domingo, 30 de mayo de 2010

Trilce, XXXIV (Mis poemas preferidos, 6)


Se acabó el extraño, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.

Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de tarde.

Se acabó todo al fin: las vacaciones,
tu obediencia de pechos, tu manera
de pedirme que no me vaya fuera.

Y se acabó el diminutivo, para
mi mayoría en el dolor sin fin,
y nuestro haber nacido así sin causa.

¿Puede un lector, no por fuerza acostumbrado a leer poesía, decir cuál de los catorce versos de este poema tiene un franco rasgo de modernidad? A quien replique, quizás sin equivocarse, que eso se puede decir no sólo de uno de ellos, le aclaro que me refiero a uno que intenta una expresión más allá de las mismas palabras, en el sentido al que me refería en un artículo reciente (Cf. http://estepais.com/site/wp-content/uploads/2010/05/25_fernandez.pdf).
Es verdad que este poema, el número XXXIV de la serie publicada en 1922 por César Vallejo bajo el nombre de Trilce, es uno de los menos complejos de un libro considerado entre los más radicales de la poesía escrita en español. Si me atrapó desde el principio fue, quizás entre otras razones, porque prometía un margen de legibilidad que en la mayoría de los otros se me negaba. La crítica ha señalado su peculiar forma de semi-soneto y algunas “licencias” —por ejemplo, no respetar los requisitos del molde métrico al repetir tres veces la palabra “tarde” al final de verso, o la mezcla de dos medidas silábicas—, que le dan una apariencia de composición “a medio hacer, restos de una etapa anterior” (Neale-Silva). Si bien es cierto que ha sido considerado “modesto ante la audacia formal” del poeta, no se han dejado de señalar algunos complejos equilibrios internos (Ortega).
Viviendo en España me volví admirador de Vallejo, del cual unos cuantos poemas me parecen, como a muchos otros lectores, algunos de los más extraordinarios intentos de expresión poética de la modernidad en nuestra lengua. 
En la biblioteca del Fontán de Oviedo estaban, entre otras, algunas ediciones de Juan Larrea y Georgette Vallejo que me pusieron al tanto de las divergencias interpretativas y biográficas que apartaron a uno de los amigos del poeta y su mujer. Pero el mejor hallazgo fue para mí la edición de Trilce de Julio Ortega (Letras Hispánicas, núm. 321, Cátedra, quinta edición, 2003), quien anota cada uno de los 77 poemas del libro tomando como punto de partida lo que han dicho los principales especialistas. 
Al menos en términos de divulgación, ese título es uno de los imprescindibles de la bibliografía dedicada al tema y, junto a la serie de ensayos de los principales conocedores que recopiló el mismo crítico para la serie “El escritor y la crítica” (Taurus, 1974), la mejor recomendación que puedo hacer para iniciarse en la obra del poeta de las dos Otilias.
(Si me fijo en la peculiaridad relacionada con ese nombre germánico no es sólo porque sea el de la nuera de Goethe, que organizaba aquellas simpáticas excursiones al bosque a escuchar el canto de los ruiseñores, sino porque me ha acompañado toda la vida: así se llama mi madre. 
En efecto, hubo dos Otilias en la vida de Vallejo: la primera, una sobrina de su misma edad “que fue la primera figura femenina reconocible en su vida amorosa”, y la segunda, la “joven limeña que Vallejo [conoció] a fines de 1918 y con la que [tuvo] una apasionada relación erótica” (José Manuel Oviedo).)
Por desgracia, no es éste el lugar para ahondar en el análisis del poema. Me gustaría, por ejemplo, buscar la clave del uso afortunado de ciertas reiteraciones y frases (“té lleno de tarde”, “obediencia de pechos”); determinar la lógica que hay detrás del reparto en apariencia caprichoso de sus rimas, y quizás hasta poner en duda la convicción al parecer generalizada de que el “diminutivo” al que se refiere el antepenúltimo verso, es el de un nombre… Pienso, como Iberico, que el poema “evoca con lírica ternura un pasado idílico” pero añadiría que la ruptura acaba de suceder, matiz que me parece crucial para leerlo con precisión. De ahí la naturaleza de ese discurso lleno de nostalgia inmediata, pero también vacilante y repetitivo, que elige intuitivamente las imágenes que dan cuenta de lo perdido cometiendo “faltas” de forma y lenguaje.
El verso que más me gusta, y que me parece un ejemplo de recurso moderno utilizado con maestría, da cuenta de lo que en términos de expresividad había alcanzado Vallejo en Trilce. Los lectores de Siglo en la brisa, ¿han dado con él? Entre lo que el poeta enlista para referir lo que se ha acabado con la relación amorosa, añade esta oración que parece un poco torpe: “tu manera / de pedirme que no me vaya fuera”. Quizás deba corregir: no “torpe” sino coloquial: “irse fuera”. Si nos fijamos bien, la palabra “fuera” tiene dos significados. Como sinónimo de “afuera”, entendemos que ella pide al poeta que no se ausente del espacio hipotético en el que ha transcurrido la relación amorosa.
Pero si lo entendemos, como me gusta hacer a mí, como forma verbal, el verso hace una reiteración colmada de expresividad: entre las que cosas que han llegado a su fin con la ruptura, Vallejo evoca la manera en la que ella le pide, casi como un ruego, que no se vaya tal como muchas veces le había pedido que no se fuera.
Releo el verso y no puedo dejar de sentir la reverberación que produce el salto entre una forma verbal y la otra, lo que trae a mi mente el inicio de una canción de Francisco [sic] García Lorca en la forma en que la canta Morente: “Y de pronto, no estaba el pájaro en la rama” (Lorca, 1998). 
¿No sentimos que la rama sigue vibrando por el impulso que ha debido de tomar el pájaro para echar a volar? Así el verso de Vallejo: amplificada en una suerte de crecimiento geométrico, la súplica de ella sigue vibrando en la memoria de él tal como vibra en la mía siempre que leo el poema.

