domingo, 25 de julio de 2010

El tequila según Gonzalo Celorio

De cuando en cuando me subo al coche y cruzo el Periférico hasta la antigua salida de Picacho, atravieso Fuentes del Pedregal, me interno camino arriba entre unas casas que empiezan a ser menos barrio que pueblo, paso por encima de una vía de tren abandonada, llego a un cementerio, asciendo por una amplia pendiente llena de curvas y topes, llego a otro cementerio, doblo a la derecha en la esquina que señala un altar en la copa de un pequeño árbol, bajo por una calle estrecha que es de doble sentido a pesar de lo que indican los letreros, doblo a la izquierda hacia arriba otra vez por una calle más estrecha y empinada y llena de baches que lleva el imposible nombre de Progreso, todo para abrazar a mi antiguo profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, secretario de la Academia Mexicana de la Lengua, narrador de origen hispanocubano, Gonzalo Celorio.* También, para tomarme con él unos tequilas. 
Siempre me sucede lo mismo: después de ir hasta la punta suroeste del Distrito Federal, cuando llego a San Nicolás Totolapan —que es en ese pueblo donde termina la ciudad por ese lado—, en cuanto mi amigo y yo nos acomodamos cada uno de un lado de la barra que tiene en un rincón de su comedor, cuando lo veo servirme un generoso chorro de tequila en un caballito de cristal de Bohemia y contemplo el collar de burbujas que se hace en la superficie del líquido y lo llevo a la boca y le doy el primer trago, invariablemente pienso que aquél es uno de los momentos que más disfruto en una ciudad en la que el placer relacionado con las personas y los lugares está lleno de dificultades y de escollos.
Si se considera que en marzo Gonzalo cumplió sesenta y dos años, y que estuve en su casa ya como su alumno con grado de amigo el día que celebró los cuarenta, cuando conocí a su madre y a la mayoría de sus once hermanos, puede afirmarse que nuestra amistad se ha prolongado sin ninguna interrupción durante más de dos décadas largas. A la mesa, a solas o entre otros amigos, durante este tiempo hemos compartido todo género de alegrías y tristezas, encuentros y desencuentros, proyectos de viajes, discusiones intensas y a veces agrias sobre ideas, libros o personas... Y con la salvedad de las veces que nos ha tocado coincidir fuera de México, siempre hemos comenzado la conversación brindando con un tequila.
En 1997 le propuse que coordinara una pequeño manual de bebidas alcohólicas para Viceversa. La idea consistía en invitar a algunos escritores a que elaboraran un texto, cada uno de ellos a partir de un cuestionario común y a propósito de una bebida diferente, sobre asuntos como la materia de la que está elaborada, su sabor, la dosis en que ha de consumirse, cómo es la cruda, en qué etapa de la vida conviene beberla o cuáles son sus resonancias literarias o eróticas… Como sucedió varias veces en la historia de la revista (Clausell: la casa de las mil ventanas, Curanderos y chamanes de la sierra mazateca, El Recetario del Quijote…), el plan tenía interés más allá de esa primera publicación y era posible que el dossier acabara convirtiéndose en libro.
Gonzalo, entonces Coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, rechazó mi propuesta por exceso de trabajo. Insistí todo lo que pude, varias veces, sin conseguir otro resultado que ése. La última vez que lo hice fue en La Terraza de Cojímar, un famoso restaurante en un pueblo pesquero a las afueras de La Habana; con nosotros estaba nuestro amigo el escritor Hernán Lara Zavala, quien oyó la conversación, se entusiasmó con el proyecto y me propuso tomar la estafeta. Brindamos los tres con un mojito.
Unos meses más tarde, como entrega principal de un número dedicado mayormente a temas gastronómicos (Viceversa, núm. 53, octubre de 1997), apareció una primera Guía del buen bebedor que tres años más tarde, aumentada y corregida siempre bajo la inmejorable coordinación de Hernán, y diseñada brillantemente por Rodrigo Toledo, vio la luz en forma de libro. La nómina de colaboradores incluye entre otros a Francisco Rebolledo (el brandy), Ignacio Solares (la cerveza), Sergio Vela (el champaña), Ernesto de la Peña (el cognac), Sealtiel Alatriste (la ginebra), Vicente Quirarte y Juan García Ponce (el martini), Ulises Torrentera (el mezcal), Armando Jiménez, autor de Picardía mexicana (el pulque), Héctor Aguilar Camín (el ron), Gerardo Deniz (el vodka) y Carlos Montemayor (el whisky)…
Como no cabía esperar otra cosa, Gonzalo se ocupó del tequila. Su sabiduría en el tema, su prosa exquisita y su sentido del humor hacen que su texto sea muy posiblemente lo mejor que se haya escrito sobre esa bebida. Por mi parte, lo he citado tantas veces y en tan diversas ocasiones, casi siempre para ilustrar a los amigos extranjeros acerca de la naturaleza y las propiedades del tequila, que me sé algunos fragmentos de memoria. A casi diez años de la publicación de la Guía del buen bebedor, le he pedido a Gonzalo permiso para volver a publicarlo y celebrar así una amistad que dentro de no mucho cumplirá un cuarto de siglo. A los lectores de este blog les advierto que será difícil volver a llenar un caballito sin acordarse de algunos detalles de este hermoso ensayo.
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El inicio de esta nota es un modesto homenaje a la primera página del ensayo que Celorio leyó en la ceremonia de su ingreso como miembro de número a la Academia Mexicana de la Lengua —una reconstrucción de la capital de México a partir de referencias bibliográficas, en rigor la única manera en que sobreviven las distintas etapas de la historia de una ciudad que desde el momento mismo de su fundación española, en agosto de 1521, no ha conocido más que la destrucción. El ensayo se llama México, ciudad de papel y fue publicado en 1997, con una imagen de Vicente Rojo en la portada, en la colección Marginales de Tusquets Editores. 


