que anuncia esa línea cadenciosa que Evans desarrollaría por el resto de su carrera, en la que insospechadamente aporta al jazz su conocimiento cercano de los compositores llamados impresionistas, Ravel, Debussy, Satie. Aunada al desasosiego desdibujado de estos músicos del pasado, la vivacidad del jazz resulta un complemento fascinante.
El track puede escucharse en http://bit.ly/aZxVcZ


5. Mulligan meets Monk, Gerry Mulligan y Thelonious Monk (Riverside, 1957)
Una muestra de la generosidad propia del jazz: dos estilos personalísimos, el de Gerry Mulligan al saxofón barítono, y el Thelonious Monk al piano, abocándose a la empatía. Aunque el disco contiene temas originales conocidos tanto de Mulligan como de Monk, recomiendo la pista número 3, “Sweet and lovely”, una composición ya canónica que representa por tanto un terreno neutro donde cada uno de los tremendos músicos puede lanzarse al ejercicio de renunciar al estilo propio y entrelazarse con el otro.
El tema está en http://bit.ly/c7EtWc


6. Chris Connor sings lullabys for lovers, Chris Connor (Fresh Sound Records, 1953)
Un puñado de “standards” cantados con entrega y densidad, sin rastro de afectación, por una joven Connor, acompañada con arreglos de precisión exquisita. Lo que más me admira de las interpretaciones de Chris Connor es su economía expresiva, su esencialidad. Nada más emotivo que el camino sin rodeos hacia la sensibilidad del que escucha. Por eso elijo la pista número 1, “Goodbye”, un ejemplo de la eficacia del drama contenido.
La canción puede escucharse en http://bit.ly/brkkjw


7. Billie Holiday: The complete Verve Studio master takes, Billie Holiday (Verve, entre 1952 y 1959)
Este último debiera ser el primero de la lista. En lo personal lamento que las versiones más divulgadas de Billie sean las acompañadas de un “big band”, formato que a mi modo de ver la despoja de su intimidad cardinal. En cambio, para las sesiones de la disquera Verve la prodigiosa cantante fue acompañada por grupos muy pequeños pero nutridos de grandiosos ejecutantes, como Oscar Peterson, Benny Carter o Ben Webster. La Holiday en la cúspide de su expresión. En “Everything happens to me”, la pista número 15 del disco 2, Billie revela la médula de su propia vida en conflicto, pero lo más sorprendente y conmovedor es que del sustrato de contrición sobresale un rasgo distinto: la gracia. Con todo el pesar encima, ella desea ser grácil ante los demás.
La canción puede escucharse en http://bit.ly/ajqP3s

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El retrato de Claudio Isaac es de Iñaki Bonillas. 

Mi texto sobre su libro Cenizas de su padre, “Retrato de hombre con cenizas en el agua”, puede leerse también en este blog en http://bit.ly/9hzrkQ

Más de Claudio Isaac en Siglo en la brisa: “Sobre el origen de Piedra de sol: una confesión”, en http://bit.ly/9nx710