domingo, 26 de septiembre de 2010

El mundo como miniatura hacia otro lugar

(El siguiente texto fue leído en la presentación del más reciente libro del poeta Eduardo Casar en la pasada Feria del Libro de Minería).

Fue la mejor lección sobre poesía moderna que recibí a lo largo de mi vida de estudiante. No podría decir que haya sido más que una pincelada pero resultó tan elocuente que gracias a ella entendí de manera sucinta y gráfica algunos de algunos procedimientos del arte moderno. No fue en una clase de Poética, que no teníamos, mucho menos en un curso sobre escritura contemporánea, ni siquiera en una materia de literatura del siglo veinte. Quizás no había en la carrera de Letras Hispánicas de hace veinticinco años un temario que previera ese género de aprendizaje, y fue gracias a que Eduardo Casar decidió abrir un hueco entre dos clases de Literatura Mexicana del Siglo XIX —la materia en la que lo tenían confinado— que pudimos tener acceso a aquella lección esencial.
Casar se lo podía permitir porque era un maestro atípico. No sólo por la forma en que abordaba, lleno de sentido común, franqueza, humor, obras con frecuencia áridas, sino también porque de cuando en cuando tenía salidas que nos recordaban que la literatura sólo podía serlo de manera convincente si estaba tocada verdaderamente por la vida. Una vez, de buenas a primeras, anunció que iba a dedicar la siguiente clase a leernos algunos de sus propios textos porque según dijo tenía necesidad de saber cómo sonaban. Nadie le creyó: aquella no podía ser sino una broma más. Nos equivocamos: a la clase siguiente se expuso delante de nosotros como poeta y con verdadera apertura escuchó nuestros comentarios —pocos, la verdad, porque el público, pasivo por naturaleza, no daba crédito a lo que veían sus ojos.
En otra ocasión, posiblemente harto de la literatura discutible que llenó nuestro siglo XIX, él que había aprendido a escribir inflamado por los grandes recursos desarrollados en el XX, decidió mostrarnos la expresividad alcanzada por el lenguaje poético. Nos explicó que el poeta moderno intentaba decir más allá de lo que decía, utilizando los recursos propios de la lengua, y leyó unos versos de Pablo Neruda: 
Y yo transmitiré sin decir nada
los ecos estrellados de la ola,
un quebranto de espuma y arenales,
un susurro de sal que se retira,
el grito gris del ave de la costa. *