EL TEQUILA

por Gonzalo Celorio
El tequila debe su nombre a una población de origen prehispánico, ubicada a poco más de 1200 metros sobre el nivel del mar y a poco menos de 60 kilómetros al noroeste de Guadalajara, capital del Estado de Jalisco. Es cabecera de un municipio que lleva el mismo nombre y en el que se asientan más de 170 poblados pequeños. En esta región crece, desde tiempos precolombinos, un maguey mezcalero de color menos verde que azul, que ha sido bautizado científicamente con el nombre de agave azul tequilana Weber del cual procede el tequila.
Esta planta se da en suelos arcillosos y en un clima semiseco, pues el exceso de agua le es dañino y acaba por pudrirla. De ahí que se siembre en las laderas de los cerros por donde el agua resbala sin que pueda estancarse y de que la orografía de la región parezca peinada de magueyes.
La planta tarda en madurar alrededor de diez años y no es sino hasta entonces cuando se practica “la jima”, que es la acción de deshojarla, sacrificándola, para obtener “la piña” o corazón de la planta del cual nacen las hojas y cuyo peso aproximado es de 30 kilos. Las piñas son tatemadas en horno y de ellas se extrae un mosto que es depositado en tinajas para su fermentación. Una vez fermentado pasa a los alambiques, donde se destila. Así se produce el tequila blanco, que es el de más alta graduación alcohólica. Pero hay otras variantes, que alargan el proceso: el tequila “joven abocado”, que es más suave; el “reposado”, que permanece un par de meses en grandes pipones, y el “añejo”, que se conserva en barricas de encino entre uno y tres años. 
Los buenos tequilas ostentan en su etiqueta la leyenda “100% agave” para diferenciarse de aquellos que utilizan en su producción otros azúcares hasta en un 49%, que es lo permitido por la ley. Recientemente, el tequila cuenta ya con denominación de origen, circunscrita a diversos municipios de cinco estados de la República, a saber: Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Nayarit y Tamaulipas.

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Como el tabaco, el tequila se disfruta más de regreso que de ida. No se paladea debajo de la lengua, no se entretiene en la boca, sino que se ingiere de un solo golpe, hasta adentro, y es después, al exhalarse, cuando su espíritu se manifiesta. El tequila es una bebida que se fuma.
Suele acompañarse de tres diminutivos y sus correspondientes posesivos: su sangrita, su limoncito y su salecita. No voy a hablar de la sangrita, que es secundaria y, cuando tiene marca, puede ser tan calamitosa como las viudas que le prestan el nombre de sus difuntos maridos. Se dice que el limón y la sal, según consta en un poema de Efraín Huerta, han de colocarse en la hondonada que se forma, por la parte del dorso de la mano, entre el índice y el pulgar.  
Semejante ritual, bastante pegostioso por cierto, hoy día sólo lo practican quienes no toman tequila habitualmente pero giran instrucciones a los extranjeros que, para sentirse mexicanos en una noche de Garibaldi, optan por cambiar el margarita por un tequila de veras. Hay quienes dicen que el limón debe chuparse antes del trago, para preparar la garganta. Pienso lo contrario. El limón, ya espolvoreado de sal, viene a matizar esa exhalación, ese eructo suave y silencioso, apenas susurrado, que sucede a la ingestión decidida. Para mí, la mejor compañera del tequila, empero, es la cerveza. No hablo de mezclas, Dios me libre, sino de alternancias. La cerveza, con sus levaduras, su efervescencia, sus blanquísimas espumas, teje una red sutil en la que cae el tequila, que siempre da saltos mortales. Además, la cerveza quita la sed. Y la sed es cosa seria. Ay de aquel que sacie con tequila su sed. Recientemente se ha instaurado la práctica lamentable de combinar el tequila con refresco de toronja o de cola. Las mezclas de tequila me parecen abominables pero no se puede desconocer el prestigio del coctel llamado margarita, elaborado con tequila, jugo de limón y unas gotas de cointreau sobre hielo frappé y servido en una copa champañera escarchada de sal.
El tequila es un aperitivo y como tal se toma a mediodía, antes de comer, a menos de que la tarde, como dicen, esté tequilera. Es una bebida que debe contarse con rigor notarial. Nunca hay que tomarse más de tres tequilas (se entiende que dobles, en caballito grande) porque sus efectos son muy rápidos e intensos. El primero serena y tranquiliza; el segundo exalta; el tercero conduce a la frontera de la nostalgia. El cuarto rebasa esa frontera y puede provocar la depresión o recuperar los atributos del segundo, el de la exaltación, y provocar la disputa peleona.
La cruda del tequila es espantosa, como todas las crudas, pero ésta en particular genera una aversión a la bebida misma. Para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo, dice el refrán. Ni manera: si se rebasó la dosis, no hay más que volver al tequila, con la alcahuetería maravillosa de una cerveza: un clavo saca a otro clavo.
Últimamente, sobre todo en Guadalajara, suele servirse el tequila en copa coñaquera. Tal actitud seguramente responde al deseo de proporcionarle el prestigio del coñac. No está mal porque el tequila lo merece, pero a mí me gusta servido en caballito. Para que galope.

