lunes, 29 de marzo de 2010

Paseo por la calle de Donceles (segunda de dos partes)

La semana pasada adelanté la conclusión de mi levantamiento de la calle de Donceles: veintinueve librerías en una distancia aproximada de un kilómetro, lo que hace de ella el paraíso de los libros usados en la ciudad de México. Como sucede con algunos archipiélagos, el número de islas puede variar según suban o bajen las aguas de la economía del país, lo que hace que el dato, por fiable que sea el día de hoy, tenga algo de provisional. 
Es importante aclarar que el esquema que reproduzco, con su lista respectiva, incluye los establecimientos que están sobre Justo Sierra —el nombre que toma Donceles a partir de República de Argentina—, hasta la Calle del Carmen, y también las del Pasaje Catedral, que va hasta la primera paralela al sur, República de Guatemala. Hago el recorrido en el sentido de la numeración, de poniente a oriente, empezando en el Eje Central.

1. Marconi
2. La Casona de Aura
3. El Tomo Suelto
4. El Callejón de los Milagros
5. Regia
6. Universal
7. Librería de Viejo
8. Laberinto
9. El Mercader de Libros
10. Librería Selecta (dos puertas)
11. El Gran Remate
12. Hermanos de la Hoja
13. Inframundo
14. Bibliofilia

En el Pasaje Catedral:
15. Librería Donceles
16. Asís
17. San Pablo
18. Don Bosco

19. Librería del abogado
20. San Ignacio
21. Nelly
22. Distribuidora de revistas
23. El Colegio Nacional
24. Educal

En Justo Sierra:
25. Porrúa
26. Tauro
27. Porrúa Menudeo
28. La Feria del Libro
29. Expo de Libros


Como puede suponerse, semejante riqueza no hace sino asegurar la variedad. Hay de todo: desde la librería de viejo clásica, atestada y profusa, que da la impresión de no tener fondo y que parece abrirse a espacios sucesivos que se renuevan conforme nos decidimos a explorarlos, hasta los pequeños locales especializados en derecho o religión, más parecidos a farmacias o sacristías, como si las recias calles del centro histórico fueran el último reducto del escolasticismo que rigió en México durante la colonia —y que nos hunde siempre un poco más en un mar de lodo hecho de burocracia, autoritarismo y estulticia idéntico al que está debajo de buena parte de la ciudad.
La librería que satisface mejor mis intereses y mis gustos se llama Bibliofilia y está en la cuadra más librescamente intensa de Donceles —la que va de las calles de Palma Norte a República de Brasil. 
Al lado tiene su correspondiente galpón de libros comunes, llamado con toda lógica Inframundo, donde a veces salta la liebre mejor. Una y otra se complementan perfectamente: los libros que tienen valor intrínseco, objetivo, están en aquélla; en cambio en ésta pueden hallarse los que lo tienen sólo para uno, que, dicho sea de paso, son los que yo prefiero. Soy poco o nada bibliófilo, en el sentido estricto de la palabra: prefiero las ediciones en buen estado de conservación, legibles y bien anotadas, aunque sean de la semana pasada, que las rarezas y las piezas únicas.
Una vez en Donceles, ¿cómo proceder? Estoy convencido de que lo mejor es dejarse llevar de estante en estante y de librería en librería sin un plan predeterminado. Corrijo: acaso lo mejor sea llevar alguna idea, por vaga o imprecisa que parezca, y que acabará disolviéndose ante semejante universo de posibilidades. 
De trescientos a quinientos pesos en el bolsillo será más que suficiente para cada incursión y casi siempre se volverá con las manos llenas y poco menos que la mitad de ese dinero intacta. Lo que me conduce a otra recomendación: llevar una mochila discreta, que habrá que dejar a la puerta de cada librería pero que al final del día va a ahorrarnos la molestia de cargar desagradables bolsas de plástico. (La última vez, me devolvieron mis cosas y me quedé con la ficha número V...). 
Aunque con los precios, en general bajos, suele no notarse, las librerías de viejo tienen en México la civilizada costumbre de hacer algún descuento en los pagos en efectivo.
Como sea, es prudente tener a mano la tarjeta de crédito, que aceptan en no pocos lugares, por si los hallazgos resultan más de los ordinarios y haya que actuar con decisión. Nada peor que dejar un libro para otro día porque es posible que jamás se vuelva a ver.
Dos asuntos más: no es mala idea llevar agua. Con todo, si se quiere hacer un alto en el camino para hacer acopio de fuerzas o para hojear los libros, recomiendo la Cafetería Río, más o menos a la mitad de la ruta. 
Para la actividad complementaria, si es que no se desea tomar café, hay unos baños en el segundo piso del centro comercial que está en la esquina de Brasil, bastante limpios, de los que puede hacerse uso por unos pesos. 
¿Algunos de mis hallazgos recientes? El gran estudio de María Rosa Lida de Malkiel sobre Juan de Mena (ya me ocuparé de semejante monumento ensayístico); el trabajo en dos partes de Gómez Robledo sobre Dante, tan recomendado por Almela; una bonita edición de Picardía mexicana, que acabó regalándome Mónica; como siempre, un par de libros de Alfonso Camín...
¿Quién puede negarse a comprar por unas monedas esas preciosas ediciones que se pagó él mismo, con sus portadas de época, sobre todo cuando una de ellas reproduce nada menos que el Picu Urriellu? (Véase la entrada de Siglo en la brisa de hace tres semanas llamada "Mi cuaderno botánico").