De la misma serie en este mismo blog:
Mis poemas preferidos, 1. “¿Serás amor un largo adiós…” de Pedro Salinas. http://oralapluma.blogspot.com/2010/01/mi-poemas-preferidos-1.html
Mis poemas preferidos, 2. “Boscán tarde llegamos. ¿Hay posada?” de Lope de Vega. http://oralapluma.blogspot.com/2010/01/mis-poemas-preferidos-2.html
Mis poemas preferidos, 3. “El viaje definitivo”. Juan Ramón Jiménez. http://oralapluma.blogspot.com/2010/02/el-viaje-definitivo-mis-poemas.html
Mis poemas preferidos, 4. “El terceto más vertiginoso de la poesía en español”. Andrés Fernández de Andrada. http://oralapluma.blogspot.com/2010/02/el-terceto-mas-vertiginoso-de-la-poesia.html
Mis poemas preferidos, 5. “No a todo alcanza amor”. Macedonio Fernández. http://oralapluma.blogspot.com/2010/02/macedonio-viene-cuento.html



(La celebérrima foto que abre este post, que ha sido utilizada en infinidad de ocasiones —cada vez que se habla del poeta, como portada de libro, como imagen de billete...—, fue tomada en Versalles; al lado de Vallejo aparece su mujer, Georgette. En la mano que agarra el bastón puede verse su famoso anillo de cornalina, que medía dos centímetros y medio de largo y dos de ancho.) 

