jueves, 4 de febrero de 2010

Mónica Quijano sobre Gonzalo Rojas


Por Mónica Quijano
Leo en tu blog la entrada sobre Rojas (de los grandes, en efecto). Totalmente de acuerdo con lo que escribes sobre su poesía e impresionante esa vitalidad que supongo hasta el momento lo sigue manteniendo en pie. Tuve la oportunidad de conocerlo por ahí de mediados de la década de los noventa ¡y hasta pernocté una noche en su casa! Al leerte recordé ese encuentro. Todo comenzó en una lectura que Rojas hiciera, no me acuerdo si en la UNAM o en dónde, justo unos meses antes de mi viaje a Chile. El que entonces era mi novio, un hijo de chilenos quien, como toda persona que se mueve en el mundo del exilio, tenía una red nada despreciable de contactos relacionados con el país sureño, me arrastró literalmente hacia el poeta al final de su lectura, aprovechando que con él iba algún amigo de su padre. No sé qué le dijimos, seguramente puras tonterías perfectamente olvidables, pero en algún momento comentamos nuestra próxima visita a sus terruños. En ese instante, sacó un papel y una pluma y nos dejó su teléfono: llámenme, me encantará que pasen a visitarme a mi casa. Ya te imaginarás que guardamos el papel como si fuera el afortunado cachito premiado de la lotería.
Llegamos una tarde a su casa en Chillán, de regreso de un viaje en aventón que nos llevó hasta Chiloé. Vivía en aquel entonces solo, a pesar de haberse casado no hacía mucho con una mujer mucho más joven que él, en un caserón con un jardín lleno de árboles frutales y una fuente. Nos invitó a cenar, recuerdo bien que me quedé con su apetito. No me acuerdo cuántos años tendría en aquel entonces, pero no era joven. Recuerdo también el menú: un corte de carne grueso y jugoso con verduras al vapor  de acompañamiento. Y por supuesto, vino. Decir que hablamos de muchas cosas sería inexacto, ellos hablaron. Yo estaba muda, totalmente cohibida con el encuentro.
Me queda el recuerdo de un hombre fuerte con un impulso vital impresionante… pero también profundamente solo. Recuerdo que en algún momento habló de su mujer muerta no hacía mucho, y de la “locura” de haberse casado de nuevo alguien que se había marchado pronto. Recuerdo su desprecio por la última mujer de Neruda a quien no bajó de estúpida. Recuerdo que en algún momento jugamos al oráculo: cada quien hacía una pregunta y él buscaba la respuesta abriendo una página al azar en un libro de poemas y eligiendo un verso con los ojos cerrados. Recuerdo su mirada burlona y penetrante de fauno viejo. Recuerdo que me provocaba constantemente para romper mi silencio… Recuerdo que esa noche soñé que éramos un par de cobayas y que la casa de Rojas era un laboratorio en el cual el poeta observaba nuestros movimientos, nos tendía trampas y nos llevaba justo al lugar donde quería tenernos. A la mañana siguiente nos despedimos después de un desayuno eléctrico. No volví a verlo, pero es un poeta al que regreso con frecuencia: por el ritmo de sus versos, por el impulso vital que proyectan. Porque su poesía, como dices, es siempre lúdica, cargada muchas veces de humor y erotismo. Porque se trata de una exhuberancia medida que se apropia de la mejor tradición de nuestra lengua.
Como ves, me encantó tu texto.

En la foto, Rojas con Antonio Gamoneda (derecha). Tomada de Faro Gamoneda (http://farogamoneda.blogsome.com/images/gamo-1.jpg)

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