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De un tiempo a esta parte, han proliferado las marcas de tequila y sus coleccionistas. Algunas marcas son muy afortunadas y acaso tengan más valor literario que etílico, como el Suave patria, que ostenta en su etiqueta tricolor, realzada en oros heráldicos, un águila porfiriana. Lástima de la omisión del artículo, aunque, aun sin él, puede beberse con “una épica sordina”. El Caballito cerrero, que, por ser del cerro, no usa Herradura —fábrica de la que procedió y de la cual acabó por independizarse. El Centinela imperial —que cuida el sueño del emperador. Pero yo sólo bebo Herradura blanco de 46°. 
Conozco el proceso de su elaboración, desde la siembra del hijuelo hasta el alambique. He tenido el privilegio, gracias a la generosidad de mis amigos Marieta y Javier Portilla, de jimar el agave en el rancho de San José del Refugio en Amatitán, de presenciar la horneada de las piñas, de ver su desgarramiento, de oler el mosto, que huele a cruda, y advertir su fermentación natural y de perderme en los serpentines de sus alambiques hasta que el tequila se rompe —qué verbo maravilloso— a los 46°.
Las propiedades del tequila son muchas y magníficas. El historiador José María Muriá, que ha dedicado buena parte de sus trabajos de investigación precisamente al tequila, cita en un pequeño y muy recomendable libro de divulgación a don Lázaro Pérez, quien destaca en su Estudio sobre el maguey llamado mezcal en el estado de Jalisco, publicado en 1887, las “virtudes de esta bebida que la experiencia tiene confirmadas”:

Despertar el natural apetito de los alimentos, en las personas que por alguna causa lo han perdido; favorecer las digestiones difíciles; tonificar las funciones gástricas; tener una acción real en aquellas enfermedades en que la atonía hace el principal papel y en las dispepsias que, a menudo son rebeldes a todos los agentes conocidos de la Terapéutica; [...] vigorizar las funciones de la economía debilitadas por la edad; calmar la sed ocasionada por la insolación, propiedad que aprovechan con el mejor éxito muchos caminantes, evitándose así, las enfermedades, a veces de terminación fatal, que sobrevienen cuando para satisfacer aquella imperiosa necesidad, usan del agua natural; atenuar notablemente los efectos que sobre la economía produce en ciertas ocasiones, una extraordinaria baja de temperatura del ambiente; calmar la ingrata sensación del hambre, por espacio de muchas horas, por ser un alimento de los llamados respiratorios; levantar las fuerzas agotadas por un trabajo excesivo; avivar la inteligencia, ahuyentar el fastidio y procurar ilusiones agradables.

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El tequila ha sido más filmado que escrito. O por lo menos es más conocido por la época de oro del cine nacional que por sus alusiones literarias. Todo mundo tiene presentes las imágenes de Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, apurando el caballito hasta el final o si no, bebiéndolo a pico de botella para animar la confidencia, para amarrar el llanto ocasionado por la mujer perdida, para envalentonar el duelo.


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—¿Qué quieres tomar? —le pregunté a un amigo que llegó a casa un sábado al mediodía. Me respondió con un plural espléndido y peligroso, que anunciaba lluvias y tormentas:
—Tequilas —me dijo.

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Los libros de Gonzalo Celorio (México, 1948) están publicados por Tusquets Editores. Los más recientes son Cánones subversivos, una colección de ensayos sobre literatura hispanoamericana, y Tres lindas cubanas, una conmovedora novela que gira en torno a su madre y sus dos tías maternas, las cuales vivieron tres destinos divergentes marcados por la Revolución Cubana. 

domingo, 18 de julio de 2010

Viaje alrededor de mi escritorio

Cuando mandé hacer mi escritorio quise que fuera tan grande como para poder desplegar sobre él un mapa de buenas proporciones. Si nunca lo he hecho, no ha sido por falta de espacio. Y sin embargo el panorama se complica extraordinariamente y casi siempre sin darme cuenta. El problema hay que buscarlo en mí, que procedo por aproximación simultánea sobre varios frentes de trabajo y por eso, un día sí y otro no, tengo que encabezar aparatosas recogidas, la mayoría de las veces de libros y papeles que fueron consultados un momento y se quedaron a hacer turismo en mi escritorio, contagiados por mi incurable tendencia a la divagación.
Aunque recurro a ellos casi a diario, no forman parte de este recorrido cosas como la agenda, el escáner o el sacapuntas eléctrico; tampoco, un tintero de Mont Blanc que insiste en una interpretación elegante de la postura de Chac mool, de la que sólo yo me doy cuenta. Ni siquiera el vaso con lápices —entre los que descuellan tijeras y abrecartas—, o la muñequita de plomo pintada a mano que ofrece una copa, y menos aun la población flotante de discos compactos, fotos, otros papeles y documentos, más libros…
Así que el pequeño país delante de mis ojos se modifica una y otra vez, todos los días, semana a semana, con la excepción de los siguientes objetos, que persisten en su ser igual que la piedra o el tigre de la cita de Spinoza en la lectura de Borges. Como en los cuadros de Vermeer, la luz los baña por la izquierda, filtrada por un soberbio trueno que empieza a florecer con atraso respecto a la temporada y sus compañeros de calle.