Si a primera vista sonaban, sí, muy hermosos, no fue sino hasta que Casar los fue analizando uno a uno que penetramos en una dimensión desconocida para muchos de los que estábamos allí. Fue como si empezáramos a ver. Eduardo nos hizo percibir cómo todos los sonidos del mar estaban en ellos: en efecto, el poeta alcanzaba a transmitirnos “los ecos estrellados de la ola” pero, tal como lo había anunciado, sin decírnoslo expresamente. 
Escuchen, escuchen, decía Casar, cómo suena la ola cuando se rompe contra la arena, exactamente como lo hace el verso: “un espasmo de espuma y arenales”. Luego, conforme se retiraba el agua nuevamente hacia el mar adentro, sonaba sibilante y lleno de eses, claro, saladas, tal como lo dice con perfecta equivalencia el verso: “un susurro de sal que se retira”. El colmo era lo que pasaba en la última línea: en esa pausa en que se deja percibir un silencio casi milagroso entre dos olas, sonaba el gri gri de un ave sobrevolando la escena: “el grito gris del ave de la costa”.
Lo natural es que un lector como él tuviera como modelo, a su vez, el cúmulo de recursos de la poesía moderna, aquellos sobre los que fincó el siglo XX su estilo más decantado y perfecto. Conforme a éste, parecería que los colores de la poética de Casar son los primarios; su tono, una serenidad sin efusiones innecesarias; su dicción, nítida. Consciente del papel que tuvo la experimentación vanguardista para llegar a esos recursos, con frecuencia está tentado a echar mano de ella y por eso en sus poemas asoman de cuando en cuando intentos, amagos, residuos. 
El más evidente sigue siendo la disgregación de los vocablos del gusto de Villaurrutia, como en el ejemplo: “Me les voy porque soy las ínfulas apenas. / A penas se me abarca mi delito”. (pág. 35). Uno más: el experimento de desaparecer las vocales de la palabra “palabra” —nada menos—, lo que da como resultado la impronunciable “Plbr” (pág. 55).
Enamorado de una literalidad que a veces lleva al colmo y hasta al despropósito, pocas cosas le gustan tanto a este poeta como sopesar cada palabra, colocarla en posición de decir y de profundizar en lo dicho pero también de desdecirse y hasta contradecirse —cualquier cosa menos dejar de decir—. Mucho más porque busca los escollos, los atajos y las puertas falsas del idioma, lo que acaba añadiendo a la realidad un elemento extraordinario: las palabras de todos los días encuentran fantástica la vida cotidiana. Por eso no todo tiene explicación: las construcciones de su pensamiento, sus imaginaciones, sus bromas, profusas y en profusión de detalles, bullen, salpican, circulan por las venas del texto como criaturas no siempre sensatas, como pequeñas demencias que aseguran la salud del poeta. Si como conjunto el libro pierde contundencia debido a su extensión, incluso ese defecto ilustra la naturaleza de un poeta que no conoce más que la constante actividad.
El título de su nueva entrega, Grandes maniobras en miniatura, es un hallazgo tal como antes lo fue el envidiable Parva natura. Entre uno y otro libros, cuando le pidieron una antología escogida por él mismo volvió a acertar el título: Ontología personal… Sólo con esos encabezados ya podríamos discurrir respecto al lugar donde se sitúa este poeta moderno en esta etapa de su vida creativa. Menos reticente a hacer públicos sus textos, Casar asume al mismo tiempo una cierta pequeñez: la escala, la miniatura, la parvedad… 
El tema amoroso ha dejado de ser el más importante; en cambio, se ha vuelto más filosófico. De alguna manera, sus libros se han poblado de divinidades, si bien menores la mayoría de las veces. Antes, en un mundo lleno de referencias pétreas, había prometido a su hija una honda; ahora le propone escaparse a la India y perderse entre los dioses. El epígrafe de Bachelard nos ayuda a entender el libro como la afirmación del mundo sostenido sólo bajo la forma de la miniatura; el de Arendt, como la convicción de que, aun si se ha de morir, la vida es esencialmente un comienzo. Todo ello se entiende mejor si se sabe que Gerardo Rod, el amigo del poeta a quien está dedicado el volumen, ha muerto de manera trágica y en plena juventud. La vida quizás no es sino una gran maniobra que, vista con la perspectiva adecuada, no pasa de una miniatura. Antecedida de la preposición “a”, la palabra “escala” se refiere a las dimensiones de un objeto hechas con respecto a un determinado patrón; sin preposición, alude a un lugar de tránsito entre un punto de partida y otro de llegada. 
Parecería que los dos sentidos convienen al más reciente Casar: la asunción de su papel en el mundo, con la previa aceptación de ese mundo y la certeza de que no es sino un camino hacia otro lugar. Estamos varados momentáneamente en esta escala, por lo cual conviene asumir nuestra escala verdadera. Parvo, filosófico, observador más que nunca del tiempo que pasa, Casar ha ganado en profundidad pero sin olvidar su ligereza existencial ni su humor: “Debería desdoblarme / ¿o ya me desdoblé / y mi otra parte / huyó hacia la huasteca? (pág. 75).