lunes, 22 de marzo de 2010

Paseo por la calle de Donceles (primera de dos partes)

Hace un par de semanas aproveché la invitación de mi amigo Sabino Yano a una comida en el centro para hacer un levantamiento de las librerías de Donceles. Así que un par de horas antes de mi cita, armado de cuaderno de notas y cámara fotográfica, me planté en el arranque de la calle en el Eje Central. 
Si Donceles es el paraíso de las librerías de viejo, es otras muchas cosas más: de entrada, quizás sea la calle de la ciudad de México que tiene el nombre más antiguo de todos los que se conservan, y que según González Obregón ya tenía en 1524, a sólo tres años de la caída de la capital azteca; también, la dirección de algunas instituciones de la cultura mexicana, como la Academia de la Lengua o El Colegio Nacional, y de la política de la Federación, como el Senado, y hasta citadina, como la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Por si fuera poco, tiene dos teatros, una buena cantidad de tiendas especializadas en fotografía, un museo de la caricatura…
Hay esquinas nobles y hasta bellísimas, como la que forma Donceles con República de Chile en la incomparable casa de los condes de Heras y Soto, dedicada hoy a funciones de archivo de la ciudad de México, y en cuyo vestíbulo, al que se entra por Chile, está expuesta la cabeza del Ángel que se hizo pedazos al caer durante del terremoto de 1957. 
Pero también, cómo no, las hay detestables, como la que hace el Seven Eleven en la calle de Allende, haciendo muecas a la Asamblea que tiene en contraesquina. Del lado de Allende una placa asegura que en ese solar estuvo la casa donde en 1902 nació Torres Bodet —destino que parece más cruel aun que el cerrado olvido al que ha sido relegada su obra.
Desde algunos ángulos, Donceles ofrece algunas de las vistas más hermosas del centro, sobre todo aquellos desde los que se logra aislar el medio circundante y nos permiten ver los edificios de ahora con los ojos de hace dos o tres siglos, como sucede con el Hospital del Divino Salvador, un antiguo manicomio para mujeres. En realidad, todo ese lado de Donceles, el sur, entre Allende y Chile, es un alarde de belleza arquitectónica en tezontle, la roca volcánica porosa e impermeable que tiene la virtud de guardar el calor y cuyo color rojo quemado, como de sangre seca, ha dado materia a nuestros escritores para simbolizar el destino trágico de una ciudad que vivió uno de los más brutales asedios y valerosas defensas de las que se tiene memoria en la historia moderna. 
Uno de ellos es Carlos Fuentes, quien ubicó en esa calle —aunque dándole un numero imposible (815)—, la casona en la que ocurre la acción de Aura.
Cerca del final de Donceles, antes de llegar al Templo Mayor, está la sede del Fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) y delante de ella una de las iglesias más delicadas y hermosas de la ciudad, La Enseñanza, que debe su fachada estrechísima, más de mueble que de inmueble, y quizás su peculiar planta octogonal, a que era el oratorio del convento del que formaba parte. 
A La Enseñanza iba mi abuela Fernanda todos los años el día de la Virgen del Pilar, de la que era devota (cf. su relación con el arroz Covadonga algunas entradas antes en este mismo blog).
El resultado de mi exploración de campo, que publicaré en la próxima entrega de Siglo en la brisa con lista de establecimientos y plano de ubicación, rebasa mis expectativas: en los cerca de 900 metros que mide Donceles, según el cálculo que hizo el arquitecto Fernando Fernández Bueno sobre un ejemplar de la Guía Roji, hay nada menos que veinticuatro librerías. 
Si extendemos un poco el recorrido, lo que hay que hacer para incluir a la emblemática Porrúa, que está cruzando la calle de Argentina, donde Donceles cambia su nombre por el de Justo Sierra, y llevamos el levantamiento hasta la calle que sigue, habrá que sumar cinco librerías más. 
La extensión vale la pena siquiera porque en el camino hasta la Calle del Carmen dejaremos a la izquierda la fantástica fachada de tezontle de San Ildefonso, en cuyos mingitorios vimos hace unas semanas a Borges retratado por Rogelio Cuéllar (véase también una entrada anterior de esta misma página web).
¿El resultado? Veintinueve librerías en una extensión aproximada de un kilómetro. Nada mal para cualquier lugar del mundo. Para México, un paraíso en la tierra. Lo que sin duda palidecerá frente a las cantidades de librerías que se pueden contar, en tramos de pocos metros lineales, en Buenos Aires… Confieso, para terminar, que cada vez me interesa más lo que encuentro en esas librerías, volúmenes que rescato a veces de generaciones de polvo y siglos de olvido, que casi todas las flamantes novedades que veo en Gandhi, El Péndulo o Sanborns.
(En la foto, yo mismo, con el estrecho acceso a La Enseñanza a la derecha de la imagen, poco después de comprar un cd de Daniel Santos. Nótese cómo el personaje que camina en medio del arroyo se lleva al corazón, metido en una bolsa de plástico verde, casi como si fuera algo sagrado, el libro que acaba de adquirir).