La pieza de Yázpik. Colocada en una base de pino macizo que le mandó hacer mi padre cuando la tuvo a su cargo mientras viví en España, ocupa el lugar más destacado de mi escritorio y mi estudio. Fue un regalo del propio escultor, de quien fui vecino en la calle de Wisconsin, colonia Nápoles, en el segundo y más duradero de los tres domicilios que tuvo Viceversa. La planta baja de su casa, poblada con majestuosidad de esas piedras tajadas o pulidas que sólo se describen apropiadamente en toneladas, y entre las que el único objeto no pétreo era un piano, parecía el rincón de un planeta desconocido. Una tarde me invitó a escoger, de un grupo de piezas pequeñas, la que más me gustara y me decidí por ésta, de la que todos los días saco lecciones de armonía y equilibrio.

El florero de Fernanda. En junio de 2007, algunos meses después de la muerte de mi abuela, mi padre me dijo que en su departamento quedaban bastantes cosas después de la selección hecha por diversos parientes, por si quería echar un ojo y quedarme con algo. En cuanto vi este florero, que destacaba por su verticalidad y buen gusto en la mesa de la cocina, llena de objetos que nadie quiso, supe que mi decisión estaba tomada. No lo recuerdo en el departamento vigente de mi abuela; llegó a mí desde un pasado inmediato que desconozco y ocupa un lugar privilegiado entre las cosas de mi afecto presente. De cuando en cuando le pongo un ramo de astromelias en su memoria.

La foto de la Escuelina. Desde poco después de su llegada a México en 1923, el día mismo que estalló la rebelión delahuertista, y hasta medio siglo más tarde, cuando decidió mandar a ampliarla y colgarla en una pared de su despacho, mi abuelo llevó en la cartera esta foto en la que sale su padre, el maestro del pueblo de Asiego de Cabrales, rodeado de más de treinta niños. Entre ellos aparecen dos hermanos y tres o cuatro primos hermanos, entre ellos su futura mujer. Viviendo en Oviedo, donde me dediqué a investigar la emigración de asturianos a México, mandé yo mismo hacer una ampliación que colgué en la pared del espacio en el que trabajaba. El ejercicio literario que tengo en el horno y que escribí mayormente en Asturias, con la foto siempre delante, está muy relacionado con ella.

Unas madreñas de niño. Según me cuenta mi madre, las compró embarazada de mí en la tienda Los Cinco Precios de Oviedo unos días antes de salir de Asturias camino de México. Era finales de 1963. En octubre de 2006, al volver yo mismo de España, las puso en mis manos y desde entonces las tengo a la vista. En la punta tienen un hórreo a colores. La derecha cumple la función de sostener el cable de mi computadora cuando no está conectada.

Un platito del hotel Hernán Cortés de Gijón. En la esquina contraria a mi computadora, y por lo tanto en el extremo más alejado de mi lugar exacto de trabajo, hay un pequeño plato de servicio de café del hotel donde mis padres pasaron las primeras noches después de su boda, en el que ocuparon la habitación 614. Con naturalidad, el platito se fue llenando de pequeñas monedas extranjeras, pilas, una medalla de aprovechamiento del Colegio México y una piedrita preciosa color verde, regalo de Gratidia, que olvidé en un hotel de Oaxaca y recuperé unos meses más tarde.

Un pequeño elefante de madera. Ya conté que fue en las páginas de La Dorotea donde se produjo el feliz encuentro con el gaditano Columela; gracias a una nota a pie de página, conocí también el significado botánico del verbo “pulular”. Salvo el discutible caso de un pequeño ficus decora, que acusaba meses de luz deficiente y riego inapropiado, lo único que pululaba en el departamento del edificio frente al Campillín en el que viví en Oviedo era la decoración, varias series infinitas de pequeños objetos que evocaban lugares, personas, afectos… Lo primero que hice fue desaparecerlo todo en cuanto armario, cajón y hueco encontré vacío. Cuando llegó el turno de poner a la sombra este simpático elefantito de madera, decidí hacer una excepción. Tres años más tarde, cuando estaba recogiendo mis cosas porque me regresaba a México, me di cuenta de que prefería no separarme de él y lo eché a la maleta. Es el único recuerdo físico que guardo de aquel departamento.

La imagen de las dos Lolas. La espontaneidad del gesto, la ausencia de un diente frontal, el pelo acomodado de cualquier forma... Nótese un amago de pequeños aretes en los lóbulos de las orejas, más claramente en el derecho, que hace descartar la primera impresión de que se trata de un niño. Pero basta para reconocer a Lola la bellísima transparencia gatuna de sus ojos rasgados. ¿De dónde sacó la pequeña tira de fotos de estudio, de la que acabaron sobreviviendo estas dos? ¿Y con qué materia estaría en contacto? Las dos las rayas divergentes que se proyectan desde el ángulo superior izquierdo, líneas de fuga de un foco metálico, ponen un maravilloso color de óxido a una imagen originalmente en blanco y negro. A petición mía, Lola hizo esta copia para la que ella misma escogió el marco.