De entrada, llama la atención la relevancia que ha adquirido la rima. No es que antes Eduardo no rimara sino que ahora lo hace con más convencimiento. Me gusta llamar rima orgánica a la que va más allá de un sonido cuya repetición nos resulta placentera, es decir cuando, conforme a la lección de la modernidad, dice más de lo que dice, explorando los vínculos entre los elementos que riman. Al comparar los lados iguales que forman el ángulo recto de un triángulo rectángulo, es decir de los catetos, propone una rima que subraya la sensación de su igualdad: “Imagina un cateto. Según la fórmula / los catetos tienen su cuadrado, / se ve que lo comparten, por algo son gemelos”, (pág. 20), donde la rima entre “catetos” y “gemelos” nos hace sentir, no sólo entender, que son idénticos.
Por otro lado, me parece que las paronomasias son más delicadas y en algún sentido más poéticas: “Y escriben versos, a veces, donde cuentan / los verdes de los árboles” (p. 45). O como en este caso, refiriéndose precisamente a un árbol en los primeros meses del año: “Dice cuándo es invierno, / con ayuda del canto dice cuándo / ha comenzado al fin / la prima verdadera (p. 93). Siempre atento a los coloquialismos, Casar incorpora las formas que la lengua adopta para hacerse más expresiva en la vida diaria: “Ya parece” (pág. 81), “ahí la llevan” (p. 102), “siacabuche” (pág. 84)… No me sorprende hallar entre los poemas una marina que sin ser moderna en el sentido de la lección nerudiana, lo es de otra forma: la sensación es la de estar en la orilla del mar, mirando el ir y venir del agua sobre la arena, que nos acaba alcanzando las puntas de los pies: “Tratando, / tratando de que el mar, / tratando de que el mar llegue y te toque” (p. 98). ¿Y qué decir de la delicadeza de esta imagen, que evoca nuevamente la sensibilidad de Villaurrutia: un espejo que se recoge “en sus habitaciones interiores”? (p. 69).
Al menos desde la perspectiva de su desarrollo posterior (porque me imagino, por qué no, al joven Casar paladeando también al Neruda “comprometido”), su verdadero maestro, el que dejó los rastros más duraderos, es Julio Cortázar. La flexibilidad de cronopio, vital pero también lingüística, la plasticidad del lenguaje, el ludismo y una vocación de luminosidad son, me parece, las lecciones que Eduardo no olvida del autor de Rayuela, a quien ya hizo personaje de su libro narrativo Amaneceres del husar
Cortázar aparece una y otra vez en esta nueva colección de poemas con una recurrencia nada azarosa: como tema obsesivo, cuando el poeta cae en la cuenta de la edad que hoy tendría Julio y la inevitabilidad de su muerte, y hasta como evocación de usos literarios en el poema de título cortazariano “Yo te retórica” (pág. 144-146), que de comenzar con un lenguaje en cierto modo sereno, se transforma en una interpretación del emblemático capítulo 68 de Rayuela, en el cual a las deformaciones, modernísimas, y a los neologismos que Cortázar pone en el contexto amoroso, Casar opone el glosario de la retórica de tal manera que el celebérrimo “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso, y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”, aparece mutado en “Te anacoluto tanto / que no he pensado en las coordinaciones. / Qué hipérbaton te me has descolocado / frente a mis propios ojos redundantes. / El rumor se nos prosopopeya / quiasmos los cuerpos y la entretejedura, / la paragoge cruel que ya se alarga / entre las onomatopeyas sin cesura”. (pag. 146)
Por razones extraliterarias, Grandes maniobras en miniatura representa un momento importante en la vida creativa de Casar: es el primero de sus libros que obtiene un reconocimiento. El asunto es sorprendente en un país donde por lo visto hay más premios que escritores. Todos necesitamos del reconocimiento de los demás: la aceptación de los otros nos ayuda a sentirnos bien con nosotros mismos y nos impulsa a seguir trabajando. El caso de Eduardo es importante porque significa devolverle algo del aprecio con el cual, como maestro y lector asiduo y profundo, lleva años estudiando la poesía de sus contemporáneos de todas las edades. Por eso es motivo de satisfacción que un jurado, y no cualquiera sino uno en el que están poetas de prestigio como Coral Bracho o David Huerta, haya destacado el trabajo de un colega que se siente bien en compañía porque se sabe parte de una gran tradición. Que acompaña y gusta del acompañamiento así como en medio de la noche (pág. 161) se acomoda al rumor de la fiesta vecina y se prepara para embarcarse, tal como querían los surrealistas, en el sueño de un hombre que trabaja.
___________________________
Se llama “Deber del poeta” y es el prólogo de Plenos poderes, de Pablo Neruda (cuya primera edición es de Losada y apareció en 1962).