lunes, 24 de mayo de 2010

El tejo de Bermiego

El descubrimiento de un nuevo libro de Ignacio Abella, el autor de La magia de los árboles, me hizo irresistible la idea de visitar una vez más el tejo de Bermiego. Este fantástico ejemplar de Taxus baccata está en un extremo del pueblo de ese nombre, cabeza de una de las trece parroquias del concejo asturiano de Quirós. Situado a 750 metros de altura en la falda occidental de la Sierra del Aramo, y a unos treinta y cinco kilómetros de Oviedo, Bermiego justifica la visita aun sin el estímulo de su árbol gracias a su primitiva traza medieval y sus treinta y dos hórreos y paneras —algunos de los cuales poseen una decoración que ha sido motivo de admiraciones y de elogios.
La cultura del tejo, esplendor y decadencia de un patrimonio vital, publicado por los gobiernos de Cantabria y Asturias y la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente, lleva desde su título la postura de su autor: esa especie, que ha acompañado a los europeos desde los tiempos remotos, vive horas bajas y es necesario hacer algo por ella. Por lo menos lo que está a nuestro alcance: conocer su naturaleza, entender su importancia histórica y cultural, y hacer una debida divulgación.
Pero la más reciente entrega de Abella es más que eso: entre otras cosas, es un recorrido por los más famosos ejemplares europeos, entre los que hay verdaderos portentos, como los dos tejos huecos del cementerio de la Haye de Routot, en Normandía —uno de los cuales sirve de portada al libro—, en cuyo interior, al menos en el de uno de los dos, caben hasta cuarenta personas (pág. 177); o el que está en el poblado gallego de Pontedeume, que durante algunos años fue un edificio “con entarimados sostenidos por las ramas, que permitían el tránsito por sus tres plantas”, en las que hubo una mesa circular adosada al tronco y hasta un mirador (pág. 155).
El tejo, o texu en lengua asturiana, es una conífera dioica de lento crecimiento y gran longevidad. Según puede leerse en Árboles y arbustos naturales de Asturias (Cajastur, 2004), era llamado taxus por los romanos quizás por provenir de la palabra griega taxis, “fila”, por la disposición de sus hojas, o de tóxon, “arco”, porque su madera flexible fue usada para la fabricación de ese instrumento. Baccata se refiere a sus frutos, que recuerdan a una baya (bacca).      
Al menos en Asturias, sigo leyendo en ese libro, “aparece en el seno de distintos tipos de bosques colinos y montanos, así como en cortados y escarpes rocosos, ‘foces’ [garganta cerrada y profunda entre dos montes] y desfiladeros, bien enraizado en la roca basal”.
El fruto característico que produce la “hembra” (y el de Bermiego lo es, por lo que Abella lo llama texona), se conoce como arilo, es de color rojo y envuelve casi completamente la semilla. Contra lo que suele creerse, es la única parte del árbol que no es tóxica aunque haya que ingerirlo sin la semilla, que sí lo es —al grado de que puede causar vómitos, diarreas y hasta un paro cardiorrespiratorio…—. Por otro lado, “se estima que una cocción de tan sólo 50 gramos de hojas de tejo resulta mortal”. (Hasta aquí Árboles y arbustos…)
Debido a costumbres antiquísimas, en Asturias es común ver su masa perenne, de un verde oscuro colmado de misterio, al lado de viejas iglesias o ermitas rurales. Abella ha contado hasta doscientos cincuenta ejemplares en esa circunstancia (pág. 14). Una gran parte de ellos “son centenarios y han tenido funciones jurídicas, sociales y religiosas”. Exactamente lo que en tiempos antiguos sucedió con el ejemplar de Bermiego, a cuya sombra se celebró concejo de vecinos… 
Al parecer esa función se trasladó a un roble (Quercus robur) de considerable edad situado al lado de una capilla en el centro del pueblo, que los vecinos impropiamente llaman rebollo (Q. pyrenaica) y cuya estampa acusa una biografía llena de accidentes: un rayo, el incendio de una casa vecina, una construcción cercana que alcanzó sus raíces…
Al menos para el texu, los cuidados han resultado contraproducentes: desde que fue declarado Monumento Natural, en 1995, según advierte Abella, “el más célebre, grande y viejo de los tejos de iglesia de la toda la Península” ha decaído notablemente casi con seguridad por la visita indiscriminada de que desde entonces ha sido objeto.
Si es verdad, como leo, que algunos ejemplares de Taxus baccata pueden alcanzar los veinte metros de altura, y los catorce o dieciséis el perímetro de su tronco, pocos hay tan hermosos como el tejo de Bermiego, que, con sus diez metros de altura y sus seis y pico de perímetro troncal, ofrece medidas más discretas. En cambio, tiene una cualidad que no tiene competencia: es de una belleza indescriptible. Quizás por el sitio en donde está ubicado, sus ramas se extienden a los cuatro vientos —en contraste con su gravedad característica— en un derroche de ligereza, simetría y libertad.