Un retrato en el parque de la Venta. Fue tomada en el verano de 1987 durante un viaje con Ángeles y Eugenio al Sureste que empezó en Oaxaca, pasó por Chiapas y acabó en Tabasco. En el Parque de la Venta reconocí de inmediato el altar, o quizás una copia del altar contra el que famosamente se retrató Pellicer, el creador de aquel espacio fantástico. 
En el museo del sitio estaba en venta el Álbum Fotográfico del tabasqueño que conservo, publicado en la colección Tezontle del Fondo en 1982. La foto original, que es de treinta años antes, lleva al pie estos versos suyos: “Navega en mi sangre / lo más antiguo de México” (pág. 109). Entre risas, haciendo cálculos y tomando todo tipo de referencias (la mano, el hombro, la otra mano, el pie…), me coloqué lo mejor que pude en imitación del inimitable poeta. Eugenio hizo click.

La descripción física de Horacio. Casi sin darme cuenta, esta pequeña nota escrita al dorso de un recibo de cajero automático me ha acompañado desde Oviedo, en cuya biblioteca pública leí la parte en español de una edición bilingüe de la Vida de Horacio escrita por Suetonio. 
Yo venía desembarcando de uno de los libros más hermosos que he leído, Poets in a landscape de Gilbert Highet, que compré en la librería en la que Nattie trabajaba en Londres. Horacio y Suetonio vivieron con un siglo de diferencia, una distancia mínima si se compara con los veinte que me separan de ellos. La frase, que hace la descripción física del amigo de Mecenas, es tan nítida que quita toda importancia a mi ignorancia del latín: habitu corporis fuit brevis atque obesus. Un testimonio, de su propio tiempo y lengua, del aspecto de uno de los más grandes poetas de Occidente.