Grandes maniobras en miniatura, de Eduardo Casar (ciudad de México, 1952), editado en la Serie Letras de la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario del gobierno del Estado de México (Toluca, 2009), fue presentado en la Feria Internacional del Libro de Minería la tarde del 20 de febrero de 2010, en una mesa redonda en la que Mariana H y yo acompañamos al autor. El libro ganó el Premio Internacional Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz.

El poema reproducido apareció por vez primera en el número 7 de la revista universitaria Alejandría, de otoño de 1988, de donde lo he escaneado.

El retrato del poeta joven fue tomada hacia 1970 y pertenece a su archivo personal —en rigor, al escritorio de Alma Velasco—. Las otras fotos fueron tomadas de la red. Una de ellas, del FB de La dichosa palabra y la otra del de Andrea Eduardina Casar.

La foto de Cortázar es de Mario Muchnik y la tomé prestada de la página de la red de la revista argentina Criterio, http://bit.ly/awFOQY

Una entrevista con Eduardo Casar sobre Grandes maniobras..., puede leerse en este mismo blog: http://bit.ly/bgQ8zW

domingo, 19 de septiembre de 2010

Becario (1988-1989)


Una mañana amanecí convertido en una rareza administrativa conocida como “artículo 19”. En el lenguaje coloquial universitario, se llama así a quien rebasa una razonable cantidad de años como estudiante inscrito y pierde algunos derechos, entre ellos el de cursar las materias todavía no acreditadas que a partir de entonces sólo será posible aprobar en exámenes extraordinarios. En otras palabras: el momento exacto en que se convierte en fósil.
Y es que para el periodo 1988-1989, mi último en la carrera, la Facultad representaba sólo un interés entre los demás. Fue aquel año cuando visité una vez por semana a Juan Almela a su departamento de la calle de San Antonio, de noche y a veces hasta tarde, para analizar a fondo sus poemas para mi tesis. También, cuando apareció el último número de la revista Alejandría, que armaba con algunos amigos en el despacho de mi amigo el arquitecto Alberto Kalach. Y fue cuando tuve la beca del Centro Mexicano de Escritores.
Semana a semana, un grupo de aspirantes a escritores se reunía en una casita de la calle de Luis G. Inclán, en la colonia Iztaccíhuatl, cerca del metro Villa de Cortés, para celebrar un taller literario bajo la tutoría de Alí Chumacero y Carlos Montemayor. Yo había frecuentado aquella casa apenas el periodo anterior, cuando tuve la Beca Salvador Novo, que daba el mismo Centro aunque las sesiones fueran cada quince días y los tutores, otros. 
Fundado por la narradora norteamericana Margaret Shedd en 1951, el Centro Mexicano de Escritores fue la principal institución de apoyo a los escritores del país durante largos años, desde mucho antes de que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes estuviera siquiera en la ciencia de Dios. Nació como una iniciativa visionaria y de vanguardia cuando éramos un pequeño país provinciano y desapareció en 2005 quizás sólo para demostrar que lo seguíamos siendo medio siglo después. Por él pasaron prácticamente todos los escritores importantes de México, de Juan Rulfo o Juan José Arreola a Daniel Sada o Mario González Suárez.
La casita, de arquitectura mediocre, era la típica de aquellos barrios del oriente de la ciudad de camellones con palmeras y tardes melancólicas. Tenía planta baja y primer piso, y su interior estaba tapizado de las fotos de grupo de las muchas generaciones de los antiguos becarios. En el nivel superior estaban las oficinas, en las que despachaba el sempiterno Felipe García Beraza, un hombre chaparrito y sonriente que daba la impresión de no poder hacer nada sin la ayuda de una secretaria de presencia tremenda y voz en cuello que mexicanamente respondía al diminutivo de Martita.
Aquel año yo fui único el becario de poesía si bien uno de mis compañeros de promoción era el poeta Jorge Fernández Granados, que había solicitado el apoyo para acabar un libro de cuentos y una novela sobre un doble (döppelganger) de la que conservo no pocas cuartillas originales. Sin necesidad de consultarlas ahora, recuerdo la extraña atmósfera de aquella narración y un raro pasaje ambientado en el metro.
Tutores y becarios ocupábamos una mesa rectangular situada en la planta baja de la casa, en el espacio desangelado que alguna vez correspondió al comedor. Chumacero nos saludaba con excelente ánimo, hacía uno que otro comentario chistoso y se colocaba en una de las cabeceras. En la otra se ponía Montemayor. Cada uno de nosotros leía por turnos, en voz alta, cada dos o tres sesiones, en medio del silencio respetuoso de los demás. A continuación, se opinaba: primero, los otros becarios; luego, los tutores. 