lunes, 15 de marzo de 2010

Una tarde con Gerardo Deniz

En realidad se llama Juan Almela y es uno de los poetas más importantes del exilio republicano español en México. Lo conocí un viernes de hace casi veinticinco años, cuando le hice una visita para recoger un poema para Alejandría, la revista de literatura que hacía con unos amigos de la Facultad.
Desde entonces lo he leído y escuchado hablar con verdadera fascinación. Siempre tuve el plan secreto de poner por escrito su particular manera de expresarse: salidas inesperadas, giros, frases sueltas. Hace un año, por fin, aprovechando que me quedaba sin trabajo, decidí pasar a los hechos. Unos meses después incorporé una grabadora. A la fecha debo tener unas cincuenta horas de conversación que algún día, debidamente ordenadas y pasadas en limpio, podrían ver la luz en forma de libro.
Luvina, la hermosa revista de la Universidad de Guadalajara, publica en el número que empieza a circular estos días algunos fragmentos de esas conversaciones bajo el título general de “Superhiperbático”.  Su llegada a México, Celestina, Prokofiev, Mallarmé y la Lolita de Nabokov son algunos de los temas que el poeta aborda con su agudeza, sentido del humor y erudición característicos. La entrega incluye un poema inédito —el primero que escribe en más de cinco años— y recupera una curiosidad aparecida originalmente en la revista que dirigía Octavio Paz: un soneto escrito como respuesta a un reto lanzado por Severo Sarduy cuyos catorce versos terminan con la letra equis.
Este post de Siglo en la brisa es un fragmento de la conversación del 8 de julio de 2009 y lo publico para acompañar (y de alguna manera promover) la salida de Luvina.  Lo he escogido de manera un tanto azarosa, tal como hice con los que entregué a la revista jalisciense. Se llama "Sífilis" y relaciona esa enfermedad con la vida de algunos de los músicos preferidos de Deniz. Como todas las grabaciones, ésta fue realizada en el departamento de la ciudad de México en el que vive con su mujer, una de sus dos hijas y siete gatos. Las fotos son de la semana pasada.