domingo, 11 de julio de 2010

Aventura en la calle Frígilis

Ocurrió cuando llegué a vivir a Oviedo y todas las tardes me dedicaba a buscar departamento en la ciudad. Mi primo Félix me dijo que no era mala idea echar un ojo por La Argañosa o Buenavista, así que una tarde hice el paseo por aquellos barrios armado de uno de los mapas elementales que regalan en el Escorialín, el pequeño pabellón situado en la punta del Campo San Francisco que da a la Escandalera y hace las veces de oficina turística. Ya allá, entre calles con nombres como Facetos o Alejandro Casona o Marcos Peña Royo, me alegró mucho encontrar una que se llamara Frígilis… 
Y es que de todos los personajes de La Regenta, mi preferido de la gran novela de Leopoldo Alas Clarín es esa suerte de benefactor naturalista, amigo del árbol y la caza, cuyo nombre era Tomás Crespo pero era conocido como “Frígilis”. Dice la novela que lo llamaban así porque cuando le referían alguna debilidad humana, de aquellas “que suelen castigar los pueblos con hipócritas aspavientos de moralidad asustadiza”, invariablemente respondía: “¿Qué quieren ustedes? Somos frígilis; como decía el otro”. “Frígilis”, añade Clarín, “quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás: la fragilidad humana. Él mismo había sido frágil. Había creído demasiado en las leyes de la adaptación al medio”.
Es un lugar común de sobremesa decir que La Regenta es la mejor novela española de todos los tiempos, sólo por detrás de El Quijote. Aunque no tengo las lecturas para dar una opinión al respecto, me provoca todo género de simpatías y entusiasmos. La he leído completa algunas veces, la última por cierto viviendo en Asturias, y en todas las ocasiones la experiencia resultó de lo más agradable. Es una novela que consigue crear un mundo suficiente y autónomo como para que pueda leerse satisfactoriamente en cualquier lugar y tiempo, pero también logra quedarse con la esencia de una realidad específica al grado de que ciento veinte años después de haber sido escrita mantiene su vigencia como espejo de la sociedad que la inspiró. 
Si es cierto que antes de llegar a vivir a Asturias tenía formada mi opinión general sobre ella, fue una carta de Marcelino Menéndez Pelayo a Clarín que leí en Oviedo lo que me dio el matiz exacto que mantengo hasta el día de hoy.
Al principio me instalé en un estudio que da a la Plaza del Sol pero luego me cambié a un departamento en un edificio delante del Campillín, un parque bastante peculiar que está en el barrio de Santo Domingo, lejos de La Argañosa o Buenavista pero cerca del lugar en donde hacia 1960 mi madre tomó clases de Corte y Confección con una mujer llamada Cuca Montes, antes de obtener el título en la Academia de las hermanas Migoyo. 
Del otro lado del parque está la Librería Anticuaria, especializada en libros usados, de la que fui cliente asiduo. Por los días en que leía con verdadera admiración el estudio que Menéndez Pelayo dedicó a La Celestina, encontré en ella un libro de José María Martínez Cachero sobre la relación de don Marcelino con Asturias que no pude dejar de comprar.
Publicado en 1957 por el Instituto de Estudios Asturianos, el libro hace un recuento de la relación entre el estudioso y algunos aspectos de la región, por ejemplo su amistad con otros escritores, entre ellos Clarín. Un día me gustaría comentar en este espacio algunas joyas de ese volumen, como dos traducciones al asturiano de la oda Beatus ille de Horacio (una de ellas empieza así: “Dichosu’l que viviendo separtáu / de too lo que cansa la mollera / como fizo la xente d’otros tiempos…”). 
Rigurosos contemporáneos, el extraordinario erudito montañés y el novelista asturiano, según Cachero, coincidieron en 1871 haciendo un doctorado en Letras en Madrid y luego mantuvieron una relación epistolar cargada de afecto y simpatía. En la carta que me interesa, Menéndez Pelayo le dice a su amigo que la narración de La Regenta le parece “magistral” y el diálogo “muy sabroso” pero objeta que las figuras principales son “demasiado complicadas y, por decirlo así, compuestas…”. Y añade un párrafo de gran percepción: “…no me acaban de parecer artísticos ciertos tonos crudos que harán de fijo que las gentes de Oviedo le saquen a Vd. los ojos. No conozco bastante aquel pueblo para juzgar de la entera exactitud moral de las descripciones de usted, pero me figuro que Vd., siguiendo su natural tendencia poética y contradiciendo el sistema realista que profesa, ha idealizado un tanto la corrupción de aquellas gentes que, según yo me las imagino, deben ser más soporíferas y vulgares que perversas” (M. Cachero, pág. 272-272).
El calificativo es perfecto: las figuras principales resultan demasiado “compuestas”. Cansa seguir su lenta y detallada transformación. Al contrario, las secundarias están definidas con enorme maestría, lo que hace que a la larga nos quedemos con ellas. Tanto es así que creo que, además de algunas atmósferas (el Casino, el salón amarillo, el Vivero…), lo mejor de La Regenta es esa extraordinaria galería de personajes que aparecen por detrás de Ana Ozores y Fermín de Pas… El propio Víctor Quintanar, por ejemplo, menos por su ridícula pasión por el drama español como por cosas como ese laboratorio de experimentos científicos al que una noche, perturbada por las emociones, Anita entra sin encender la luz y pone patas arriba, rompiendo matraces, echando por tierra aparadores, haciendo añicos instrumentos de medición, hasta que acaba cayendo en una trampa que su marido ha construido para cazar zorros —nada menos.
¿Y qué decir del ateo Pompeyo Guimarán, el perfecto fanfarrón hispánico, que no muere sin confesarse y recibir la comunión? ¿O de Saturnino Bermúdez, el sabio local que nunca falta en las pequeñas capitales de provincia, y que lo sabe todo… sobre nada? ¿Y del arcipreste Cayetano Ripamilán? ¿Y de esa siniestra mujer, madre del Provisor, insuperablemente apellidada Raíces?
Y por encima de todos, Frígilis. La estupidez del mundo está retratada tan a detalle en La Regenta que ni siquiera alguien de su nobleza y sus buenas intenciones logra salir indemne, y es él, al fin erróneamente convencido de las leyes de la adaptación al medio, quien propone el matrimonio insensato entre su amigo Quintanar y la ingenua Anita. Sin duda mi rasgo preferido de todos los que se cuentan de Tomás Crespo es que fue él quien aclimató el eucalyptus globulus a tierras de Vetusta. 
En el Campo San Francisco hay por lo menos un par de ejemplares de ese árbol originario de Australia, y uno de ellos con su letrero correspondiente puede verse a la derecha según se sube hacia la Fuente de las Ranas, frondoso, inmenso, altísimo —y hasta diría que robusto si esa palabra por razones etimológicas no se aplicara con toda precisión sólo al roble. 
Por ver hasta qué punto tan entrañable personaje de la literatura escrita en Asturias era conocido por los asturianos de a pie, y también, por qué negarlo, con genuina ilusión literaria, en cuanto vi que había una calle con su nombre me sentí incapaz de no hacer algunas averiguaciones. Precisamente en la esquina que hacen Frígilis y Marcos Peña Royo había un hombre de unos sesenta años acompañado de alguien más joven, tan parecido a él que no podía ser sino su hijo. “Disculpe, señor”, le pregunté, “¿podría decirme dónde está la calle Frígilis?”. Se me quedó viendo como si le hablara en chino. “¿Qué calle?”, preguntó a su vez. “Frígilis”, repetí, “busco la calle Frígilis”. Con marcado acento español, matizado de asturiano, contestó: “Oiga, pero ¿le dijeron que era por esta zona? Porque por aquí no hay ninguna que se llame así”. Le mostré el mapa. 
En efecto, ahí ponía “Frígilis”. Nada lo movió, sin embargo, de su primera opinión. Ya se sabe que en España todo el mundo tiene una idea fuertemente enraizada de las cosas, sin importar que el universo afirme a veces lo contrario y las pruebas se muestren inobjetables y palmarias. Quizás con la idea de apartar para siempre de mi cabeza lo que no podía ser más que un absurdo contrasentido, el hombre dijo, moviendo la cabeza: “No, chaval, no. Qué va. ¡Ni pensarlo!”. Y añadió, como argumento supremo: “¡Eso no es ni asturiano!”.