Otros libros de Ignacio Abella: La magia de los árboles (Integral, cuarta edición, 2001), La magia de las plantas (Integral, 2003), Memoria del bosque (Integral, 2007).  En la red: su blog: http://memoriadelbosque.blogspot.com/; sobre el tejo: http://www.amigosdeltejo.org/; la página de la Fundación Rodríguez de la Fuente: http://www.ruralnaturaleza.com. 

Las fotos son de Lola García Zapico.


lunes, 17 de mayo de 2010

Mis 10 portadas preferidas de Viceversa

Dirigí la revista Viceversa a lo largo de casi nueve años, a partir de noviembre de 1992. Era la continuación de una publicación anterior en principio muy similar llamada Milenio —que yo mismo había fundado poco antes y que dejó de salir por razones que no vienen al caso. 
Bimestral durante su primer año, Viceversa se hizo mensual a partir de enero de 1994, cuando adoptó el tamaño carta, y de esa manera se publicó ininterrumpidamente hasta mayo de 2001. Entre la primera entrega, que mostraba en la portada a la actriz Alejandra Bogue, hasta la última, en que se veía a Manu Chao, aparecieron 96 números.
A lo largo de ese tiempo, una serie de brillantes diseñadores trabajó para la revista y cada uno dejó su huella en las etapas, cada una más o menos bien definida, que por su propia naturaleza forzosamente vive toda publicación periódica: Rocío Mireles y Leonel Sagahón, Álvaro Fernández Ros y Rodrigo Toledo, Soren García Ascot y Carlos Rabiella. Lo mismo puede decirse de los fotógrafos, en una revista que adoptó como uno de sus principales propósitos mostrar lo mejor de la fotografía mexicana de esos años: entre otros muchos, Adolfo Pérez Butrón, Carlos Somonte, Eniac Martínez, Pep Ávila, Roberto Portilla, Dito Jacob, Juan Miranda…
He hecho la selección de mis portadas preferidas colocando sobre el suelo de mi estudio una de las colecciones que conservo sin encuadernar. Quizás las haya habido más significativas, más vendedoras o espectaculares. Éstas son las que prefiero. Además de sus valores intrínsecos (digamos lo afortunado de su diseño: un logrado equilibrio entre algunas fotos extraordinarias y unos gráficos puestos al servicio de un todo), algunas de estas portadas quizás conservan un elemento evidente sólo para mí, llamémosle subjetivo, y por eso, a casi una década del cierre de Viceversa, son las que más me gusta volver a ver.

1. Sasha. Número 3, de marzo-abril de 1993. Foto de Carlos Somonte. Diseño de Rocío Mireles. Textos de Álvaro Mutis, Magali Tercero, Enrique Serna, Roberto Tejada y Jordi Soler.

2. Niño de la comunidad Colca Pampa, estado de Potosí, Bolivia. Número 10, de marzo de 1993. Foto: Sebastián Beláustegui. Diseño de Leonel Sagahón / Tipos Móviles. Textos de Martín Solares, Eduardo Vázquez Martín, Fernando García Ramírez y Eduardo Milán.

3. Proceso a Julio Scherer. Número 11, de abril de 1994. Foto de Rogelio Cuéllar. Diseño de Leonel Sagahón / Tipos Móviles. Textos de Ricardo Cayuela Gally, Carlos Marín, Miguel Ángel Granados Chapa, Enrique Krauze y Lorenzo Meyer.

4. Fiesta y droga en los noventa. Número 21, de febrero de 1995. Foto: Benjamín L. Alcántara. Diseño de Álvaro Fernández Ros. Textos de Sergio Vela, José Agustín, Camilo Lara, Mónica Braun, Pablo Boullosa, Magalí Arriola y Pedro Ángel Palou.

5. Éxtasis. Número 34, de marzo de 1996. Diseño de Rodrigo Toledo Crow. Textos de Roberto Max, Leonardo da Jandra, Elsa Cross, Luz Sepúlveda y Javier Crúz Mena.

6. Toledo. Número 58, de marzo de 1998. Foto de Rogelio Cuéllar. Diseño de Soren García Ascot. Textos de Sylvia Navarrete, Andrés de Luna, Ana Cecilia Terrazas, Teresa del Conde y Ana Elena Mallet.