Sífilis
—¿Por qué te simpatiza Schubert?
—Porque era un parranderito. Así acabó él. Un gatófilo, no de gatos…
—¿Murió de sífilis?
—Sí.
—Debe ser una muerte fea.
—Había muchos tipos de sífilis, pero como quiera es gacho. Mira que las largas pueden ser veinte años en una silla de ruedas y sin poder hablar.
—¿Cómo que largas? ¿El padecimiento puede ser largo?
—Sí, hay sífilis fulminantes, que si no se tratan se va uno volando. Aunque ahora también, con penicilina vamos muy bien porque la mayoría, ía, ía, de los treponemas se mueren con la penicilina.
—¿Qué es el treponema?
—El microbio de la sífilis. Es como un sacacorchos.
—¿Cómo ataca? ¿Al sistema nervioso?
—Ataca todo, por eso la sífilis era conocida como la Gran Simuladora, porque lo mismo había un señor que se volvía loco que otro que tenía cagalera perpetua y el otro con el corazón deficiente, y todos eran sífilis. [Risas] Las había de miles de tipos. Y algunos pues duraban largamente sin forzosamente caer en la parálisis. Por ejemplo, parece que Lenin estaba más sifilítico que Moctezuma Ilhuicamina.
—¿Moctezuma tenía sífilis?
—No… Quién sabe. Pero como se dice… No sé si se haya resuelto, porque era cuestión de honor nacional que la sífilis vino de América…
—De Europa.
—No, de América a Europa. Fue el regalo a cambio de la viruela, el sarampión y todo lo que trajeron los europeos. Todavía a fines del siglo XIX, al rey de Hawai le dio un sarampión espantoso y se murió. [Risas]
—La de Schubert sería fulminante, ¿no? Porque murió pronto, ¿no?
—Sí, murió a los 31 a algo así.
—¿Y todavía compuso enfermo…
—Pues sí.
—…o fue tan fulminante que…?
—No, no, se ve que tenía plena consciencia de que iba cuesta abajo irremisiblemente en poco tiempo, y esa cabellerita rizadita era una peluca desde años atrás.
—Entonces no fue tan fulminante.
—Bueno, padecer una enfermedad a los 26 y a los 31 que te entierren, pues es bastante fulminante. No hay por qué morirse in situ. [Risas]
—¿Tiene que ver la sífilis con que haya quedado una sinfonía inconclusa?
—No se sabe estrictamente por qué la Octava Sinfonía, inconclusa, se quedó inconclusa. Probablemente fue que se dio cuenta de que al paso que iba, iba a ser demasiado larga, más larga que la Gran Do Mayor, que no es por otra parte una exageración de larga. Y entonces probablemente dijo: “Ahí muere. Yo ahí lo dejo”. Hay toda clase de cursilerías, de que la suspendió porque [irónico] una mujer se rió de él y quién sabe…
—…
—Schumann, pobre. Ése también murió a los cuarenta y pico pero ya llevaba largo tiempo… Pero no de sífilis, estaba muy casadito con su Clara, que era una gran pianista. El que hubiera estado en grave riesgo, era Brahms, que era el enamorado…
—De Clara.
— …de todas las putas de Viena.
—[Risas] ¿De qué estaba enfermo Schumann?
—Se volvió loco feroz.
—¿Cuál fue la causa?
—Ayudó un poco el alcohol, dicen. Luego, que iba a ser un gran pianista y no lo fue, como Clara, que era la hija de su maestro de piano y que no la dejaba casarse con él porque decía que era de una familia de borrachos y de locos. Hasta que al fin, al cumplir Clara su mayoría de edad, tuvo que ir Schumann con todo y el juez y los alguaciles a la casa del maestro a que expresara Clara su voluntad de casarse con Roberto Schumann. Y así fue. Y fueron muy felices, tuvieron por lo menos un par de hijos. Antes ya tuvo un síntoma alarmante que fue como a los veinte años, que ya tocaba el piano muy bien, inventó un aparato para, según él, dilatar la mano y tocar y no sé qué y lo que hizo fue quedarse con la mano así… Se fastidió él solo tratando de aumentar su agilidad. La Clara siguió su carrera hasta edad debida, sesenta y tantos. El que estaba enamorado como un puerco de ella era Brahms, discípulo de Schumann, discípulo sólo en parte porque Brahms era bastante Brahms como para no necesitar conservatorios ni muchas clases. Y luego hay mi teoría de que a lo mejor a Ravel le tocó una sífilis, una neurosífilis de esas raras, que se manifestaba más que nada en no poder hablar y no poder escribir. Eso no era concebible cuando se creía que Ravel había sido sexualmente neutro, no homosexual pero sí enamorado de la música. Y sí, estaba enamorado de la música pero le entraba con ganas a las damas… baratas.
—Lo de Ravel es una intuición tuya.
—Eso sólo yo lo digo, y no lo digo, lo sugiero, pues yo qué. El diagnóstico final de Ravel nunca se publicó. Según los médicos, con ello se atenían a la ética profesional. Se le había descolgado medio cerebro y lo operaron. Él mismo lo pidió. Cuando le dijeron que iba a ser una operación muy discutible, ya el pobre estaba tan jorobado que dijo: “Vamos, vamos”, y así fue. Lo operaron y no volvió en sí. Se pasó una semana en plan vegetal y se petateó el día de los inocentes de 1937. Cuando ya estaba convertido en un mueble, un amigo suyo, con dinero regalado por Ida Rubinstein, que fue una bailarina que estrenó el Bolero famoso, lo llevó al norte de África y ahí de repente creo que un día Ravel pudo escribir pero ya en la tardecita, otra vez… En Fez, que es una ciudad muy árabe, en aquel tiempo Marruecos y Argelia eran colonias francesas, había un instituto de estudios árabes y tal y cual, lo llevaron ahí. El director le dijo que esperaba que aquel ambiente tan auténtico le serviría para hacer alguna obra de color arábigo, moro, y el pobre Ravel, sacándose las palabras de la muela, dijo: “Si yo escribiera algo árabe, sería mucho más árabe que todo esto”. [Risas] En vista de lo cual, lo sentaron en el jardín y en un instante empezaron a salir gatos y gatos y gatos, y a subírsele. Él estaba emocionadísimo y alcanzó a decir: “Saben cuánto los quiero”.
Dos textos de Deniz en la red: Sobre Rafael Cansinos Asséns: http://132.248.101.214/html-docs/acta-poetica/25-1/frambuesa.pdf
Sobre el Diccionario de Tolhaussen: http://132.248.101.214/html-docs/acta-poetica/25-1/tolhausen.pdf
Luvina puede verse en la red: www.luvina.com.mx 