domingo, 4 de julio de 2010

Retrato de muchacha con "pug", 2




La semana pasada anuncié la publicación del poema “Retrato de muchacha con pug”, cuya génesis relaté a detalle: un noviazgo que estuvo a punto de acabar en boda, un óleo de estética discutible, una ópera de Stravinsky y un autorretrato de un satírico inglés del siglo XVIII… Antes de pasar al texto quiero todavía hacer dos aclaraciones para sentirme tranquilo. Y es que me interesa que cualquiera pueda leer Siglo en la brisa, aun cuando a veces me ocupe de asuntos literarios relativamente complejos. Quienes piensen que los poemas no deben presentarse y que lo mejor es llegar a ellos sin tanto prólogo, les sugiero que salten directamente a él —como verán, no necesita de ninguna presentación—. Quienes opinen lo contrario o no tengan una idea formada al respecto, sigan leyendo: ésta es mi sugerencia para quienes no estén acostumbrados a frecuentar textos poéticos.
Pertenezco a un tipo de escritores a los que les gusta de cuando en cuando, y entre otras posibilidades, entremezclar las experiencias vividas con lo que han leído y se sienten cómodos echando mano de algunos artificios literarios en principio alejados en el tiempo y el espacio que acaban entendiendo como propios. Lo que quiere decir que me interesa el fenómeno poético también desde la perspectiva histórica y a veces lo que escribo da cuenta de ello. Fui lector de poemas desde muy joven: antologías y colecciones de poesía fácil que puso en mis manos un maestro de la secundaria. Conforme me fui interesando en el género, aprecié todo tipo de ayudas: mientras más se me explicaban las cosas, más podía entrar en ellas y entenderlas. Antes incluso de entrar a la Facultad de Filosofía y Letras, me aficioné a las ediciones llenas de comentarios: para mí, mientras más anotadas, más felices y gozosas. Con las notas pasa como con las personas en la vida real: no es necesario detenerse en todas las que se nos ponen delante; a las impertinentes, basta con evitarlas. Disfruto todo lo que se me pueda ofrecer sobre el significado, el trasfondo, los precedentes y hasta las variaciones de lo que leo, al grado de que me gusta jugar con ello. Y también a ello. Tanto, que ya se verá lo que sucede más abajo.
Para acabar: un cierto uso verbal. Me refiero a la última palabra de la última nota, que es donde propiamente culmina el poema. En el habla castellana de la Edad Media se produjo un fenómeno que hacía que dos letras, bien diferenciadas entre sí pero relacionadas por motivos sonoros, como la r y la l, al coincidir en ciertas circunstancias en una palabra, podían convertirse en una sola. “Asimilación de consonantes líquidas” me parece que se llama el caso, que se da entre un infinitivo verbal y un pronombre, y que si bien aparece en el primer soneto del corpus de Garcilaso de la Vega, fechado hacia 1530, en Quevedo o Góngora un siglo más tarde responde a un recurso del arte de la rima y quizás ya a un propósito paródico. Así, en vez de “sentirla”, por ejemplo, podemos encontrar la forma “sentilla”. Y de ahí para el real: amalla, seguilla, frecuentalla, soñalla… Me parece chistoso encontrar un ejemplo útil ojeando el libro Lírica de Lope de Vega (Clásicos Castalia, núm. 104), en un soneto en el que aparecen… perros. Por cierto, ¿qué hace en ese volumen un boleto de un Cruz Azul-América en el Estadio Azteca en marzo de 1987?
El texto describe “Lo que han de hacer los ingenios grandes cuando los murmuran” y cuenta que un perro de raza va por la calle cuando le sale a amedrentarlo una tropa desaliñada de congéneres, muchos si no todos machos. Escribe Lope: “Un lebrel irlandés de hermoso talle, / bayo, entre negro, de la frente al anca […] pasaba por la margen de una calle”. Y relata: “salió confuso ejército a ladralle, / chusma de gozques [perros], negra, roja y blanca / como de aldea furibunda arranca / para seguir al lobo en monte o valle”. Nuestro lebrel alza la pata en una esquina, echa un chisguete y da la espalda, largándose con el desdén que se espera de su hidalguía. O como en este otro ejemplo del mismo Fénix, dedicado al desengaño: “Pero siendo forzoso padecellos, / ¡oh quien nunca pensase en desengaños / o se desengañase de tenellos!”.
Creo que yo nunca diría de manera natural que un perro monta a una hembra. Mucho menos como lo he oído en España, todo lo de guasa que se quiera y con evidente connotación machista, para referirse al acto sexual entre humanos. Ya decidido a usarlo, porque me pareció que ayudaba al clima satírico del poema, me vino de manera natural con aquella terminación que para el siglo XVIII era ya un anacronismo deliberado. Ni tengo que decir que no pretende ser sino una broma. ¿Conseguida o no? Ése es otro asunto. Así que éste es el poema. Gracias a todos los que, andando la semana, me lo pidieron por adelantado. Este post está dedicado especialmente a ellos.