7. Tras la huella de María Sabina. Número 63, de agosto de 1998. Foto de Dante Bucio. Diseño de Soren García Ascot y María Behrens. Textos de Álvaro Estrada, Homero Aridjis, Adolfo Castañón y Ricardo Pohlenz.

8. Cuba, curva de suspiro y barro. Número 68, de enero de 1999. Foto de Ernesto Bazan. Diseño de Soren García Ascot. Textos de Gonzalo Celorio, Nelson Carro, Mauricio Montiel Figueiras, Edmundo Sánchez y Arturo López Gavito.

9. 100 años de Rufino Tamayo. Número 75, de agosto de 1999. Foto de Irving Penn. Diseño de Soren García Ascot. Textos de Teresa del Conde, Sylvia Navarrate, Germaine Gómez Haro y Gonzalo Vélez.

10. Björk, actriz. Número de noviembre de 2000. Foto de Mert Alas y Marcus Piggot. Diseño de Soren García Ascot. Textos de Naief Yehya, Magali Tercero, Julio Estrada, Jorge Fernández Granados y Gerardo Deniz.

 (La información de cada ficha incluye, además de los nombres del autor de la fotografía de la portada y su diseñador, los de algunos de los colaboradores de la entrega respectiva.)

lunes, 10 de mayo de 2010

Guillermina


A los 92 años, Guillermina es la mujer más anciana de Asiego de Cabrales y, con una sola excepción, mi pariente más cercano en el pueblo. Al revés que otros niños, no asistió al aula del Tío Aquilino porque un extraño mal le llenaba de lágrimas los ojos, lo que le impedía leer. En vez de comprarle unas gafas, tal como recomendó el maestro, y en vista de que “no valía” para estudiar, sus padres la mandaron al campo… a cuidar cabras. Más de ochenta años más tarde, cuando le pongo delante unas fotos medio borrosas, tomadas hace medio siglo, para que me diga quiénes aparecen en ellas, lo hace sin ningún problema, con los ojos chiquitos y llorosos, sin los lentes que nunca le compraron.
Más pequeña que la media de esta tierra de gente pequeña, con el pelo corto, blanco y desordenado, Guillermina es incapaz de decir nada sin reírse al mismo tiempo. Por ejemplo cuando me pregunta a dónde habrán ido a buscar su nombre de pila, que es más grande, dice, que la persona que lo lleva… O cuando me cuenta que uno de sus apellidos, Bueno, es el mismo de mi abuela Fernanda y de qué novelesca manera venimos siendo parientes. 
O cuando recita para mí, cansada de escuchar a los turistas mencionar el Naranjo de Bulnes: “No me llames Naranjo / que yo frutos no puedo dar; / llámame Picu Urriellu / que es mi nombre natural”.
Durante el lustro que viví en Asturias, visité a Guillermina siempre que pude. De entonces conservo algunas grabaciones en las que da su testimonio sobre toda suerte de personajes y anécdotas de Asiego, cuenta episodios de la historia de mi propia familia, opina sobre los más diversos temas —y se ríe una y otra vez. En abril de 2005, cuando renté una casa en el pueblo, comí casi todos los días a su mesa. 
Por si fuera poco, durante un par de mañanas recorrimos el pueblo, calle a calle y casa a casa, con el propósito de que me dijera quiénes vivieron en ellas desde que tiene memoria.
Hasta hace poco, antes de que los cuidados médicos dispusieran lo contrario, Guillermina trabajaba con la energía y los empeños de una robusta muchacha. Imposible verla sin hacer nada: entraba y salía del bar del pueblo, propiedad de su hija y su yerno, con una cubeta o una escoba; sembraba patatas y daba de comer a sus gallinas; limpiaba la casa que sus nietos acondicionaron para estancias turísticas en el barrio de Pamirandi, la misma en la que ella nació. Manolo y Javier, como se llaman sus nietos, animan una hermosa Ruta del queso y la sidra por el pueblo y sus alrededores que acaba en una espicha en un moderno lagar, en la que se prueba la cocina de la región y se bebe la sidra que fabrican ellos mismos, mientras suena música asturiana. 
Para ellos, su abuela, que representa los valores tradicionales de la sociedad rural de Asturias, es toda una bandera, y por eso la imagen de la anciana prima de mi abuela puede verse en no pocos lugares del oriente asturiano promocionando las actividades en el pueblo (un periódico de circulación local, un anuncio sobre la carretera, una furgoneta…). Hay quien va hasta Asiego sólo para saludarla en persona y tomarse una foto con ella. Guillermina asiste a todas estas cosas con su desengaño natural, su ligereza y sentido del humor característicos. La última vez que la vi, hace poco más de cuatro semanas, cuando le hice la foto que abre esta entrada, me preguntó de buenas a primeras si yo sabía por qué el queso de Cabrales es redondo. A mi respuesta negativa, añadió, siempre entre risas: “¡Pa que ruede por tou el mundu!”.
Un día, su nieto Manolo me pidió que escribiera un poema sobre el pueblo para colgar de una pared del bar de sus padres. Como por entonces me dedicaba a estudiar la vida y la obra del Tío Aquilino, el viejo maestro aficionado a escribir versos octosilábicos, me animé a intentar el género ocupándome sucesivamente de algunos personajes más llamativos del Asiego de hoy: Alberto el de Clementina, El Inglés, y por supuesto Guillermina. Copio el fragmento dedicado a ella, tal como está enmarcado en una pared de Casa Niembro:

Fíjate bien, que es seguro
Que en uno u otro momento
Pequeña verás pasar
En haz de luz con sosiego
(Que un haz de luz sosegada
Es normal que sea pequeño),
A una guaja de ocho décadas
Que en un discreto silencio
Entra y sale de este sitio
O que asciende aquel recuesto,
Con un cesto de patatas
O unas berzas contra el pecho:
Llámala, que es Guillermina,
Pariente mía por lo Bueno,
Que es por familia en mi caso
Y en el suyo es por lo cierto;
Si es posible, habla con ella:
De las hijas de este suelo
Ella es acaso la última
De los días en que un provecho,
Un destino entrelazado
Y un mismo amor verdadero
Eran el hombre y la tierra:
Busca en sus ojos sinceros
Lo mejor de ti, que acaso
En ellos veas tu reflejo,
En sus dos mínimos ojos,
Húmedos, niños y bellos.















(Para mayor información sobre el pueblo de Asiego de Cabrales, La ruta del queso y la sidra y otras actividades de los hermanos Niembro: http://www.rutalquesuylasidra.com/. De esa página tomé la foto de Guillermina que acompaña esta nota, y que es de su nieto Javier.)

lunes, 3 de mayo de 2010

Ficción o no ficción (Texto leído en la Casa de América de Madrid)

(El texto que sigue fue leído hace una semana y media en la Casa de América de Madrid, en una mesa redonda que formó parte de las actividades del Festival de Palabra organizado por la Universidad de Alcalá de Henares. Participé en ella al lado de los escritores Leila Guerriero de Argentina, Brenda Escobedo de México y Andrés Felipe Solano de Colombia. El moderador fue el narrador y académico mexicano Gonzalo Celorio. 
El problema que se debatía en la mesa era si la narrativa debe o no acudir a la ficción. Desde luego que un asunto de esa naturaleza carece de sentido si no se plantea en relación a textos específicos y asuntos concretos. Con todo, nos dio la oportunidad de discurrir sobre nuestros proyectos de escritura tomando un punto de partida común.)