El gran Alí, sin ningún interés en entrar en conflicto con nadie, se limitaba a corregir cosas como ortografía y sintaxis, sugería cambiar algunas palabras y hacía llamamientos a la sensatez general. En cuanto la ronda de opinión andaba por el otro lado de la mesa, sin perder la postura ni un milímetro gracias a su estupenda mole física, se echaba una siesta. De alguna manera, estaba más allá del bien y del mal.
Montemayor, en cambio, vivía aquel taller con excesiva severidad y me temo que ningún sentido del humor. Por desgracia para todos, yo estaba en una época de juegos y experimentaciones, y mis propuestas nunca consiguieron despertar su interés. Ya he contado en Siglo en la brisa que fui asiduo lector de la Generación del 27 y de Juan Ramón Jiménez, sobre el cual tenía casi terminada una tesis (http://bit.ly/aoVJM3), pero en 1988 acababa de descubrir en las páginas de la revista Poesía y Poética algunos fascinantes recursos de la lírica norteamericana, y, gracias a una recomendación de Julio Hubard, la poesía de Gerardo Deniz. 
Si por un lado estaba descubriendo las posibilidades sonoras de las palabras (“—Sírvete, Horacio; toma, Lucano; que le toque una cereza a Saladino”, G. D., “Complejo”, Gatuperio, p. 103), en general más bien despreciadas por la poesía mexicana, por el otro me resultaba irresistible no jugar con la disposición espacial de los versos, que me gustaba agrupar por pares, o los encabalgamientos y cortes silábicos con que intentaba estirar las palabras como si al hacerlo fuera posible sacarles secretos de sonoridad y significado latentes bajo su apariencia exterior.
Algunos temas: la foto que tomó Dornac a Paul Verlaine en 1892 o la visita que hice con una amiga extranjera y un amigo pintor a Tepoztlán, donde nos cayó una formidable lluvia… En una ocasión escribí la invitación para un cumpleaños en el Edificio Basurto, entremezclando la fecha y la dirección de la fiesta con algunas palabras relacionadas con Baco.
A veces se trataba de simples apuntes: “El tipo [es decir, la unidad tipográfica] quiere hablar y no lo dejan”, que reproduje con los signos del alfabeto fonético. 
Entre esos trabajos hay un poema que estuvo a punto de formar parte de El ciclismo y los clásicos que ahora no encuentro peor que los que sí publiqué: lo reproduzco aquí, anotado, corregido, dibujado, tachado por la pluma impaciente de Alí Chumacero… 
Un día presenté un texto que trataba de ilustrar una ruptura amorosa y que no era más que la mitad derecha de un abono de la Muestra Internacional de Cine, que se titulaba, melodramáticamente, “Qué me puede ya importar”.
Alí, más que nunca, guardó un perfecto silencio. En cambio, Montemayor montó en cólera. Dijo que aquello era el colmo y que de ninguna manera pensaba permitirlo. Y añadió, a buena voz como para que quedara bien claro, que si insistía en llevar cosas como ésas él no volvería a opinar. Y a fe mía que cumplió.
Ni siquiera dijo ni media palabra cuando presenté una serie de ejercicios más legibles, inspirados en las cartas que me enviaba mi amiga Nattie Golubov desde la Universidad de Leeds, donde estudiaba un posgrado, o desde sus viajes por el continente como el que hizo a Suiza para visitar a su tía Eudokia, una excéntrica aristócrata que solía acompañarse de un gurka. Las observaciones de Nattie, siempre peculiares y atinadas, estaban salpicadas aquí y allá de cierta poesía genuina, y mi labor consistía mayormente en ajustarlas a la forma del verso, limar una que otra textura en favor del conjunto y pasarlas a máquina, donde quedaban listas como versiones alternativas a las epistolares.
Es cierto que fueron cruciales para encontrar el tono de la segunda parte de El ciclismo y los clásicos, que publiqué al año siguiente, pero casi ninguno de aquellos textos tenía valor más allá del que podían tener como lo que eran: ejercicios. No es que fueran arbitrarios o caprichosos: para mí, algo importante se jugaba en ellos, aunque luego pudieran no servir para mucho más. La prueba es que, con una o dos excepciones y siempre de manera aislada, nunca intenté publicarlos. Y si lo hago ahora para ilustrar este post, más de veinte años después, es por la naturaleza ambigua de este espacio que no es agua ni arena, para decirlo con las palabras con las que Gorostiza describe la orilla del mar.
_____________________________
La editorial Aldus publicó en 1999 el libro Los becarios del Centro Mexicano de Escritores (1952-1997) de Martha Domínguez de Cuevas. 
La imagen que abre este post es mi foto de ingreso al Centro y fue tomada en junio de 1988. No recuerdo el nombre del autor, que era el fotógrafo oficial de la institución.
La foto de Margaret Shedd es de Paul Bishop (1915-1998), y la tomé prestada de la página de la red especializada en la obra del fotógrafo: www.gpaulbishop.com