lunes, 8 de marzo de 2010

Mi cuaderno botánico

¿Fue en el robledal de Llambreña, en un pueblo de la montañosa Cabrales —según un conocedor, el rincón más escarpado de toda la geografía europea—, donde corté la primera hoja de árbol para estudiarla sin prisa y conservarla entre las hojas de un cuaderno? Fascinado por la forma lobular de la hoja del roble, tomentosa al grado de parecer de terciopelo tosco, con un lado oscuro y el otro no tanto, la guardé para ilustrar las notas sobre aquel bisabuelo llamado como yo que a su regreso a España —en 1927, después de casi cuarenta años en México—, había adquirido parte de una importante propiedad en el oriente de Asturias.
La propiedad incluía, además de casas, fincas y establos, aquel hermoso bosque de robles desde el que podían verse por lo menos cinco pueblos vecinos y —alzando un poco la mirada— esa rareza de la orografía que culmina el macizo central de los Picos de Europa, un misterioso cono trunco de más de dos mil metros llamado Picu Urriellu. 
El resto lo hicieron mis ocios en el Campo San Francisco de Oviedo y la compañía de dos o tres guías de árboles europeos que saqué de la biblioteca municipal… ¿Qué cosa más satisfactoria para el que se inicia en el conocimiento de los árboles que tener a su disposición los infinitos bosques asturianos, de los que aquel jardín en el corazón de la capital (antiguamente huerta del convento franciscano) es un muestrario suficiente, para tomar de ellos los ejemplos necesarios sin que nada de eso mengüe la riqueza del mundo?
De esa forma se me pudo ver en el lado del jardín donde las coníferas celebran sus conciliábulos sobre la perennidad, un poco más allá la glorieta con surtidor y bloque de piedra en el que casi se ha borrado el nombre de Alfonso Camín. O admirando las magnolias caducifolias del lado opuesto, más o menos donde en tiempos antiquísimos para mí —aunque no para mi madre o mis abuelos— estuvo la jaula de la osa Petra. O sentado bajo la espléndida encina detrás del Escorialín que preside con su copa cupular la placita donde un mediodía presencié, entre carreras y desconciertos de unos y otros, un eclipse parcial de sol…
Con toda calma, una mañana sí y otra también, fui estudiando los letreros descriptivos de los ejemplares colocados con cartesiana disposición: las hayas de tronco plateado del lado de estanque; el amenazante eucalyptus globulus, especie aclimatada en la región por Tomás Crespo Frígilis, según se cuenta en La Regenta; los muchos tilos puestos en fila india cuyo sombreado en los días de estío hacen humana la acera de Conde Toreno que sube, sube, sube…
¿Qué decir de la finísima pero profusa acacia del Japón?
¿Y del grupo de los ociosos aligustres, parientes del que se estira con impasibilidad oriental a la ventana de mi estudio de la ciudad de México, árbol al parecer de origen chino que nosotros llamamos trueno?
La ventaja de semejante diplomado al aire libre era que las “sesiones” podían darse en cualquier momento y situación, ser dilatadas o instantáneas, lo mismo algún domingo solitario que cualquier mañana entre semana de paso a alguna gestión a las oficinas del Principado, situadas más arriba del parque, o las tardes en las que la Tertulia Óliver, de la que fui algo asiduo, se reunía en torno de José Luis García Martín en el café de un centro comercial cerca de Buenavista…
Pero también podía ir hasta el Campo San Francisco por el mero gusto de hacerlo: en una de sus bancas empecé a leer La Dorotea, en cuyas páginas me aguardaba el botánico gaditano Columela… En otra ocasión fui poco antes del amanecer, saliendo del enésimo bar una noche de copas en el Antiguo, a ver los primeros brotes de los castaños de Indias que se animaban con timidez impropia de sus dimensiones a echar aquellas hojas digitadas, de cinco foliolos, casi completamente sésiles… Nunca he sido constante y menos lo fui aquella vez: cuando volví a asomarme formaban un bosque tupido que parecía que siempre hubiera estado allí.
¿Y el “naranjo de México”, poco más que un seto cuyas hojas en nada se parecen a las que corté en el atrio de Tonantzintla, especie sembrada por vez primera en la Nueva España por Bernal Díaz del Castillo, según él mismo se atribuye (Historia verdadera, XVI)?
Quizás fue aquel mismo año cuando estuve de paso en México y una tarde fui a San Ángel sólo para ver los famosos ginkgos de la Bombilla, al parecer plantados por Miguel Ángel de Quevedo en persona…
De regreso nuevamente en Asturias, Lola, conmovida quizás por mis rudimentarios afanes, me regaló el precioso cuaderno que atesoro, y que por encima de lo poco que llegué a saber es mi mejor recuerdo de aquellos días de observador de plantas de gran tamaño.
Al principio no me gustó: me sentí incapaz de hacer anotaciones en sus páginas toscas que carecían de la blancura mínima necesaria de la página de escribir, y me pareció absurda la varita pegada a la tapa. Luego me di cuenta de que era ideal para el recolector amateur de muestras botánicas, y hasta para hacer de él una pequeña obra manual sin más pretensiones que mi propio gusto.  
La fecha consignada en la primera página es 11 de enero de 2004 y la primera hoja es de un árbol llamado ciclamor.
Me recuerdo atravesando el Campillín de Oviedo, divertido al acordarme de las palabras de Núñez de Arce para describir los poemas de Bécquer (¡“suspirillos germánicos”!), mientras dejo a mi derecha una pequeña colonia de ciclamores: sus troncos indecisos y aquellas ramas sufrientes de las que la leyenda cuenta que se colgó Judas (de ahí uno de sus nombres: “árbol de Judas”; otro nombre: “algarrobo loco”…).
La forma de sus hojas quizá justifique una manera más de llamarlo: “árbol del amor”.