Retrato de muchacha con pug 1

Olorosa a lluvia próxima
Y al azahar en temporada,
Donde los fresnos dan sombra
Y alborotan las torcazas,
Era la tarde de un lunes
Como a las cinco pasadas
Cuando a mi lado en el parque,
Y de mi mano, más alta,
Algunas veces diciendo
Pero callando otras tantas,
Por una esquina de pronto
Descubrías que se acercaba
Aquella fiera de China
En un arroz esmaltada, 2
Aquel pug, el temerario
De la cara enmascarada,                 
De tamañas magnitudes
Que sobra decir tamañas,                                   
Claro de pechos y lomos,
Negro el hocico y las garras,                          
Deforme como ninguno
Mas la graciosa pisada,
Como ninguno irascible
Pero la estampa gallarda,
Y es que nadie hubo tan bueno
Con la apariencia más mala,
Los ojos dos canicones,
La boca un fuelle de babas… 3        

Se acercaba hasta el macizo
De las plantas recortadas,
Y aspiraba igual que fueran,
Escondidas, en las matas,
Las boñigas caros untos,
Ricas linfas las meadas,
O ladraba a los peatones
Nada más porque pasaran,
Entregado a sus asuntos,
Todo bufos, todo asmas,                                   
Todo volcán en activo
Que escupiera dulces magmas,                          
Echando lágrimas negras
Y alguna negra lagaña…                          

Y tú, Lysi, al divisarlo
De lo demás te olvidabas,
Aunque olvidada venías
Fueras hablando o callaras,
Y más clara y más lucida
Se te ponía la mirada,
Y le decías unas cosas,
Y le ponías unas caras,
Retaco, airoso, coqueto,
Decías con voz regalada,
Y el mismo perro, engreído,
Hacía un alto en sus hombradas
Y en ti los ojos ponía,
Que algún contento le daban
O al menos algún un consuelo,
Porque, aunque digno, trepaba,
Siquiera por un segundo,
Con plenitud entregada,                                   
Tus montiñas de arrumacos
Y sus cimas levantadas…

Y eso sólo si no fuera
Que por la esquina doblara
Del parque alguna canicha
O una salchicha escapada,
Que entonces muy comedido
Y las orejas muy altas,
Altas, sí, considerando
Sus dimensiones escasas,
Que era espantable dragonte
Mas de natura miniada,
La cola nimia y arriba,
Rizo de carne tensada,
Algo, es verdad, curioseante
De las caninas batallas
Que en los pensiles confines
Como el chubasco, amagaban,        
Marte, sí, pero don Juan
Cada vez que recordara:
Giraba entonces el cuello
Y con él todo giraba,
El alma puesta en la rastro
De las perrunas fragancias,
Corría y sin mucha demora
Ni reflexión demasiada
Se daba con la vehemencia
Que da la sangre avisada,
A incursiones francamente,
Y digo poco, arriesgadas,
Sin temer a los mordiscos
Que aquí y allá lo rozaban,
Por andar averiguando
Donde nadie lo llamaba,
O al menos no a aquellas horas
Esa precisa semana,                          
Y a colocar, ¡allí mismo!,
Y ya no digo más nada… 4


1  “François Boucher, french. (1703-1770). Portrait of Madame Boucher. This portrait of his pretty wife is often called ‘presumed portrait’ because though her features are shown, they correspond with his ideal faces of nymphs or shepherdesses. Here she wears a frilly morning jacket, lace hair decoration, pearl earrings, black beauty spot. The dark ugliness of the pug is a foil to her beauty”. The Art Gallery, Sidney.

2   “…el gallo de las bravatas,
la nata de los donaires…”
(“Mira, Zaide, que te aviso”, de Lope de Vega)

3  Famoso por el linaje
Y por la antigua crianza,
La que del Este trujeron
Los bergantines de Holanda,
Descendiente del gran Paï
Y su progenie dorada,
Al cual Guillermo de Orange
Llevó a reinar a su casa,
Y todavía algo pariente
De los valientes Mufazas,
Los que tomaron Catay
Cuando Catay fue tomada,
Y, al fin, de Carlos, el cómico,
El mote propio tomara,
Quien luciera antifaz negro
Sobre las tablas de Francia.

4  Y si se daban las cosas
Que casi siempre se daban,
Muy entre burlas y veras,
Si se dejaban, ¡montallas!

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He publicado dos colecciones de poemas en veinte años. La primera se llama El ciclismo y los clásicos, es de 1990 y los editores fueron Luis Mario Schneider y Sofía Urrutia para la serie que dirigían, Los Cuadernos de Malinalco, dentro de la que ocupa el número 15. El tiraje fue de 350 ejemplares.
La segunda se llama Ora la pluma, como la dirección de este blog. Apareció en la editorial El Tucán de Virginia en 1999 y se hicieron 1000 ejemplares. 
“Retrato de muchacha con pug” forma parte de una nueva serie de poemas que todavía no tiene editor.
Otros poemas míos en la red, en la página Las afinidades electivas (http://bit.ly/do0r3S). No recogidos en libro: “Milagro en el supermercado” y “Sala de espera” que se pueden descargar, respectivamente, en http://bit.ly/99948L y http://bit.ly/aZqsM6.
Las fotos de la Plaza de Uruguay son de la semana pasada.


Nota: A las primeras cinco personas que me escriban a este blog haciendo algún comentario o sugerencia, les enviaré por correo ordinario un ejemplar de mi libro Ora la pluma. No olviden dejarme una dirección electrónica a la cual escribirles para ponernos de acuerdo.