domingo, 12 de septiembre de 2010

Las hachas prehistóricas de Asiego de Cabrales

Corrí a ver las hachas en cuanto supe que estaban visibles pero me encontré con la desafortunada noticia de que el Museo Arqueológico acababa de cerrar por remodelación. Era 2004. Dos años más tarde, cuando me iba de Oviedo, el museo seguía cerrado. En abril de 2010, seis años después de mi primer intento, cuando estuve una semana de paso en la capital asturiana, las cosas estaban más o menos como el primer día. Pero entonces sucedió la coincidencia parecida a un pequeño milagro que justifica este post.
Tenía interés en conocerlas porque las hachas del depósito de Asiego, como se les llama en el mundo de la arqueología europea, sirvieron para denominar un género de hachas prehistóricas como Tipo Cabrales, pero sobre todo me atraían porque fueron encontradas en el pueblo de mi abuelo paterno en los años de su infancia, no muy lejos de la modesta casa familiar. 
Ya que me dedicaba a hacer un ejercicio de intrahistoria de Asiego, me pareció irresistible intentar documentar la forma en la que ocurrió el suceso. Mis esperanzas se fortalecieron cuando leí que no mucho después del hallazgo las hachas pasaron a formar parte de la célebre colección de Soto Cortés, en la que estuvieron hasta 1960, año en que fueron adquiridas por la Diputación Provincial para el Museo Arqueológico de Asturias. Los registros permiten saber que llegaron a manos de Soto Cortés junto con unas “lanzas de guerra antiguas” el 25 de septiembre de 1912, y que fueron donadas por los hermanos J. y F. Borbolla del pueblo de Puertas de Cabrales. Por desgracia, fue imposible consultar el diario que escribía el coleccionista (según se dice, con una letrita indescifrable) porque estaba bajo custodia oficial como parte de una herencia en disputa.
Además de Enriquín el de la Tía Arsenia y Guillermina, ambos habitantes de Asiego (http://bit.ly/da6CHe), mis parientes más cercanos en Cabrales viven precisamente en el vecino pueblo de Puertas. No sólo eso: Félix, Amalia y sus tres hijos son los familiares con los que mejor me llevo y a los que más quiero en Asturias. (Hace apenas quince días, por cierto, me dolió no estar en la boda de mi prima Ana…). 
Hombre de una discreción famosa en la comarca, Félix es una suerte de enciclopedia viva de los usos, las costumbres y los personajes del concejo cabraliego. Su padre, que tenía tan buena memoria como la suya, era un hombre de una edad considerable cuando él nació, así que los conocimientos y la información de los que hace gala son de primera mano y se remontan a más de un siglo.
Félix me hace ver que la casona de aquellos Borbolla, de los que él mismo es pariente, es la conocida como El Pedregal y está a unos metros de la casa donde conversamos, lo que quiere decir que las hachas de la Edad de Bronce pasaron un tiempo muy cerca del cuarto que he ocupado en mis muchas estancias en Puertas. Los tres hermanos Borbolla estaban casados con sobrinas, y los dos mencionados en los papeles de Soto Cortés estuvieron en América: José en Cuba y Fernando en México. “Se fueron”, añade Félix con una bella frase de sabor local, “sin falta de emigrar porque tenían posibles”. 
El humilde labriego de Asiego quizás a su vez pariente mío que encontró las hachas debe de haberlas vendido por una cantidad insignificante a los Borbolla, quienes probablemente pasado algún tiempo las donaron a Soto Cortés, gracias a lo cual hoy están visibles (bueno, es un decir) en el museo regional. 
En abril de este año, cuando pasé una semana en Oviedo antes de instalarme en la Universidad de Alcalá de Henares (http://bit.ly/b9xAiD ), el día mismo que confirmé con amargura que el museo seguía cerrado, ocurrió el pequeño milagro. Cenando en casa de un querido amigo se me ocurrió comentar la ironía de tan hispánica situación: mi creciente interés en el asunto, el cierre inoportuno del recinto, los inacabables años de obra. Entonces la mujer de mi amigo me comentó que llevaba trabajando desde hacía unas semanas para el museo, alojado de momento en una nave industrial a unos kilómetros de Oviedo. Me ofreció preguntar si podían enseñármelas. De pronto, después de esperarlo más de seis años, cuando había perdido toda esperanza de verlas próximamente, las cosas se daban con una absurda facilidad. Imagínese la expectativa con la que a la mañana siguiente, después hacer una confirmación telefónica, manejé hasta el polígono industrial de Silvota, en el vecino concejo de Llanera, donde di con la nave indicada, indistinguible por cierto desde el exterior. 
En una caja de peso considerable, de plástico, envueltas con todo cuidado, me estaban esperando las hachas de la Edad de Bronce encontradas en el Asiego prehistórico de la infancia de mi abuelo. No sólo eso: al poco rato llegó uno de los historiadores titulares del museo, que me dio una pequeña clase sobre ellas mientras yo las examinaba con detenimiento.
Por razones distintas a las mías, el entusiasmo que las hachas provocan en el experto del Museo Arqueológico de Asturias se va haciendo más evidente conforme habla. A manera de epígrafe, dice que en algún lugar Suetonio cuenta que en un lago de Cantabria, en otra época el nombre de una zona del norte ibérico que incluía el oriente asturiano, cayó un trueno y que en ese mismo lugar aparecieron doce hachas como las que tengo delante.
Después de datarlas aproximadamente entre el 1800 y 2000 antes de Cristo, me hace notar que son bastante masivas (es decir que tienen mucha materia, al grado de que alguna de ellas pesa un kilo), relativamente grandes y bien labradas, lo que hace que a pesar de su sencillez sean, dice, “bárbaras”. La característica peculiar de este conjunto de hachas es que, además de ser planas y longilíneas, son de talón ancho. Lo más probable es que se hayan fabricado cerca de Asiego; si no en la aldea misma, sin duda en la zona de Cabrales, que fue productora de cobre desde tiempos muy remotos.
El famoso Ötzi, sigue diciéndome, un hombre prehistórico hallado en un glaciar de los Alpes que data aproximadamente de 3200 antes de Cristo (según su descripción, “un cazador que murió con todo lo que llevaba encima”), tenía un hacha de éstas, atada a un mango de tejo (http://bit.ly/9NE36k ). 
Podían ser armas, desde luego, pero también lingotes y quizás hasta servir como moneda, lo que los hacía “objetos de prestigio”. El historiador me hace entender la situación paradójica de sociedades “muy ancladas en la subsistencia” que al mismo tiempo poseían tan valioso metal. Las hachas, que son catorce, se encontraron seguramente en un fardo, nuevas: lo que se llama un ocultamiento de fundidor. Toda Europa está llena de ocultamientos como el descubierto en Asiego, que pueden deberse, me explica, a momentos de inseguridad que obligan a esconder unas piezas que luego no son recuperadas, o a que se trata de ofrendas votivas. 
Es posible que en Asiego se hayan encontrado en el sitio de El Táranu, cuyo nombre al parecer lleva implícito el de una divinidad relacionada con el trueno. Las hachas de la Edad de Bronce encontradas en el pueblo de mi abuelo durante su niñez le añaden un toque inquietante a lo que sé de la época y el lugar de los que salió al emigrar en 1923 a México.