¿Y luego? Un alcornoque del Parque Nacional de Doñana, más ginkgos, un ciruelo de la calle Martínez Cachero que desvalijé de camino a la piscina del Parque del Oeste, un aliso de Soto de Ribera.
¿Qué decir de las intensas hojas lanceoladas de una adelfa de la Residencia de Estudiantes de Madrid, que alguien me dijo que sembró Juan Ramón Jiménez? 
Hacía no mucho había estado por vez primera en Roma y conservaba en un ejemplar de la revista Clarín una pequeña colección de recuerdos botánicos, casi todos de los Foros Romanos, que no tardé en fijar en mi flamante cuaderno. Por ejemplo, un trébol del foro de Nerva.
O las de algunos arces de los otoñales lungoteveri, el Raffaello Sanzio por ejemplo, que aparecían lujosamente alfombrados por millones de hojas secas. 
Pero quizás la joya más valiosa de mi Cuaderno botánico sea la hoja de una planta desconocida para mí que corté en la tumba de Keats. 
El poeta inglés está enterrado en el cementerio de los Accatolici, autorizado por la Iglesia Católica para enterrar a los protestantes que morían en Roma. Según contó su amigo Charles Brown, que presenció la escena, Keats escribió su fantástica "Oda a un ruiseñor" una mañana de 1819 sentado bajo un estupendo ciruelo (plum tree). 
El lugar es perfecto: las sombras de los cipreses y los pinos; los innumerables gatos que se asolean con filosófica despreocupación. Quizás sea natural que la más frágil y anónima de las hojas de mi modesta colección provenga de la tumba del poeta en cuya lápida se lee que allí descansa aquel cuyo nombre “estaba escrito en el agua”.


lunes, 1 de marzo de 2010

Borges en los baños de San Ildefonso

Volé miles de kilómetros para encontrarme con ella, removí cielo y tierra para conseguir su teléfono, le llamé insistentemente cuatro o cinco días y cuando por fin la tuve delante me dijo que no iba a darme la entrevista. Primero se mostró fría, como si la cosa no fuera conmigo; cuando nos sentamos a conversar, se puso como un tigre. ¿El motivo? Una fotografía de Borges en los mingitorios del Antiguo Colegio de San Ildefonso que yo había publicado en junio de 1996, tres años antes, cuando se cumplía una década de la muerte del gran escritor argentino.
Con la carta en la que le solicitaba la entrevista, le había mandado aquel número ilustrado con las fotos que le hizo Rogelio Cuéllar a Borges en 1973, la primera vez que estuvo en México. Aunque María Kodama nunca me contestó, viajé a Buenos Aires donde tenía concertados encuentros, entre otros, con Ricardo Piglia, César Aira y María Esther Vázquez. Finalmente, gracias a la intermediación de un alto funcionario del mundo del libro argentino, la viuda de Borges me concedió veinte minutos no sin antes manifestarme explícitamente su enojo. Si cuando publiqué mi “Crónica del centenario” (Viceversa, agosto de 1999) dejé fuera la transcripción literal de los argumentos que me dio para reprobar la publicación de la imagen, once años más tarde la recupero para ponerla junto al testimonio de Rogelio Cuéllar sobre las circunstancias en las que hizo la foto. Ésta, por cierto, la he escaneado del número donde apareció originalmente, por lo que mantengo mi promesa de no publicarla de nuevo. 