Antes que nada quiero dar las gracias, igual que mis compañeros de mesa, a quienes han hecho posible esta experiencia: a Jesús Cañete Ochoa y Fernando Fernández Lanza, responsables del Festival de la Palabra; al arquitecto Javier Rivera, vicerrector de Extensión de la Universidad de Alcalá de Henares, y a la Agencia Española de Cooperación Internacional. También, por supuesto, a mi queridísimo maestro, mi viejo y siempre nuevo amigo, Gonzalo Celorio. Primero me desconcertó el nombre de la mesa de hoy: Nuevas Voces Narrativas Iberoamericanas. Luego lo pensé mejor y me pareció que, si es cierto que de una manera peculiar, bien podía caber en ella. Y es que de buenas a primeras el adjetivo “narrativas” parecería inapropiado para un caso como el mío, que he estudiado afanosamente la poesía en lengua española, que me especialicé en la poesía contemporánea de México, que he trabajado la obra de un importante poeta español exiliado en México, que he publicado dos libros de poemas, que cada vez siento mayor interés por la poesía castellana medieval… 
Y aun ahí, si hago memoria, si dejo que hable mi propia experiencia, me doy cuenta de que es una manera justa de calificar algo que siempre ha estado en lo que he escrito, si se quiere desde otra ladera: mis poemas con frecuencia han llevado un importante elemento narrativo. El día que se presentó uno de esos libros, llamado por cierto Ora la pluma en homenaje a la deriva entre las armas y las letras del renacimiento español, que sigue viva en América latina, un lector asiduo de la poesía mexicana como Carlos Monsiváis afirmó que aquel era el primer libro de poemas… de un narrador. Cierto o no, daba en el clavo en un asunto que me había interesado desde el principio.
En el año 2001 dirigí el último número de la revista mensual de literatura, artes y fotografía llamada Viceversa que había fundado nueve años antes; fue cuando tomé la decisión de regalarme un año sabático en España. De camino a Madrid, donde pensaba instalarme, armado de mapa, teléfonos de amigos y una maleta llena de proyectos de lectura, estuve unos días en Asturias, el lugar donde nacieron mi madre y tres de mis cuatro abuelos. Al poco tiempo fui invitado, en una aldea del montañoso concejo de Cabrales, al homenaje a un antiguo maestro rural fallecido hacía medio siglo. 
Yo sabía algunas cosas de él. Sabía que a causa de una pronunciada cojera, que lo imposibilitaba para los trabajos del campo, había debido emigrar a América, donde fracasaron sus intentos de establecerse, en Cuba primero y luego en México. Sabía que al regresar a la Asturias de 1900, a la edad de veintisiete años, para asombro de propios y extraños, había decidido estudiar para hacerse maestro de enseñanza elemental. Sabía que consiguió el grado tres años después y que fue maestro durante las siguientes tres décadas. Sabía que era poeta autodidacta. Sabía que pronto había enviudado, y que poco después se habían ido uno a uno casi todos sus hijos a México. Sabía que era mi bisabuelo.
Cuando me vi en la iglesia de aquella aldea perdida, leyendo en voz alta un poema de versos hexasilábicos escrito por él, que rescaté de una hoja amarillenta, copiado a máquina por su hijo, mi abuelo, de un ejemplar ahora ilegible de un viejísimo periódico local, cuando vi la emoción puesta en el rostro de los que octogenarios que habían sido sus alumnos y que se agolparon delante de mí al final de la ceremonia para contarme anécdotas y decirme poemas que aprendieron de memoria en su clase nada menos que siete décadas atrás, me di cuenta de que allí, en ese mismo lugar y momento, se presentaba ante mí la punta de una madeja de una historia que podía y que quizás debía ser contada. Me olvidé de Madrid. En cambio, renté un departamento en Oviedo, donde después de todo había nacido mi mamá y se habían conocido mis padres, y me puse a investigar y paralelamente a escribir un ensayo de intrahistoria familiar con la intención de encontrar la clave de más de un siglo de persistencia emigratoria. Y es que después del viejo maestro, ¿no había emigrado mi abuelo en 1923, huyendo de la sobrepoblación rural y la guerra de África? 
Y en 1963, ¿no había hecho lo mismo mi madre, recién casada y conmigo en su seno? Y toda esa historia, que daba significado a mi propio retorno, por fugaz que éste resultara, ¿no se había extendido más allá del año 2000? ¿Cómo era posible haberse mantenido asturianos, o por decir las cosas con una generalización que puede resultar más precisa, españoles, viviendo en México casi sin interrupción durante más de cien años?