_______________________
El fragmento del mapa de Cabrales, con el detalle en el que puede verse la localización de Asiego, lo tomé de Cabrales, Peñamellera Alta y Peñamellera Baja, número 7 de la serie Asturias, Concejo a Concejo del Real Instituto de Estudios Asturianos (Oviedo, 1997). Las imágenes en blanco y negro de las hachas provienen del Catálogo de las Edades de los Metales del Museo Arqueológico de Oviedo (Oviedo, 1982).


domingo, 5 de septiembre de 2010

Germán Dehesa

Fue Germán Dehesa quien me sugirió, durante un desayuno a finales de 1993, dedicar un número de Viceversa a Julio Scherer. Teníamos sobre la mesa uno de los primeros ejemplares de Reforma, que acababan de regalarme a la puerta del restaurante —tal como hizo el periódico como parte de la estrategia de lanzamiento en algunos lugares de la ciudad. No creo que nadie pudiera prever lo que iba a venir con el nuevo año, quizás el más movido de la historia reciente de México. Y sin embargo ninguna circunstancia (el surgimiento del EZLN el primero de enero, los asesinatos de Colosio en marzo o Ruiz Massieu en septiembre, o las elecciones anticlimáticas de agosto…) fue capaz de quitarnos la ilusión de que vendrían tiempos mejores para el país, gracias a una palabra cargada entonces de sentido mágico: cambio. Pobres ilusos: en vez de cambiar, la realidad pública empeoró en casi todos los aspectos como quizás no podía ser de otra forma considerando aquel priísimo todavía en el poder pero ya en descomposición que dejaría su lugar al PAN y su triste idea del mundo. (Por cierto, ¿cómo es posible que todavía ahora, como leí la semana antepasada en el artículo de un conocido politólogo, alguien siga llamando transición a lo que estamos viviendo?)
Pero volvamos a aquel año de ingenua ilusión. En el aire flotaba un optimismo del que era difícil no contagiarse. Yo creía en una suerte de florecimiento de los medios de comunicación, del que con modestia pero sin duda participaba Viceversa, que iba a atestiguar, a servir de medio, incluso a animar el cambio inminente. Más que nadie, Germán estaba entusiasmado con la aparición de aquel diario del que sería vocero (¡y voceador!), que le daría el lugar público que ocupó hasta el final de su vida y en el que iba a demostrar de paso el esplendor de su talento literario en una columna que, de todas las que se publicaban diariamente, era la única que podía leerse sin cansancio.
No puedo decir que al principio no me costara relacionarme con él. Si acabé buscándolo, yo que no lo conocía más que de nombre y tenía prejuicios sobre su persona y su trabajo, no había sido precisamente por mi propia iniciativa. Mi arrogancia juvenil incluso me ofrecía una prueba que daba fortaleza a mi opinión: en la Facultad me había inscrito a una materia optativa anunciada como suya… y él jamás se había presentado. Sin embargo, nada más arrancar Viceversa, un empresario del que éramos cercanos los dos —yo mucho más que él— y que fue crucial para el lanzamiento de la revista, nos había puesto en contacto. No sólo eso: a mí me había pedido expresamente, ya que solicitaba su apoyo publicitario, que me acercara a Dehesa: decía que el diálogo con él iba a serme útil y fructífero. Su predicción cristalizó muy pronto, aquella mañana de fines de 1993 cuando al final del desayuno le pedí sugerencias para números futuros de la revista, que a doce meses de su fundación estaba a punto de hacerse mensual. 
Quizás contagiado más que nadie por la época que avizorábamos, Germán no lo pensó dos veces y me propuso una idea audaz, algo que nadie había hecho: “Hay que hacer un número sobre Julio Scherer”. De inmediato me puse a trabajar en un dossier sobre el director de la revista Proceso que vería la luz en abril de 1994, sólo una semana después del asesinato de Luis Donaldo Colosio (http://bit.ly/bzpaY9 ). Pronto dedicaré un post a reseñar aquel número, uno de los mejores de la historia de Viceversa.