Los hechos, según los conté en agosto de 1999
 “Usted”, me dijo, “¿ha sido el responsable de esa revista desde hace tiempo?” Yo le dije que sí, que yo había sido el director de Viceversa desde el principio. “Entonces, ¿fue usted quien permitió publicar esa foto en la que Borges aparece en el toilette...?”. 
De pronto tuve en la mente la extraordinaria foto de cuerpo entero de Borges que publicamos a dos páginas, tomada casi de perfil, con el bastón descansando entre el brazo derecho y el costado, el zapato visible perfectamente boleado, mientras orina en un mingitorio. 
María Kodama se me echó encima: “Pero, ¿se da usted cuenta de lo que eso significa? ¿No le parece que eso no se le debe hacer a un hombre ciego? ¿No ve que es como hacerle mal a un chico?”. 
Durante la andanada, me sentí abrumado. Con todo, alcancé a decirle que me parecía un poco exagerado ver la foto de esa manera, que la idea había sido desmitificar la figura de Borges, pero nada resultó. María contestó que sabía muy bien lo que eran los mitos y que eso nada tenía que ver con ellos. Yo pensé que aun sin tener toda la razón, la señora estaba en su papel y que yo no podía sino respetar su punto de vista. Con todo, le dije que la foto era de un importante fotógrafo mexicano, y que esos baños pertenecían nada menos que al Antiguo Colegio de San Ildefonso. Entonces ella dijo que se la habían podido haber tomado una vez que saliera, a lo mejor en la puerta... De nada me valió mi ponderación de la perspectiva de los mingitorios y el hecho de que, le dije, la foto hubiera sido tomada con respeto, y que, además, no se pudiera ver nada. Ella replicó algo que me hizo pensar que habíamos llegado, durante su mismísimo principio, al final de aquella entrevista: “Bueno, y ¿cómo podemos arreglar esta situación?”. 
Aunque le propuse sin éxito que si quería podía publicarla otra vez para que los lectores se hicieran, ellos mismos, de un juicio —idea que desde luego no le interesó—, creo que se quedó tranquila cuando le aseguré que no publicaría la foto otra vez.

(Tomado de “JLB: Crónica del centenario, con una entrevista a María Kodama” de Nagara 22, del número 75 de Viceversa, agosto de 1999. La portada del suplemento, por cierto, reproduce un dibujo de Norah Borges en que aparece su hermano en 1910 observando “con anteojos de teatro” el Cometa Halley.)

Los argumentos de María Kodama
[Lo que sigue es el inicio de la grabación de la conversación ocurrida aquella misma tarde de principios de junio de 1999. El fragmento es inédito.]
—[Yo, bajo la andanada de sus argumentos] …lo entiendo perfectamente.
—[Ella, con vuelo] …hay formas, ¿eh? En las cuales la foto tampoco se estropea pero no hay un abuso de confianza…
—Claro.
—¿Comprende?... Matices, que hacen, ¿cómo le puedo decir?, a la nobleza del otro, y que ayudan a vivir mejor.
—Pues créame que no lo vi así, ahora que me lo hace usted ver lo entiendo y lo que le puedo decir… Yo desde luego me comprometo a que no la vuelvo a publicar en la revista.
—Yo lo que le digo es que siempre usted cuando busque fotos para su revista, digamos, es como, es como… Me parece, no sé, porque puede tener graves problemas, ¿no?, es siempre ponerse en la situación del otro. Quiero decir: “Esta foto, si a mí me la hubieran sacado, cómo la vería mi familia, cómo la vería yo”. ¿Comprende?
—Sí.
—Entonces, cuando uno se pone en la situación del otro, ahí uno tiene el parámetro de lo que puede molestar o no molestar, salvo que usted, bueno, sea una persona así que total le da lo mismo y lo mismo le da aparecer desnudo que vestido, no sé, haciendo el amor que dando vueltas de carnero, entonces bueno, entonces ya si es una persona así la conversación que estamos teniendo es inútil. Pero si usted es una persona con sensibilidad, inteligente, bueno, creo que usted es muy joven, entonces creo, por eso se lo digo, que hay que ponerse siempre en la situación del otro. “Bueno, yo en esta situación, cómo me sentiría, teniendo las mismas condiciones que esta persona”. ¿No es cierto? 
Y después, toda esa historia de desmitificar, no entiendo. No entiendo qué significa desmitificar. Es decir, desmitificar ¿qué? Supongo que toda persona sabe perfectamente bien que un escritor, aunque es genial, es un hombre… Entonces ¿qué es esa historia de la desmitificación? El mito, suponiendo, es la creación en todo caso, pero esa creación en qué puede desmitificarse porque el personaje tenga que ir al toilette o tenga que ir a comer o tenga que caminar por la calle. Entonces yo creo que ésa es una cosa muy perversa, con la que yo no estoy de acuerdo porque para mí ante todo no existe el mito en un creador, ¿no es cierto? En un pintor, en un escritor, en nadie. Entonces eso de desmitificar no entiendo qué quiere decir… la verdad es que no lo entiendo. Y me parece una postura totalmente absurda. Por otra parte, en todo caso, yo adoro la antigua Grecia, y los mitos nacieron en Grecia y son el sueño de la humanidad y me parecen maravillosos, así que yo no tengo ningún interés de destruirlos en todo caso, ¿me entiende?, porque es lo más hermoso que tiene el mundo, justamente, ese sueño de los griegos de haber creado todo eso, ¿no es cierto?, que nos enseña y que es terrible también pero yo no tengo nada en contra de eso…