Como puede suponerse, en un ejercicio literario como el que vino a partir de ese momento, no ha cabido la ficción. En primer lugar, porque no hay bibliografía suficiente y no sabemos bien cómo fueron las cosas y por lo tanto hay una deuda con nosotros mismos que es imprescindible pagar. Lo que me hace decir algo sobre una malformación que me parece decisiva en la manera de narrar tanto en América Latina como en España. No creo que venga sino de la tradición hispánica que nos une, y en eso deberíamos aprender de otras culturas, una de ellas la inglesa. Porque cuando un mexicano o un colombiano o un cubano, lo mismo que un español de Barcelona o de Valencia o de Madrid, descubre un tema fascinante, mucho antes que conocerlo de fondo, de saber todo sobre él, de fatigar las fuentes conocidas y buscar hasta encontrar las que no se conocen, en general prefiere… escribir una novela o hacer una película. Antes que un trabajo de precisión y de verdad, una divagación imaginativa frecuentemente discutible. 
Mientras los ingleses, los norteamericanos y los franceses estudian a Benito Juárez o a Emiliano Zapata, nosotros preferimos imaginarlos sobre bases insuficientes, cuando peor nos va enfermos de romanticismo o nacionalismo. La consecuencia de tan peregrina manera de relacionarnos con la realidad es que nos hemos soñado antes de conocernos, con los resultados que están a la vista: ignoramos mucho de nosotros mismos pero lo hemos novelado todo.
En mi trabajo literario tampoco ha cabido la ficción porque antes que imaginarme al viejo poeta autodidacta escribiendo debajo de un peral florecido, en la costa del entorno industrializado de Avilés a donde debió mudarse, he preferido descubrir sus poemas en los números microfilmados de El Oriente de Asturias o El Eco de los Valles, en la Biblioteca Pública de Oviedo; o porque me ha interesado, antes que imaginar su postura conservadora — como no podía ser de otra manera— en los días de la agonía del Consejo Soberano de Asturias y León, cuando la República Española empezó a ver con certeza que iba a perder la guerra y los anarquistas de Asturias estuvieron en su casa para amenazarlo de muerte, a leer esa historia de su puño y letra como pude hacer la gélida mañana de enero de hace un lustro cuando vine al Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares a conseguir el expediente de su proceso de depuración. 
Y antes que imaginar el romance de mis abuelos, que puede fecharse con toda precisión en el pueblo de Asiego de Cabrales el día de San Roque de 1932, leer la notita de El Eco de los Valles que da cuenta de su matrimonio en la Cueva de Covadonga, o estudiar la carta con el sello de la Segunda República en la que él hace para ella desde Madrid la defensa de su proyecto de regresar a establecerse definitivamente en México.
No niego que en todo esto haya grandes posibilidades de ficción. Pero he debido hacer, antes de llegar a ella, un ejercicio de dibujo de imitación, y el ensayo que he escrito no es sino eso. En ese sentido, me gusta pensar en Stendhal, un narrador cuyas novelas leí con fascinación mientras hacía méritos para graduarme como licenciado en lengua y literaturas hispánicas. Como ustedes saben, escribió su primera novela a la edad de cuarenta y tres años, cuando llevaba escritas y publicadas no pocas obras, todas dedicadas a la historia, la biografía y la crítica artística. 
Amparado en su ejemplo, he debido ser inflexible, quizás porque estoy convencido de los beneficios de aprender de la realidad, primero que inventarla. Delante de la crónica que he escrito, me siento como Arrigo Beyle, milanés: ha sido muy enriquecedor hacer un largo y detenido ejercicio de imitación de la realidad. Así como primerizo, puedo dar mi experiencia, vivida y pensada a conciencia: no creo en la invasión de la ficción en la narrativa. Me refiero, por supuesto, específicamente al texto en el que he trabajado durante todos estos años. Me refiero a la solución que he querido dar, que he sentido necesario dar, al problema concreto que me ocupa el día de hoy. No puedo adelantar qué pensaré mañana.

(Texto leído el 21 de abril de 2010 en la Casa de América de Madrid. La foto que abre este post es de la iglesia, situada en el corazón de la vieja ciudad complutense, donde fue bautizado Cervantes. Entre el campanario y la zona del ábside falta la nave central, que fue destruida durante la Guerra Civil. La fotos de los cuatro escritores la tomé de la página web de la Universidad de Alcalá de Henares, www.uah.es)