A partir de ahí, hicimos algunos proyectos juntos. Un mes y medio antes de las elecciones federales de 1994, en una entrega de la revista dedicada a reseñar la “cultura” de los candidatos a la presidencia, Germán entrevistó a Zedillo, tal como Alejandro Aura lo hizo con Diego Fernández de Cevallos, Javier Solórzano con Cuauhtémoc Cárdenas y Carmen Aristegui con Cecilia Soto. Al año siguiente, yo lo entrevisté largamente a él (Viceversa, núm. 22, marzo de 1995) en un número en el que aparece en la portada retratado por Juan Rodrigo Llaguno —algunas de las fotos de aquella sesión de hace quince años acompañan este artículo. 
Algunos temas de aquella conversación son la congruencia y el juego con el poder, su relación con Salinas de Gortari, su falta de obra literaria, Octavio Paz…
Dos o tres años más tarde lo acompañé a visitar a Jaime Sabines a su casa al lado de cerro Zacatépetl. Fue la única vez que vi al poeta chiapaneco, al que no le quedaba mucho tiempo de vida. Estaba en una silla de ruedas y la suela de su zapato izquierdo medía el triple que la otra. Con rugido de león, expresó su hartazgo por su estado físico que ya ni siquiera, dijo, le permitía nadar. Habló de las acusaciones de corrupción hechas a su hermano Juan, se refirió a la situación que estaba viviendo Chiapas y dijo que “todo el mundo sabe que Samuel Ruiz es el culpable”. Luego, a santo de no sé qué, habló con entusiasmo de Andalucía, en especial de Granada… Cuando le contamos por fin que el propósito de nuestra visita era que Germán conversara con él para Viceversa, dijo que ya no daría entrevistas y que no haría una excepción en favor de su amigo porque a éste no se le daba el género… “En sus entrevistas siempre es él y no deja ser a los otros”, explicó. 
A la sesión de fotos, sin embargo, dijo que sí. Rememoró la primera vez que le hicieron un retrato contando que fue un amigo en CU, y que las fotos que se hacían en aquella época eran “cuadros cerrados”. Roberto Portillo le hizo ese día una serie de retratos que, al no haber texto para acompañarla, me parece que quedó inédita.
Por desgracia, cuando regresé de España en 2006 ni siquiera logré hablar nuevamente con Germán, aunque lo intenté en dos o tres ocasiones. Antes de eso, me impresionó verlo al final de la ceremonia de promulgación de la Ley del Libro en Los Pinos, desplazándose con torpeza, con bastón y lentes, como si se hubiera quedado ciego… Alguien dijo que acababan de operarlo de los ojos. Más que en ningún otro lugar, era en el ámbito político donde su figura causaba estremecimientos y consideraciones, porque su opinión era un botín anhelado por los funcionarios públicos, cosa que se traducía en un juego que a Germán le gustaba jugar. Yo vi a cierta secretaria de estado licuándose en su presencia. Aquella vez no me animé a romper el cerco de quienes querían hablar con él pensando que podría saludarlo en cualquier otra ocasión, por correo o teléfono. Unos meses más adelante, lo busqué por meil para invitarlo a mi programa de radio pero nunca tuve respuesta. Por último, a propósito de una frase de López Velarde (“la grey astrosa”) que él contó que le había escuchado a Ricardo Garibay, volví a escribirle pero entonces alguien me contestó fingiendo torpemente su escritura, tal como conté en este espacio (“¡Tú no eres Germán!”, http://bit.ly/9m3jMV). Con su desafortunada muerte hace unos días, me quedé con ganas de reencontrarme con él y quizás entrevistarlo sobre los libros que marcaron su vida.
____________
Gracias al extraordinario retratista Juan Rodrigo Llaguno por permitirme usar algunas de las fotos que le hizo a Germán Dehesa en 1995. Su sitio en la red: www.juanrodrigollaguno.com/
Sobre Viceversa en este mismo blog: “Mis diez portadas preferidas”, en http://bit.ly/cJMvf4.
Los 96 números de la revista Viceversa pueden consultarse en las bibliotecas de la ciudad de México que cuentan con colecciones completas, entre ellas la “José Vasconcelos” de Buenavista y la “Rubén Bonifaz Nuño” del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.