El testimonio de Rogelio Cuéllar

[Conversación telefónica]
—Siempre he querido preguntarte: ¿cómo hiciste aquella foto?
—Muy bien.
—Por lo que me contaste alguna vez, cuando Borges estuvo aquí en 1973 no te separaste de él, ¿no?
—Desde el momento que bajó del avión… Estaban Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider para recibirlo… Yo leí que iba a estar ahí… Ni conocía a Capistrán ni a Schneider. Me planté en el aeropuerto y desde que bajó del avión me aboqué a estar junto a él. De ahí fuimos directamente al Hotel del Parque, que estaba en Reforma y Constituyentes, y a partir de ahí me puse como su sombra a hacerle fotografías desde las ocho de la mañana hasta el final, que ya regresaba a su hotel. Con él fui a Teotihuacan… Él me comenzó a… Sí veía, veía sombras, volúmenes. Percibía. Entonces me comenzó a ubicar como “el duende”. “Ya está aquí el duende, ¿verdad?”. Porque al final, en el lobby de su hotel, ahí recibía a infinidad de personas. Recuerdo a Monsiváis, Juan García Ponce… Desayunaban con él, le leían, etcétera… Fue un encuentro muy hermoso que me dio pauta para estar con él muy cerca.
—Y la foto, ¿cómo fue?
—Estábamos en San Ildefonso, yo lo llevaba del brazo… Estaban grabando unos programas para Televisa, Octavio Paz, Salvador Elizondo…
—Me imagino que Arreola.
—Sí, Arreola, etcétera. Entonces me dice: “Oye, duende, quiero hacer pis”.
—¿Así dijo?
—Ajá. Entonces busqué un baño. Yo no los conocía, y cuando entro a esos antiguos baños de San Ildefonso… Quedó alucinado, porque era una imagen muy borgiana. Era así como espejos… de Lewis Carroll. Se repetían uno a uno, no sé cuántos mingitorios eran pero por lo menos eran diez. Entonces no lo dejo en el primero sino en medio. Me retiro y digo: “¿Hago una foto, no la hago? ¿La hago, no la hago?”. 
Entonces hice una primera foto y escucho que él dice: “El duende ya está haciendo travesuras, ¿verdad?”, pero con un tono de voz de complacencia, de complicidad… Hice dos, tres fotos más.
—Qué linda historia, ¿no?
—No, es muy hermosa, y lo muestra a uno como es… Como era. Normal, humano.

—¿Cuándo publicaste esas fotos por primera vez?
—Eso se publicó en… Revista de revistas...
—De Excélsior
—...cuando la dirigía Vicente Leñero.
—¿Y nunca nadie te comentó nada sobre la foto del baño?
—No, ésa no la publiqué ahí... Creo que ésa estaba inédita hasta que tú la viste.
—Ah, ¿entonces la primera vez que se publicó fue en Viceversa?
—Exactamente. Sí.
—¿Y nunca recibiste ningún comentario de allá, del mundo borgiano argentino?
—No, nada, fíjate.
—Ni para bien ni para mal.
— Ni para bien ni para mal.
—¿Qué piensas del reclamo de María Kodama, que eso no se le hace a un hombre ciego, que es un…?
—No, es desproporcionado. Es una foto muy respetuosa. Es un portento. No es porque la hice yo, pero sí.
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Rogelio Cuéllar tiene una página en la red: www.rogeliocuellar.com
Agradezco a Lola G. Zapico por unir las dos partes de la foto escaneada del número 37, de junio de 1996, de Viceversa.